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Dieciocho años antes.

—Cada año, emprendemos un camino incierto, pero con una meta segura: que nuestros jóvenes hayan aprendido no solo el valor del conocimiento, sino además el valor de la vida…

—Male —la llamó Adriana desde atrás—. Male, ¡pss!

—Es nuestro objetivo para este año que nuestros alumnos aprendan lo valioso del esfuerzo común como persecución de sus metas…

—¡Malena! —volvió a murmurar Adriana.

Malena giró la cabeza con disimulo. Odiaba que le hablaran en momentos de riesgo, no le gustaba que la retaran y jamás desobedecía las reglas.

—¿Qué? —susurró con impaciencia.

—¿Ya lo viste?

—¿A quién?

—Silencio —intervino la voz de la preceptora.

—Autoridades, profesores, padres, alumnos: Bienvenidos al ciclo lectivo mil novecientos noventa y seis.

Los aplausos que siguieron a las palabras de la directora apagaron la voz de las chicas, que conversaban en medio del discurso.

—Al nuevo, el de la cadena en el pantalón —replicó Adriana mientras disimulaba un aplauso sin ganas.

Malena giró la cabeza en busca de lo que su amiga le indicaba y no tardó en encontrarlo. Primero, un par de zapatos negros mezclado entre los de sus compañeros. Después, un pantalón gris y, en el bolsillo, una cadena que se perdía debajo de la remera blanca del uniforme. Siguió avanzando por el torso hasta hallar por último un rostro desconocido hasta ese día. ¡Por Dios!, si tenía los ojos más lindos del mundo, ¿cómo no reparar en él? Además, era más corpulento que sus compañeros, imposible que pasara desapercibido. Le pareció el chico más hermoso que había visto nunca, pero como él ni siquiera reparó en ella, ella también lo ignoró.

—Con esa cadena en un colegio privado, no va a durar dos días —vaticinó, volviendo la cabeza hacia adelante.

El primer día de clases se podían sacar interesantes deducciones de la gente. Para empezar, ese chico se estaba cambiando de escuela en el último año de la secundaria, lo cual indicaba que sin duda tenía dificultades para socializar. Por la cadena en el pantalón, el cabello desprolijo y la expresión amenazante de su cara, se hacía evidente que iba a traer problemas.

—¿Qué apostamos a cuánto dura en el colegio? —propuso Malena.

—Te apuesto un alfajor a que dura un trimestre —dijo Adriana, riendo. Para entonces, los aplausos ya se habían silenciado y ellas susurraban.

—Un trimestre es mucho —discutió Malena—. Te apuesto un alfajor a que dura un mes.

—Chicas, basta, lo digo en serio —reclamó la preceptora. Ambas callaron.

Una vez que dieron permiso para entrar a los salones, el nuevo se sentó solo en el fondo, en la fila de bancos que estaban contra la pared. Malena y Adriana, en cambio, se sentaron adelante de todo. Eran las mejores alumnas, y aunque se llamaban mejores amigas, secretamente competían por ser la abanderada. Hasta el momento, le tocaba un acto a cada una.

Se enteraron de que el nuevo se llamaba Sebastián Javier Araya cuando el primer profesor que tuvieron en el año, que fue el de Matemáticas, llamó a cada uno para relacionar los nombres con sus caras.

—Sebastián a Rayas —bromeó Adriana por lo bajo.

Malena rio.

—¡Señorita! —le llamó la atención el profesor.

Malena se disculpó y no volvió a reír ni a hablar.

Con el correr de las semanas, se podía dejar de deducir y empezar a comprobar. Sucedió entonces que el nuevo, en efecto, resultó ser alguien incapaz de socializar, pero a quien Daniel, el chico que siempre ganaba como mejor compañero del curso, empezó a apreciar. Era el único que se acercaba a Sebastián y el único con el que el nuevo parecía dispuesto a hablar. Sin embargo, Malena perdió la apuesta porque el primer mes de clases pasó sin que el nuevo trajera problemas. Los únicos llamados de atención en su cuaderno de comunicaciones referían a la cadena en el pantalón, las pulseras negras que llevaba en el antebrazo o el cabello desprolijo, rasgos que nunca se molestó en cambiar.

Tras el segundo mes de clases, el nuevo se convirtió en parte del decorado del aula. No participaba en clase, no se destacaba por ser un alumno excelente ni un fracaso escolar. Aprobaba con la nota justa, se mantenía al margen de todo, y si lo retaban por alguna de las causas que figuraban en su cuaderno de comunicaciones, asentía en silencio y se marchaba sin dar respuesta. Para Malena, se convirtió en alguien lindo desperdiciado, en un ser a quien ignorar.

