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Después de llevar a Vanesa a su casa, volvió a probar comunicarse con Elías mientras conducía, pero tampoco obtuvo respuesta. Así, su preocupación creció al punto de que comenzó a sentirse culpable, ya no por los sentimientos que había provocado en Vanesa, sino por lo que podía haberle ocurrido a su hermano. Por escapar de una realidad que no deseaba, lo había descuidado: aunque Elías no se dejara querer, era su responsabilidad protegerlo, y si lo hacía tan mal era porque en realidad dejaba todo por él mientras sufría por tener que hacerlo.

Entró al country de Hudson y recorrió las angostas calles excediendo la velocidad permitida, al punto que un encargado de seguridad que recorría el perímetro con su carrito le hizo un guiño de luces para que desacelerara. Obedeció solo hasta que lo perdió de vista y entonces volvió a andar rápido hasta llegar a su casa.

—¡Elías! —llamó desde la entrada.

Arrojó las llaves sobre un sofá y corrió a las escaleras. Las subió de dos en dos y atravesó el pasillo hasta la única puerta que se diferenciaba de las otras. Todas eran de madera clara lustrada, en cambio la del fondo había sido pintada de negro y colgaba de ella una bandera al tono con el símbolo de la anarquía. Brillaba en la oscuridad, como recordatorio de la libertad que ya no le pertenecía.

—¡Elías! —exclamó al tiempo que golpeaba.

Intentó abrir pero, como de costumbre, el cuarto estaba cerrado con llave. Espió por la cerradura sintiéndose un idiota, pero solo consiguió divisar lo habitual: la ventana y una pequeña porción de pared escrita con aerosol.

Bajó al living y tomó el teléfono inalámbrico. Marcó el número de la mesa de entradas y habló con el agente de seguridad encargado. Le preguntó si había visto a su hermano. El hombre manifestó que habían cambiado el turno hacía dos horas y que en ese tiempo no se había cruzado con el chico.

Cortó, se dejó caer en el sillón de color crema, muy cerca del apoyabrazos de madera clara, y observó alrededor. Buscaba pistas que le sirvieran como indicio de lo que le podía estar ocurriendo a Elías. Debió saber que no hallaría respuestas en la chimenea llena de trofeos de golf, ni en las fotos que decoraban las paredes: sus padres en una fiesta, él sobre un caballo de carreras, Elías todavía bebé en brazos de una de sus abuelas, ya fallecida.

Volvió a intentar comunicarse al celular de su hermano, pero en esa oportunidad una voz le anunció que se hallaba apagado o fuera del área de cobertura. Cortó dejando escapar una maldición; jamás se había sentido tan preocupado.

Pasó las peores dos horas de su vida, lleno de culpa y miedo. Eran las dos de la madrugada, debía trabajar por la mañana y no tenía idea de dónde hallar a Elías. Pensó posibilidades hasta que, cerca de las tres, oyó la puerta.

Después de haber creído lo peor durante horas, se puso de pie solo con la esperanza de hallar bien a su hermano. Se dio vuelta y lo vio estático en la penumbra, sin duda sorprendido por su presencia. Lo estudió un momento en busca de señales de emergencia, pero solo halló lo que se había tornado una costumbre: zapatillas de lona, un jean roto, una remera de rock, el cabello despeinado y los ojos marrones cargados de resentimiento. Pulseras en las muñecas, una cadena en un bolsillo y la desfachatez de volver a casa un martes a las tres de la madrugada.

—¿Qué te pasó? —le preguntó para darle el beneficio de la duda.

—Nada, ¿por? —respondió Elías, encogiéndose de hombros—. No molestes.

Sebastián sintió que estallaba de rabia, pero aun así siguió otorgando a su hermano la oportunidad de dar explicaciones.

—Me llamaste hace unas horas —le recordó buscando su celular en el sillón.

—¿Yo? —se burló Elías—. ¡Estás loco! ¿Para qué te llamaría?

Una vez que encontró el teléfono, recuperó la llamada y se la mostró. Elías la observó con indiferencia y pretendió ir hacia las escaleras, pero Sebastián se interpuso en su camino.

—¡Lo estás viendo! —reclamó con el móvil en alto—. ¡Me llamaste!

—¿Y qué? —replicó Elías—. Le presté el celular a una amiga, seguro se puso a jugar y te llamó. ¿Tanto escándalo por eso?

