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Dos años después.

—¿Los abuelos me están esperando? —preguntó Valentina. Iba sentada detrás de su madre mientras ella conducía.

—Sí, la abuela te va a preparar los ñoquis que tanto te gustan —contestó Malena.

—¡Bieeen! —festejó su hija, alzando los brazos.

Llegaron a la puerta de la casa de Esther, donde Malena estacionó y descendió del coche para abrirle la puerta a Valentina. La niña corrió hacia el timbre y tocó antes de que su madre llegara, poniéndose en puntas de pie para alcanzar el botón. Esther abrió enseguida, y después de abrazar a la niña, que se adentró en la casa en busca de su abuelo, se aproximó a su hija.

—¡Qué linda que estás! —la halagó.

Malena sonrió. Se había puesto un vestido color crema, un saquito marrón y zapatos al tono. Además, se había maquillado y llevaba el cabello castaño suelto. Intentaba fingirse relajada, pero delataba su nerviosismo apretando un pequeño bolso de mano del color del calzado y del cinturón.

—Gracias —respondió.

—¿Entrás un minuto, así me contás cómo es el hombre con el que vas a salir?

Malena negó con la cabeza. Ya no se sorprendía de cuánto conocía a su madre: al pedirle que cuidara a Valentina, había tenido que contarle que iría a una cita, por eso Esther creía que tenía derecho a preguntar.

—No sé qué pueda contarte —argumentó—. Lo conocí en una clase de tango, se llama Eduardo y es odontólogo.

—¿Y es lindo?

Malena se encogió de hombros. Hacía mucho que no elegía a los hombres por su atractivo físico, aunque no habría estado de más sentirse un poco atraída hacia su cita de ese sábado. Si tenía que ser sincera, el dentista no le parecía su tipo, pero le había ido bastante mal cuando había pensado que Álvaro lo era. Puedo dar una oportunidad a alguien distinto, un hombre tranquilo, escasamente peligroso… Ahora ya no debo pensar solo en mí, sino también en mi hija, se había excusado en su mente al aceptar la cita.

Eduardo era un soltero de cuarenta años, bastante excedido de peso y, al parecer, amable. Era, además, un buen bailarín de tango que siempre se había comportado como un caballero cuando le tocaba bailar con ella. Nunca habían conversado de asuntos que no tuvieran que ver con las clases, pero esperaba que en una cita los temas de siempre dieran paso a otros nuevos. Si había algo que odiaba, eran las citas mudas.

—Me voy, no quiero llegar tarde —se excusó, dispuesta a volver al auto, pero se detuvo para advertir algo a su madre—. Te acordás de que, para Valen, salgo con mis amigas, ¿no?

—Claro —respondió Esther.

—No quiero que se haga falsas ilusiones —siguió aclarando Malena.

—Lo sé, y me parece lo más adecuado —asintió la mujer—. Sin embargo, en mi época, el hombre al que le aceptábamos una cita tenía grandes posibilidades de quedarse en nuestras vidas. Vos… ¿cuántas llevás ya?

¡Oh, no, ya empezamos!, pensó Malena.

—¡Dos, nada más! —exclamó entre risas—. Para una mujer de mi edad que está sola desde hace dos años, dos primeras citas equivalen a decir que me interné en un convento.

Esa vez, fue Esther la que rio.

—Bueno, ya sabés lo que dicen: la tercera es la vencida —se consoló.

Malena se encogió de hombros.

—Ojalá —respondió, aunque no estaba segura de que ese fuera su deseo.

Las citas que había aceptado, no las aceptaba pensando en ella, sino en su hija. Consideraba que Valentina todavía era pequeña y necesitaba una figura masculina a la que aferrarse. Después de haber escogido tan mal con Álvaro, debía cuidarse de no repetir el mismo error. No podía presentarle a su hija un hombre con el que se encariñase y que luego lo perdiera, como había sucedido con su padre. Solo le presentaría una pareja después de estar segura de que era una buena elección. Debía escoger mejor por Valentina, dejar sus propios deseos de lado y concentrarse en las necesidades de ella. Sin duda una niña no valoraría a un padrastro por lo atractivo que fuera o por la pasión que él pudiera despertar en su madre, sino por su bondad y su buen ejemplo.