Fue una mañana de mayo cuando esa indiferencia se transformó en odio. Como siempre, ella había preparado la lección de Geografía con una lámina y la perfección que requería ganarse otro diez en su libreta de calificaciones. Exponía en el frente, delante del profesor, sin prestar atención al aburrimiento que expresaban los rostros de sus compañeros, cuando sintió por primera vez la crueldad del novato.

—Es una de las naciones étnicamente más diversas y multiculturales del mundo —comentó respecto del país extranjero que le había tocado exponer. En ese momento, un sonido, como una risa contenida en una garganta, se interpuso en lo que decía, pero lo ignoró—. Eso se debe a los grandes procesos migratorios que afectaron la región; inmigración a gran escala que, a la larga, la convirtió en la nación más poderosa del mundo, con la economía más estable y…

En ese punto, el sonido se transformó en risa abierta, y Malena calló. El maleducado era el nuevo, que la miraba desde el fondo con las piernas estiradas y un brazo sobre el respaldo de la silla de al lado. Como nadie se sentaba con él, estaba vacía.

—¿Algún problema, Araya? —interrogó el profesor.

—Eso que su alumna está diciendo es la doctrina capitalista que usan en los países del primer mundo para entrenar a sus patriotas, y usted no le dice nada —se quejó.

—¿Disculpe?

Sebastián dejó de dirigirse al profesor para ocuparse de Malena Gabriela Duarte, que de pronto se congeló frente al pizarrón, como si su mirada azul la hubiera convertido en hielo.

—Eso que estás diciendo está mal —explicó con voz calmada. Presentía que, de hablar con su tono habitual, la asustaría.

Malena abrió la boca como un pez, preguntándose por qué el nuevo pretendía arruinarle su lección. Si ella nunca se había metido con él, ¿por qué él se la agarraba con ella?

—¡Lo dice el libro de texto! —defendió.

Sebastián sonrió con ironía.

—¿Querés saber cómo algunos países se convirtieron en potencias mundiales? —contraatacó—. ¡Saqueando otros países y matando personas inocentes! —exclamó, ya sin poder controlar su temperamento.

Tal como temía, Malena se asustó. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Araya! —gritó el profesor.

—Leé un poco antes de entrenar más soldaditos —pidió a Malena, señalando a sus compañeros. Aunque no lo parecía, trataba de contenerse—. La Conquista de América, las Guerras Mundiales, la Guerra de Corea, la del Golfo… ¿leíste algo de eso antes de dar tu lección?

—¡Retírese a dirección! —volvió a gritar el profesor.

Sebastián se puso de pie y avanzó, dispuesto a cumplir con la orden. Malena lo miraba aterrada, y aunque una lágrima resbaló de sus ojos y marchó rumbo a su boca, él se detuvo delante de ella y susurró:

—Pensá todo lo que puedas, no creas todo lo que te dicen. Es por tu bien, para que nadie pueda manipularte.

—¡Fuera! —ordenó el profesor, y Sebastián obedeció.

Ese mediodía, Malena salió del colegio más enojada que nunca. Caminaba tan rápido que Adriana apenas podía seguirla.

—Es un idiota —se quejaba, como una máquina—. ¿Quién se cree que es? No es más que un estúpido con un cuerpo bonito que alguien le tiene que destrozar a patadas. ¡Voy a hacerlo yo! Y te juro que le va a doler.

—Pero el profesor igual te puso un diez —acotó Adriana, tratando de mirarla por sobre el hombro.

Muy en lo profundo, habría deseado que la intervención del nuevo arruinara la nota de su amiga para dar ella un paso a la bandera que por el momento la otra le había ganado.

Malena se detuvo y giró sobre los talones para mirarla.

—Me las va a pagar —juró entre dientes—. Lo odio con toda mi alma.

Sin embargo, aunque prometió venganza, sentía tanto miedo del nuevo que todo lo que hacía era alejarse de él. Lo halló algunas veces observándola, pero en cuanto notaba que ella se había dado cuenta, él dejaba de mirar. Creyó que quizás buscaba la oportunidad de arruinarle otra lección, hasta que le tocó pasar al frente otra vez y descubrió que en esos momentos, Sebastián Araya ni siquiera la miraba. Pensó que tal vez lo hacía para no perjudicarla, porque de haberla interrumpido de nuevo le habría provocado terror, pero eso era imposible porque a Sebastián no le importaba nada de ella ni de nadie más que no fuera él mismo. Así lo demostraba al aislarse de todos, menos de Daniel.

—No entiendo cómo estás con él —le recriminó un día mientras daban vueltas por el patio.

Daniel rio, parecía fascinado por Sebastián. Estaba engañado, según Malena y los demás.

—Es un genio —replicó.