—¡Pensé que te había pasado algo! —reclamó Sebastián. El alivio porque Elías se hallaba bien y la indignación por sus faltas de respeto luchaban en su interior—. Justamente porque nunca me llamás, pensé que lo hacías porque me necesitabas. Deberías ser más responsable con tus cosas y no dárselas a cualquiera para… jugar —le costaba pronunciar el verbo.

Mientras él hablaba, Elías hacía muecas con la boca.

—¿Terminaste? —preguntó, fanfarrón—. Dejame pasar, estoy cansado.

—¡¿Vos estás cansado?! —bramó Sebastián, enojado—. Cansado estoy yo, que trabajo todo el día de algo que no me gusta solo por vos.

—Por lo menos ya no andás entre las vacas —replicó Elías entre risas.

—Sería más feliz entre las vacas que al lado tuyo —contestó el hermano mayor, incapaz de contenerse—. ¿Un internado, eso es lo que querés? Ya escuchaste a la asistente social, soy yo o un orfanato.

—¡Uy, qué miedo! —se burló Elías, y comenzó a reír como un idiota.

—¿Sos estúpido? —lanzó Sebastián con el ceño fruncido. No podía creer que esas fueran las respuestas de un chico de diecisiete años—. ¿Pago una fortuna a la escuela del country para que hables como un nene de tres años?

Blah, blah, blah —contestó Elías, esquivándolo, y subió las escaleras.

Sebastián se quedó de pie, mirando la puerta de entrada. Apretó los puños, tratando de controlar su enojo: en ese momento, solo podía pensar que Elías le había arruinado la vida. Por un instante lo odió tanto que le pareció que jamás podría volver a sentir amor, pero enseguida recordó que lo que más odiaba en realidad era saber que, a pesar de todo, jamás podría dejar de amarlo.

Eran las tres y diez de la madrugada, pero se le había ido el sueño y además, aunque quisiera, no podría dormir. Necesitaba algo que lo relajara, así que salió al jardín. Cualquier hombre en su situación habría encendido un cigarrillo o bebido un trago, pero él se quitó el saco, se arremangó la camisa y se arrojó de espaldas sobre el césped que circundaba la pileta de natación.

—Pity —llamó.

No hizo falta más para que su perro abandonara la casita de techo azul y se lanzara a correr hacia él con desesperación. Fue tan real su cariño que lo hizo sonreír. El animal no era más que un perro mediano, marrón y sin raza, que había rescatado de un grupo de chicos que lo estaban lastimando, pero podía entrar en sus sentimientos y vencer su mal humor.

Pity le lamió la mano con que lo acariciaba y Sebastián lo hizo recostarse sobre su pecho. Cuando consiguió tranquilizarlo, siguió acariciándolo mientras le hablaba.

—Decime, Pity, ¿qué harías si uno de tus hijos saliera descarriado? —preguntó para autorresponderse—: Ya sé, algunos animales se lo comerían al nacer, pero yo no puedo hacer eso porque es mi hermano. Ni aunque fuera mi hijo podría comérmelo, seguro es muy ácido —bromeó.

Pity alzó la cabeza, lo observó con sus ojos marrones muy abiertos e intentó lamerlo de nuevo, esta vez en la cara. Sebastián se apartó justo a tiempo, sonrió y le revolvió las orejas caídas. Sabía muy bien que su perro no estaba razonando lo que le decía, pero aun así se sentía como la única compañía verdadera que había tenido en ese largo año. Su perro estaba siempre ahí cuando lo necesitaba, era el único que podía devolverle la esperanza y el buen ánimo, el único con el que podía sincerarse por completo sin ser juzgado. Solo que no era humano, y como él jamás podría prescindir de las personas, continuaba añorando algo.

De pronto, como si de un salvavidas se tratase, llegó a su mente un recuerdo: ella sonreía, ella le besaba la espalda, ella temblaba de frío y él deseó abrazarla.

Pasó otro rato con Pity, recordando el pasado, hasta que su corazón dejó de latir como si quisiera ser libre de nuevo.

Entonces supo que podría dormir.

***

—¡Male! —exclamó Pía junto al mostrador.

Malena, que en ese momento leía mails en la computadora, saltó del susto.

—Te mando a ese —susurró la empleada, señalando hacia atrás con el pulgar, y se alejó sin darle tiempo a responder.