Se despidió de Esther agitando una mano y volvió al auto. Suspiró mientras lo ponía en marcha, tratando de relegar los nervios, y emprendió el camino hacia el restaurante donde Eduardo y ella habían acordado encontrarse.

Llegó cinco minutos tarde, pero aun así no halló rastros del hombre. Le envió un mensaje de texto, pensando que tal vez, en lugar de esperarla en la puerta, él había entrado. Recibió como respuesta que iba a llegar tarde. Es impuntual, tres puntos en contra, pensó.

Se humedeció los labios mientras guardaba el aparato en la cartera. Un hombre que llegaba tarde a una primera cita restaba varios puntos en su escala de evaluación, pero eso era antes de Álvaro. Ahora, le bastaba que el sujeto en cuestión fuera una buena persona y una buena figura de padre para su hija. Si llenaba con un signo positivo esas dos casillas, estaba dispuesta a perdonarle todo lo demás, incluso la falta de pasión o los retrasos.

Esperó quince minutos hasta que lo vio aparecer con zapatos negros lustrados, pantalón de vestir y camisa azul. Se viste bien: punto a favor.

—Hola —lo saludó sonriente.

Él se aproximó a ella sin devolverle la sonrisa.

—Hola —murmuró al tiempo que la besaba en la mejilla.

Malena supo al instante que era muy tímido, más que en las clases, donde podía hablar siempre de lo mismo y sentirse seguro ante la ausencia de desafíos. Punto en contra para mi libido, pero a favor para mi hija, pensó. Según su parecer, los hombres tímidos solían ser más bondadosos, porque valoraban que una mujer independiente como ella les llevara el apunte.

—¿Espiamos un poco el menú antes de entrar? —ofreció él, y se aproximó a la vitrina en la que se exhibía la lista de comidas.

Malena supo el momento exacto en el que Eduardo cambiaba de parecer acerca del restaurante, porque sus ojos se abrieron como platos.

—¿Qué te parece si mejor caminamos hasta otro lado? Lo que hay acá no me gusta —argumentó.

Malena dudó un momento, pero acabó aceptando. Se arrepintió: jamás pensó que la haría caminar hasta la otra punta de Puerto Madero en tacos altos y a merced de la fresca brisa nocturna. De haber sabido, le habría ofrecido ir en su auto. Diez puntos en contra por no atender mis necesidades, pensó, pero aún era soportable. Podía caminar kilómetros con tacones de aguja si el hombre era un buen ejemplo para Valentina.

Lo peor fue constatar una sospecha que la había abrumado desde que Eduardo había propuesto cambiar de restaurante: se había espantado de los precios en relación con la comida, porque en cuanto llegaron a la puerta de un tenedor libre, se detuvo contento.

—¡Este lugar sí que se ve bueno! —exclamó—. ¿Entramos?

Malena asintió con una sonrisa tensa. No le gusta gastar, punto en contra para todo. O quizás no puede… no se juzga a la gente por la billetera, volvió a cavilar.

No habían cruzado palabra en todo el trayecto a pie hasta el restaurante, ni lo hicieron en la mesa hasta que el mozo les alcanzó la lista de bebidas y él ordenó una Coca-Cola. Al parecer no habrá vino, pensó Malena. Qué bien, no toma, punto a favor como padrastro, aunque de seductor no tenga ni un pelo.

—Así que sos dentista —decidió hablar ella ante el incómodo silencio que le imponía Eduardo.

—Odontólogo —corrigió él. Malena sonrió.

—Perdón, odontólogo —dijo, aunque no entendiera la diferencia.

—Sí —contó el hombre—. Mamá me ayudó a instalar el consultorio y ahora es mi secretaria.

«Mamá»… Humm… Punto en contra para mi deseo, pero a favor para mi hija: le gusta la familia.

—Ah… —balbuceó.

Al mismo tiempo sonrió, pensando que estaba bien que Eduardo valorase a su madre, pero alerta por el hecho de que la mujer le había montado el consultorio. ¿Dónde quedaban la ambición y la lucha por obtener lo propio? Ella misma había iniciado su librería en un local muy pequeño alquilado en una galería, y había terminado en un negocio propio, en la peatonal de Lomas de Zamora.