—Un genio que pasa raspando todos los exámenes —se burló Adriana.

—Es un salvaje —agregó Malena entre dientes.

Daniel, como de costumbre, siguió riendo al tiempo que el odio de su compañera se intensificaba. Malena no soportaba el eterno silencio del novato, pero tampoco sus largas discusiones con el profesor de Historia o con el de Sociología, otros que también lo detestaban con el alma.

—¿Qué dicen Marx y Engels en la primera parte del Manifiesto Comunista? «El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como cualquier otra, sujeta a todas las fluctuaciones del mercado.» No digo que todo lo que expone Marx sea verdad, pero eso lo es —discutió Sebastián en una clase de Historia.

—Como acabo de explicar —lo interrumpió el profesor, a punto de asesinarlo—, el capital es producido y multiplicado por un complejo sistema económico que…

—¡No! —discutió Sebastián con una risa de fastidio—. El capital es creado y recreado por el obrero.

—Eso suena muy lindo en el Socialismo, pero yo no baso mi clase en Marx y Engels —rugió el profesor.

—Entonces básela en la realidad —replicó Sebastián. En ese punto, Malena miró a Adriana y puso los ojos en blanco. Era insufrible, ¿por qué tan solo no dejaba la clase transcurrir y nada más?, si de todos modos en el examen, si quería aprobar, tendría que responder lo que quería el profesor—. Imagine que todos los trabajadores dejaran de depender de los empleadores y comenzaran a producir para sí mismos con cualquier otro sistema económico. Con el trueque, por ejemplo. ¿Qué pasaría con el dinero? ¿Seguiría siendo capital? ¿Por qué seguiría teniendo valor algo que en realidad no es más que papel? ¡Si se transforma en capital en cuanto es ganancia!

—Ya que le gusta la realidad, dígame: ¿usted a qué grupo pertenece? —replicó el profesor—. ¿Qué es usted?

Sebastián bajó la mirada y volvió a alzarla cuando sintió que podía responder.

—Soy un señor feudal que salió fallado —contestó.

—Entonces imagine que le quitan el derecho a la propiedad privada y que la casa de su padre, su negocio, lo que sea, ya no le pertenecen a usted, sino al Estado. ¿Cómo se sentiría?

Se produjo un instante de silencio.

—Me sentiría liberado —respondió finalmente el alumno problemático—. Créame, yo vi lo que la plata hace con la gente: la transforma en depredadores ambiciosos por tener cada vez más. El dinero nos hace prisioneros del poder.

El profesor sonrió con superioridad.

—A usted le gusta el comunismo porque nunca vivió bajo un régimen así. Vive en democracia y no valora que tiene derecho a renunciar a su propiedad privada si quiere, en cambio otros ni siquiera la conocen.

—A mí no me gusta el comunismo ni estoy en contra de la propiedad privada —aclaró Sebastián, más tranquilo—. Estoy en contra de la explotación del hombre por el hombre.

—¡Muy bien! —exclamó el profesor, enérgico—. ¿Por qué entonces no escribe un libro de poesía con eso? —se adelantó un paso y asentó los puños sobre el banco de Malena, con tanta fuerza, que la chica saltó del susto—. Porque eso es lo que usted plantea, Araya, ¡poesía idealizada! La vida es otra cosa, ya se va a dar cuenta cuando termine la secundaria —se alejó y volvió a la seguridad del escritorio y del libro de texto—. Van a responder las preguntas de la página noventa y cuatro.

Para el día del estudiante, Malena había comenzado una relación con Facundo, un compañero de clases que nunca antes le había gustado. Llevaban dos semanas saliendo cuando otro chico propuso armar una salida grupal a los Bosques de Palermo para los festejos, y todos estuvieron de acuerdo.

Ese día llovió, por eso se debatieron hasta último momento entre ir a los Bosques o no, hasta que decidieron que nada podía opacar la alegría de que estaban en el último año y decidieron encontrarse allí a pesar de todo.

Malena llegó en compañía de Facundo y Adriana, sonriendo y gritando, hasta que divisó a Sebastián sentado debajo de un árbol y toda su alegría se esfumó de golpe.

—¿Quién invitó al salvaje? —interrogó, molesta.

—Lo invité yo —respondió Daniel, y así se ganó la mirada reprobatoria de los demás.

—Si nadie lo quiere, ¿para qué vino? —siguió quejándose Malena. Adriana le dio la razón.

Tal como hacía en el colegio, lo ignoró porque temía ante su presencia. Bailó con Facundo y se divirtió arrojándose bolas de barro con sus compañeras, hasta que una voz interrumpió las risas.

—Conchetitos de escuela privada —gritó alguien con la voz desfigurada.