Malena suspiró, resignada a que sus empleadas le buscaran novio. Miró al candidato solo por obligación, pero esa vez se sorprendió de que un hombre atractivo e interesante hubiera entrado a su negocio. Era rubio, alto, y vestía un traje, señal de que posiblemente tenía trabajo. Lo vio hablar con su empleada y sonrió cuando él se aproximó al mostrador. Detrás de la espalda masculina, Pía le alzó los pulgares con una sonrisa enorme.

—Hola —saludó el hombre—. Esa chica de allá me dijo que podías ayudarme a elegir un libro.

—Haré lo posible —respondió Malena—. ¿Qué tipo de libro estás buscando?

—No sé, una historia con misterio, crímenes… algo por el estilo.

—Creo que tengo el libro perfecto para vos —aseguró Malena, sonriente.

Salió de detrás del mostrador y se aproximó a una estantería. Ella no lo vio, pero a partir de ese momento, el cliente reparó realmente en ella. Se fijó en sus piernas largas y en su cintura estrecha. Como llevaba puesto un jean ajustado y una remera caída de hombros, cuando se puso en puntas de pie para alcanzar el libro, el pantalón se bajó y la remera se levantó, de modo que parte de la piel quedó expuesta. Con la excusa de ayudarla, él se aproximó para estar más cerca. Al sentir su presencia, Malena quitó la mano del lomo del libro y asentó de golpe todo el pie en el piso. Acababa de sentir una electricidad que le recorría el cuerpo, y esa señal siempre era peligrosa.

—¿Es este? —preguntó el cliente alzando el brazo, con sus ojos verdes prendados de los de ella. Malena asintió en silencio. El hombre se apoderó del volumen y leyó el título—. Suena interesante —juzgó a simple vista.

—Es un policial con algo de novela psicológica —comentó Malena y después regresó a la seguridad que le brindaba estar del otro lado del mostrador. El cliente caminó hacia allí detrás de ella mientras leía la sinopsis de contratapa—. Un psicópata dice a tres mujeres que va a matarlas —resumió Malena. Los ojos verdes la miraron con seductora intriga—. Las acosa, se convierte en su pesadilla —siguió contando Malena, dejándose seducir por la mirada—. Y como soy muy buena recomendando libros, si te gusta, tenés que volver a mi librería.

El hombre rio y le entregó el libro para que se lo cobrara.

—¿A todos les pedís lo mismo? —preguntó.

—Así hice mi clientela —contestó ella, simpática.

—¿Y si no me gusta?

—Podés volver a cambiarlo, pero de una u otra manera, todos vuelven a mi librería.

Mientras preparaba el libro con una calcomanía del negocio, una bolsa y un señalador, pensó en lo que estaba haciendo y creyó que quizás, por una vez, pudieran confluir madre y mujer. El cliente le gustaba y, además, a juzgar por su apariencia, podía llenar las dos casillas más importantes para ese momento de su vida: que tuviera pasta de padre y que fuera una buena persona, con todo lo que ello implica.

—Son ciento ochenta y nueve pesos —dijo.

El cliente extendió dos dedos y entre ellos una tarjeta de crédito, su documento de identidad y una tarjeta personal.

—Por si estás libre alguna noche —aclaró.

El corazón de Malena saltó. Miró hacia abajo y sonrió. El documento declaraba que ese hombre tan atractivo se llamaba Hernán Silva y que tenía treinta y cuatro años; uno menos que ella.

Guardó la tarjeta personal y pasó la de crédito por el posnet. Luego le devolvió todo, junto con el comprobante y la birome para que lo firmara.

—¿Qué te parece cuando termines de leer el libro? —le preguntó mientras él firmaba.

Hernán alzó los ojos y sonrió.

—Trato hecho —anunció antes de darse la vuelta y salir del local.

Ni bien él atravesó la puerta, Pía corrió hacia Malena.

—¿No estaba buenísimo? —preguntó. Malena rio.

Todavía pensando en el cliente, bajó la mirada y por casualidad se encontró con el reloj de la computadora. Eran las tres y media, y tenía que llegar a Capital Federal a las cuatro y diez.

—¡La consulta! —exclamó, y enseguida recogió su cartera y un saquito de hilo de una banqueta.

—¿Qué consulta? —interrogó Pía, confundida.

—Hice lo que me recomendaste, pedí turno con una psicóloga —respondió Malena, tomando las llaves del auto. Luego caminó hacia la puerta, desde donde volvió a hablar—. Seguro vuelvo para cerrar —anunció, y corrió al coche.

Condujo tan rápido como el tránsito se lo permitió. Estuvo a punto de llamar al centro de atención psicológica dos veces, pero desistió pensando que si se esforzaba, podía llegar a tiempo.