—Pobre mamá, hoy la dejé plantada —siguió contando él con mirada ausente—. Miramos una película distinta cada sábado.

—¿La visitás los sábados? —preguntó Malena con interés. Ella no tenía días en particular para visitar a sus padres, pero entendía que los demás llevaran una agenda más organizada.

—Vivimos juntos.

Malena se atragantó.

Oh, Dios, no permitas que baje tantos puntos de golpe. Que un hombre viva con la madre a los cuarenta años no es negativo, solo es… antilibido. Dale una oportunidad. Todavía la merece, no hizo nada malo.

Sonrió con paciencia.

—Qué bien —mintió. No sabía qué decir—. ¿Y hace mucho que tenés el consultorio propio?

—Hasta hace seis meses trabajaba para otros; ahora, para mí.

Malena pensó que independizarse laboralmente era bueno, excepto por el tiempo que le había llevado hacerlo. Eduardo no se había abierto camino sin ayuda de su madre, lo cual, si él no tenía vicios que le consumieran el dinero, se traducía en un solo resultado: no le gustaba el trabajo. Solo así se explicaba que no hubiera iniciado un negocio por sí mismo y que siempre, de una u otra manera, dependiera de otros. Había cosas que se conocían por instinto, y eso lo sabía con certeza asombrosa.

Suspiró, incapaz de seguir luchando contra su alarma anticitas desastrosas, que en ese momento estaba al rojo vivo. Quería quedarse porque Eduardo había pasado el examen de buena persona, y posiblemente pasara también el de buen padrastro, pero sus deseos eran traicioneros y destrozaban su voluntad de madre.

Siguió adelante con la cita, solo por no ser descortés. Eduardo se sirvió carne tres veces y pidió dos Coca-Colas más antes de ir por el postre. Entonces contó lo más desagradable de toda la velada:

—Colecciono muchas cosas: autitos de juguete, muñequitos de porcelana, mates… Pero mi colección preferida son dientes con formas extrañas. Los dientes son fascinantes —y siguió detallando las piezas más preciadas de su inventario.

Para entonces, Malena solo quería salir corriendo. ¿Qué estoy haciendo acá?, se preguntaba mientras escuchaba el relato con la boca entreabierta, sin poder creer que seguía sentada e inmóvil, imaginando dientes.

Acabaron despidiéndose una hora después. Él no se ofreció a acompañarla hasta su auto, y Malena tampoco quería que lo hiciera. Se acercó para darle un beso en la mejilla muy rápido, apresurada por huir.

—Nos vemos en la clase —la saludó él.

Ella sonrió en gesto de asentimiento, pero era evidente que el tango tendría que quedar en el olvido. Rumbo a su auto, se lamentó más porque no podría volver a la clase que por haber desperdiciado la noche y una nueva ilusión, quizás porque en realidad nunca se había permitido ilusionarse del todo con Eduardo. No podía regresar a donde el odontólogo pudiera insistirle para seguir viéndose, se habría sentido incómoda de solo recordar que había aceptado una primera cita con él. Tendría que resignar el baile.

Pasó por la casa de su madre a la una de la madrugada. Esther la esperaba cubierta con su salto de cama gris, con el entusiasmo de las madres cuyas hijas todavía van a la secundaria.

—¡¿Cómo te fue?! —le preguntó en la cocina, mientras llenaba la pava eléctrica para cebar mate.

Malena no tenía ganas de contar lo pésima que había resultado la cita, mucho menos a una madre que pensaba que tenía que casarse con cuanto hombre la invitara a salir.

—¿Por qué viniste tan temprano? —siguió interrogando Esther—. ¿No te llevó a otro lado?