Cuando arribó a la dirección correcta, entró en un garaje pago y cruzó la calle hacia los consultorios. Se trataba de un edificio de oficinas bastante moderno, de metal y vidrios oscuros. Tocó el timbre del cuarto B y una recepcionista le preguntó su nombre. Eran las cuatro en punto.

—Malena Duarte. Tengo turno con la licenciada Ferrando —contestó. Le abrieron enseguida.

Al llegar al piso correcto, buscó el departamento y tocó el timbre. La recibió una chica muy joven, con la sonrisa y los aros más grandes del mundo.

—Son doscientos cincuenta pesos —dijo la joven. Malena hurgó en la cartera y pagó—. ¿Necesita factura? —Malena negó con la cabeza. La empleada sonrió de nuevo—. Puede sentarse en la sala de espera, la licenciada la va a llamar en unos minutos.

Malena agradeció y se dio la vuelta para dirigirse hacia donde la chica había señalado. Solo alcanzó a dar un paso: se le paralizaron las piernas. Sabía que debía avanzar, pero hasta la respiración se le suspendió por un momento.

Había un hombre sentado en la sala de espera. Allí no atendía solo la licenciada Ferrando, así que debía esperar a algún otro psicoanalista. Era el paciente más atractivo del mundo y tenía cara conocida. Pero eso era imposible, ¿de dónde podía conocer ella a alguien como él?

Por suerte sus piernas respondieron antes de que la secretaria se diera cuenta de lo que pasaba, y se ocultó detrás de una columna para espiarlo. Había una mesita ratona de madera negra, un helecho decoraba un rincón del cuarto y por la ventana se filtraba la luz del sol. Uno de sus rayos daba de lleno en el pie del desconocido, que estaba sobre la rodilla contraria. Llevaba zapatos negros y un traje que lo hacía lucir magnífico.

Malena entreabrió los labios, resecos por las sensaciones que experimentaba. Después de repasar las manos y los brazos del sujeto, que se adivinaban anchos debajo del saco y la camisa, llegó a su rostro. Era de piel un poco más oscura que la de ella, tenía un rastro de barba negra, como su cabello, y unos ojos azules enormes. Eran los ojos más lindos que Malena había visto nunca. O quizás los había visto alguna vez, no estaba segura. Solo había conocido a un chico con esos ojos, y tragó con fuerza al pensar que podía tratarse de él.

Un perfume masculino invadía el lugar, lo notó recién cuando su cerebro permitió a su nariz resucitar. Sin duda provenía del hombre, cuya extraña energía se esparcía por el aire y la seducía. Era hermoso, y como todos los hombres hermosos, no reparaba en chicas mundanas. Ni siquiera se había percatado de que ella lo estaba observando, porque no despegaba los dedos de su celular. En ese momento, para colmo, el aparato comenzó a sonar.

La sangre se congeló en las venas de Malena como antes lo habían hecho sus piernas. Esa música… esos acordes eran especiales para ella, y al parecer también para ese hombre. Karma police, de Radiohead. Jamás podría ignorar esa canción, y tampoco Sebastián, porque era de su grupo favorito, al menos a los dieciocho años.

Sebastián… no podía ser él. Siempre había sido un salvaje; el más atractivo del mundo, pero un salvaje al fin, y ese hombre no lucía como un bárbaro, sino como un emperador. Era todo lo que Sebastián jamás hubiera querido ser. Llevaba traje, zapatos y el rostro preocupado de los hombres de negocios. En cambio Sebastián jamás se habría vestido de ese modo ni habría sucumbido al sistema, represor de la humanidad. Ese sujeto del consultorio jamás se involucraría en revoluciones, ni tendría el corazón inmenso de Sebastián, porque no era él. Si compartía algo con aquel chico de su adolescencia era que, según sus deducciones a simple vista, jamás llenaría con un signo positivo la casilla de buen padre, pero le ganaba a todos los demás hombres en atractivo y seducción. Al menos para ella, porque su energía funcionaba como un imán para su deseo.

Durante varios minutos no pudo despegar su atención de él, de sus ojos preciosos, de sus sugestivos labios, de su rostro masculino y duro.

—Sebastián —oyó que llamaba una voz, y otra vez se quedó sin respiración.

Sebastián Araya. Era él. No lo podía creer.

Y el pasado se abatió sobre ella con la fuerza de un dragón.