Le guiñó el ojo, y Malena se horrorizó de solo imaginarse en una cama con Eduardo y, por añadidura, también con la madre que le había montado el consultorio y con la colección de dientes. Además, que Esther se fingiera moderna con insinuaciones íntimas cuando en realidad solo deseaba verla otra vez vestida de novia, la hacía sentir incómoda. Se notaba que no entendía nada del tipo de relaciones que ella buscaba: si bien no pensaba en casarse de nuevo, tampoco quería tener sexo en una primera cita. No creía pedir tanto, sin embargo, lo que ansiaba parecía cada vez más lejano. ¿Cómo puede ser tan difícil encontrar lo que busco?, se preguntaba con pena.

—¿En dónde cenaron? —siguió preguntando Esther.

Malena decidió responder, o el interrogatorio nunca acabaría.

—Cenamos en un tenedor libre y, la verdad, es un buen hombre, pero no es el hombre para mí —se sinceró, sin contar detalles.

Esther se cruzó de brazos, entrecerrando los ojos. Malena conocía ese gesto, era el preámbulo a un juicio de valor.

—Quizás sos demasiado exigente —determinó. Malena rio.

—¿Pedir que un tipo no coleccione dientes es pedir mucho? —preguntó.

—¿Colecciona dientes? —interrogó Esther, sorprendida. Malena asintió.

—Decime, ¿hace cuánto que estás casada con papá? —preguntó.

—Treinta y ocho años —contestó Esther. Su hija sonrió, comprensiva.

—Creeme, mamá, en todo ese tiempo los hombres se fueron deteriorando. El hombre de calidad es hoy una especie en extinción; el príncipe azul se fue destiñendo, y ahora solo quedan sapos.

—Pero quizás algún sapo se convierta en príncipe —trató de consolarla su madre. Malena volvió a sonreír, apenada.

—A mí no me gusta besar sapos para ver qué pasa.

El lunes repitió la misma frase a Pía, una de sus empleadas de la librería, cuando le contó el fracaso que había vivido con Eduardo.

—Si vas así por la vida, nunca vas a conocer a nadie que valga la pena —defendió la joven—. Para saber cómo es un hombre en el fondo, primero hay que soportar su teatro.

—¡Eso ya lo sé! —exclamó Malena, molesta—. Pero de verdad, con una mano en el corazón, decime si tendrías una segunda cita con un dentista de cuarenta años que vive con la madre y colecciona dientes —Pía se mordió el labio—. ¡Sé honesta!

—No —acabó respondiendo la chica con una mueca de disgusto—. Lo de los dientes es un asco, y lo de la madre… mejor ni hablar.

Malena suspiró.

—¿Lo ves? —replicó—. Todo lo que pido es un buen hombre, alguien que pueda presentar a mi hija, pero solo quedan sapos.

—Quizás ese sea el error —soltó Pía de pronto—. Dejá de buscar un padre para tu hija y empezá a buscar un novio para vos.

Malena rio.

—Soy pésima para elegir novios, espero ser mejor eligiendo padrastro. Y si no, prefiero estar sola.

—¡Qué locura! —exclamó Pía—. ¿Sabés lo que tendrías que hacer? Conseguirte un buen psicólogo. Seguro te ayudaría a entender que merecés algo mejor que lo que buscás.

La conversación terminó cuando una clienta se acercó a la caja registradora. Malena la recibió con una sonrisa. La mujer, en cambio, suspiró de mala gana y asentó un libro de tapa blanca, negra y roja sobre el mostrador.

—Esta novela que me recomendaste es una porquería —se quejó—. Ni siquiera entiendo cómo el protagonista llegó a donde conoció a la chica, es un desastre.

Malena enarcó las cejas, tratando de ocultar su molestia. La novela que esa mujer se había llevado le había gustado al noventa y nueve por ciento de sus clientas, pero, como siempre, Gladys tenía que dar la nota. Revisó el libro recorriendo las hojas al pasar, y al notar que se hallaba intacto, resolvió:

—Cambiala por otra. Elegí la que quieras —señaló la mesa de novelas románticas, que era lo que buscaba la señora.

Gladys se volvió satisfecha, y ella continuó mirando las novedades escolares de una editorial en la computadora.

—Yo creo que lo hace para leer gratis —le comentó al oído Virginia, su otra empleada, mirando a Gladys.

—No lo creo —respondió Malena—. Si quisiera leer gratis, descargaría un archivo, si es que sabe hacerlo. Yo creo que es jodida.

Virginia se encogió de hombros y Malena continuó con su trabajo. Cada tanto se acordaba de su cita fallida del sábado y se preguntaba una y otra vez por qué es tan difícil encontrar lo que se busca. Quizás Pía tenía razón y la ayuda de un psicólogo le vendría bien para sentirse mejor. Así fue como, tentada por la facilidad que brinda Internet, comenzó a investigar sobre terapias psicológicas a través de Google.

***

Sebastián alzó la cabeza en cuanto resonaron tres golpes a la puerta. Desde hacía un año, el escritorio negro de su oficina desbordaba de papeles, y aunque las cortinas oscuras de la ventana estaban abiertas, no facilitaban la entrada del sol. Reinaba en el ambiente un agradable aroma a pulcritud, la misma de su traje, sus zapatos negros y la existencia ordenada que se obligaba a mantener dentro de una empresa que lo había enterrado vivo.

—Adelante —dijo.

Uno de sus vendedores asomó la cabeza.

—Llegó tu amigo —le dijo.

—Hacelo pasar, por favor —respondió Sebastián, cerrando la carpeta con los balances que hasta ese momento había estado revisando.

Esperó cruzado de brazos el tiempo que Daniel tardó en subir las escaleras. Estaba ansioso por conocer el motivo que lo había llevado a pedirle una cita en su despacho. Lo había llamado esa misma mañana, negándose a dar datos por teléfono, lo cual lo había llevado a pensar que Brenda podía estar embarazada y le pedirían que fuera el padrino del bebé.

Relegó ese pensamiento en cuanto Daniel cruzó la puerta con su buen humor habitual.

—¡Bueeenas! —exclamó, aproximándose al escritorio.

Sebastián se puso de pie y se abrazaron, como cada vez que se veían. Después, cada uno ocupó un asiento. Sebastián le ofreció un café, pero Daniel lo rechazó.

—¿Cómo está Elías? —preguntó.

—Está bien —respondió Sebastián sin entrar en detalles.

—¿Y Vanesa? —siguió preguntando Daniel—. Seguís con ella, ¿no? —Sebastián asintió sin demasiado entusiasmo, pero su amigo no lo notó—. ¡Qué bien! —exclamó—. Al fin una novia que te dura más de dos semanas —bromeó.

Sebastián sonrió. No entraría en detalles acerca de una mujer que en realidad no le interesaba.

—¿Qué te trae por acá? —preguntó.

Daniel sonrió. Había orgullo en su mirada, por eso Sebastián pensó que había adivinado su notición.

—Brenda y yo queremos comprar un auto —soltó de pronto, y la apuesta inconsciente de Sebastián se derrumbó—. ¡¿Y qué mejor que comprárselo a nuestro mejor amigo?! —siguió diciendo Daniel con una alegría que a Sebastián le costó demostrar, aunque después de un instante lo consiguió.

—¡Genial! —exclamó—. ¿Ya pensaron en algún modelo?

—Depende del costo.

—Por eso no te preocupes, pienso descontarte la parte que corresponde a la agencia y puedo armarte un plan de pagos para que…

—No, no, no —lo interrumpió Daniel, alzando una mano—. Justamente dudamos con Brenda acerca de comprarte el coche a vos porque sabíamos que ibas a tratar de hacernos descuentos, pero no queremos eso. Podemos pagar un auto de precio intermedio en las cuotas que pagaría cualquier persona, en serio, y no queremos descuentos. Ese es el trato, o le compro a tu competencia.

Sebastián rio cabizbajo.

—La verdad, entre el 207 Compact, el 208 y el 308 no hay tanta diferencia, pero si nos vamos a un 408 o superior, el precio cambia. Si querés mi opinión, el 308 me parece un auto juvenil, bueno y en precio. No creo que les haga falta más. No querrán parecer un matrimonio que lleva cincuenta años de casados, ¿no? —bromeó.

—Estuvimos viendo modelos por Internet, y todos los Peugeot nos encantan, así que confiamos en vos.

—¿Damos una vuelta en el 308? —ofreció.

Su amigo aceptó con entusiasmo.

Sebastián recogió las llaves del coche de prueba y bajaron las escaleras. Se las arrojó a su amigo una vez junto al auto y se metió del lado del acompañante. No prestó atención a la salida, confiaba en Daniel y, además, estaba atento a su teléfono celular.

«¿Nos vemos esta noche, bombón?», le había escrito Vanesa. Era lunes y estaba cansado, pero no quería fallarle.

«Hola, Vane. Te paso a buscar a las nueve. Cuidate», respondió.

«¿No puede ser a las ocho? Primero quiero pasar por el shopping a buscar un par de zapatos que me gustaron y dejé encargados», contestó Vanesa.

—Qué ocupado —bromeó Daniel.

Sebastián lo miró un momento y sonrió.

«A las ocho, entonces», contestó.

—¿Te gusta el auto? —preguntó a continuación—. ¿Sentís la aceleración? 10.9 en un vehículo de esta envergadura es muy bueno.

—Sí, me encanta —respondió Daniel, acariciando el volante. En comparación con su viejo Gol modelo 98, un 308 era una máquina sin igual.

Volvieron a la agencia veinte minutos después. Sebastián elaboró el plan de pagos, y aunque insistió en que Daniel aceptara el descuento, tuvo que evitarlo si quería concretar la venta. Le agregaría accesorios al vehículo por su cuenta sin que su amigo pudiera protestar.

A las ocho estuvo en la puerta del edificio donde vivía Vanesa. La llamó por teléfono desde el auto y ella bajó a su encuentro muy rápido. Se había puesto un vestido azul escotado, un chal blanco y sandalias de tacón. Llegó sonriendo con sus labios pintados de rojo y la mirada chispeante que la caracterizaba, esa que a él lo hacía pensar que le gustaba rodearse de gente vivaz porque extrañaba su propia vitalidad.

—Hola, lindo —dijo, y le atrapó la cara entre las manos para besarlo—. ¿Por qué venís siempre en este autito? —preguntó refiriéndose a su 208.

—¿Cómo estás? —le preguntó él sin responder su reclamo. No le hacía falta un auto de lujo si el que tenía era bueno y cubría sus necesidades—. ¿A qué shopping vamos?

Vanesa sonrió. Llevaba su largo cabello rubio lacio suelto y un rubor sutil cubría sus mejillas aterciopeladas. Su vestido estrecho marcaba sus curvas y sus tacos la hacían todavía más alta de lo que era por naturaleza. Era bella, pero esa noche en particular lucía todavía más hermosa. Quizás se debía a que sus ojos resaltaban por el tono del vestido y a que ir de compras siempre la animaba.

Dijo el shopping al que debían dirigirse y después siguió hablando de su semana. Se dedicaba a la administración del restaurante de su padre y siempre tenía anécdotas que contar al respecto.

Llegaron al centro comercial, y si bien Vanesa se detuvo a mirar algunas vidrieras, solo entró a la zapatería donde había hecho el encargo. Comenzó a hurgar en su cartera en cuanto le alcanzaron la bolsa, pero Sebastián se adelantó y extendió su tarjeta de crédito en lugar de ella.

—¡¿Me los vas a regalar?! —exclamó, entusiasmada, como si Sebastián no se hubiera dado cuenta de que se fingía sorprendida. Ya sabía que él le iba a regalar los zapatos, porque era muy gentil.

Caminaban rumbo a la salida del shopping cuando Vanesa se detuvo frente a una joyería.

—¡Qué divina esa gargantilla! —exclamó.

Sebastián la abrazó por la espalda y la besó en el cuello. Podía comprarle determinados zapatos y algunas marcas de ropa, pero no compraría joyas.

—No me gustan las piedras preciosas —le recordó, susurrándole las palabras al oído.

Su respiración erizó la piel de Vanesa. Ella cerró los ojos y se meció con el placer de su contacto.

—Ni las pieles, ni el cuero, ni ciertas marcas de ropa… ¡ni siquiera usar otro auto! —enumeró. Después giró en brazos de Sebastián y apoyó las manos sobre sus hombros—. Sos muy raro —le dijo antes de darle un rápido beso en la boca.

Sebastián respondió con una sonrisa carente de entusiasmo. No tenía sentido contar a Vanesa todo lo que se escondía tras las pieles, las joyas y hasta los autos.

Después del shopping, fueron a un restaurante y más tarde, al departamento de él. A Vanesa no le gustaba ir allí: sabía que ese sencillo semipiso de Barracas ubicado en la Avenida Montes de Oca, no podía ser el hogar real del dueño de una cadena de concesionarias. El lugar se hallaba limpio; él guardaba algunas prendas de vestir y siempre había comida, bebida y elementos de higiene masculina, lo cual evidenciaba que solía pasar tiempo ahí, pero aun así se percibía en el aire que el departamento estaba deshabitado.

En conjunto con esas apreciaciones, Vanesa pensaba que, si Sebastián no la llevaba a su verdadera casa, era porque debía esconder algo, y ese algo solo podía ser una esposa. Él le había dicho que era soltero, pero para ella, era casado. Si seguía a su lado era porque jamás había conocido a un hombre tan atractivo, bueno y generoso. Sebastián era perfecto: buen amante, buen hombre, buen amigo; y por ley de la vida los hombres perfectos siempre están ocupados.

Como muestra de que era ideal, mientras ella se sentaba en el sillón, se descalzaba y alzaba los pies sobre el sintético negro, le sirvió una copa de vino tinto y le acarició los hombros. Había conocido a muy pocos hombres que se dedicaran a atender tanto y tan bien a una mujer, otra de las razones que la mantenían cerca de él sin importarle que le mintiera acerca de su estado civil.

Un gran placer la inundó en cuanto Sebastián deslizó las manos por sus brazos hasta tocarle los dedos y luego subió a su cuello. Él la vio cerrar los ojos y sonrió al comprobar que la hacía sentir bien. Le erizó la piel con otro paseo por sus brazos, pero la vibración de su celular en el bolsillo del saco lo distrajo.

Vanesa se dio cuenta de que Sebastián se había apartado del momento, por eso giró la cabeza para mirarlo. Indagó en silencio qué pasaba, pero él no le explicó nada. Dio unos pasos atrás hasta llegar a una ventana y extrajo el teléfono del bolsillo. Al ver el nombre en la pantalla, atendió sin demora.

—Hola —dijo. Nadie contestó—. ¡Hola! —repitió, pero solo se oían murmullos indescifrables y ruidos. Luego, silencio.

El llamado se cortó y él se quedó mirando el aparato. Elías nunca lo llamaba; debía de hallarse en una emergencia para que intentara comunicarse una noche de lunes. Hacía tiempo que esperaba el día en que su hermano por fin aceptara que lo necesitaba, y se sintió reconfortado porque hubiera llegado. Sin embargo, la preocupación por la emergencia que había suscitado el acercamiento prevaleció. Para que Elías hubiera admitido que lo necesitaba, debía de ocurrirle algo muy serio.

Se disculpó con Vanesa y se ocultó en la habitación para devolver el llamado. Marcó varias veces, pero en ninguna ocasión obtuvo respuesta. No quería asustarse, pero lo hacía. Odiaba vivir una vida impuesta, y aunque intentaba por todos los medios dejar de sentirse atrapado por ella, en ese momento sus redes lo envolvieron sin remedio. Tenía que volver a la casa del country con urgencia.

Salió del cuarto y se acercó a Vanesa. Ella todavía lo esperaba en el sillón, haciendo suposiciones erróneas acerca de lo que sucedía. Lo miró y en sus ojos ardió una llama de intriga mezclada con celos. Sebastián sabía lo que pensaba: que acababa de llamarlo su esposa y, como sucedía con todas las mujeres con las que salía desde hacía un año, dejó que lo creyera. Era mejor de esa manera.

—Perdoname, Vane, pero me tengo que ir —anunció.

Vanesa pestañeó, inconforme, pero no objetó nada ni esperó explicaciones. Se puso de pie, recogió sus objetos personales y se dirigió a la puerta con un silencioso gesto de disconformidad plasmado en el rostro. Sebastián se sintió mal por eso, pero juzgó mejor seguir como hasta ese momento, conservando su vida pasada y su nueva realidad en secreto.