—¿Qué mirás? —indagó otro, haciendo un gesto con la cabeza. Diego, un compañero de Malena, se señaló sin entender si le hablaban a él o no—. Sí, a vos, tarado. ¿Qué mirás a mi novia?

—¿Quién quiere mirar a tu novia? Si es un aparato, gil —replicó Diego, que no sabía esquivar los problemas.

—Pará —le ordenó una compañera, apretándole el brazo.

—¿Qué te pasa, pelotudo? —lo increpó el que había hablado primero.

Y así, de pronto, la fiesta se convirtió en un campo de batalla.

Diego fue el primero en trenzarse a golpes con el que lo había acusado de mirar a su novia. Por defenderlo, los demás varones también quedaron enredados en la pelea mientras las chicas se arrojaban sobre otras chicas para defender a sus chicos y alguien lanzaba una mochila por el aire. Malena, mientras tanto, era arrastrada bajo la lluvia entre los cuerpos que danzaban en el frenesí de la guerra, hasta que una chica la golpeó en la boca y para defenderse, ella acabó jalándole el pelo hasta revolcarla en el pasto.

—¡La policía! —gritó alguien, y de repente el tumulto se dispersó como hormigas ante un veneno.

Malena intentó correr, pero tropezó con un pie ajeno y cayó de bruces en un charco de barro.

—¡Facu! —gritó, desesperada.

Facundo, que se hallaba a unos metros de ella corriendo junto con Adriana, giró el cuello para mirarla. Malena alzó la cabeza, aterrada, y sus ojos se encontraron. Estiró el brazo pensando que Facundo la recogería, pero él se dio la vuelta y siguió corriendo.

No lo podía creer, ni siquiera entendía cómo había acabado así. Gritó de impotencia, con los ojos inyectados en lágrimas, hasta que el ruido de una moto invadió el aire. Seguro se trataba de la policía y ella sería la única arrestada, como ocurría siempre con las chicas buenas que se metían en problemas. Desacostumbrada a los líos, sería la única perjudicada, y quizás hasta perdiera la bandera y la cursada.

La rueda de la moto se detuvo delante de sus ojos y una mano se estiró hacia ella. Pertenecía a un brazo lleno de pulseras negras, y cuando alzó la mirada, descubrió que también correspondía al rostro más atractivo del planeta. Sebastián, el salvaje que odiaba con el alma. Antes que tomar su mano, prefería ser arrestada.

—¡No! —gritó, llena de furia—. ¡Salvaje de mierda! —volvió a gritar, dejando escapar el miedo que la carcomía desde mayo.

Esperaba que él acelerara y que con la rueda le llenara la cara de barro, pero nada de eso que proliferaba en su imaginación se hizo realidad. El salvaje descendió de su moto, la tomó de la cintura y la levantó como si fuera una pluma. Aunque ella se resistió gritando que la soltara, la cargó en el asiento y después subió él para echarse a andar como en una carrera.

La moto daba saltos y parecía volar sobre el césped mojado. Llovía a cántaros y, por miedo a resbalarse del asiento, Malena acabó abrazándose al peor compañero de la escuela.

No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando él se detuvo en la Avenida Intendente Cantilo, frente a Ciudad Universitaria, parecía que solo habían transcurrido un par de segundos. Para entonces, Malena se dio cuenta de que temblaba y lloraba en silencio, como una niña aterrada. Sintió que otra vez las manos fuertes de Sebastián la levantaban como si ella no pesara y luego él la dejó sobre el guardarraíl, debajo de un árbol. Lo vio arrodillarse frente a ella y apartarle el pelo de la cara. Lo miró asustada. Sus dedos eran suaves y precisos; su mirada, intensa y profunda.

—Está bien, ya pasó —le dijo él con su voz poderosa.

Malena, en lugar de tranquilizarse, estalló en llanto. No quería llorar, pero tampoco podía evitarlo. Vio que Sebastián desanudaba un pañuelo negro que llevaba atado a la muñeca y con él empezó a limpiarle la cara. Malena no podía verse, pero estaba segura de que se hallaba bañada en barro y, además, le sangraba el labio; había sentido el sabor de la sangre en la boca ni bien la chica la había golpeado.

Para cuando Sebastián terminó con lo que hacía, el pañuelo era inutilizable. Lo anudó al guardarraíl, dispuesto a abandonarlo.

—Tenemos que irnos —anunció, y se levantó.

Volvió a tomar a Malena de la cintura para ponerla en pie, pero ella trastabilló dejando escapar un gemido de dolor. Él la apretó contra su cuerpo. Se sentía fuerte y seguro, y eso la hizo temblar.

—¿Qué pasa? —preguntó Sebastián.

—Mi pie —se quejó Malena—. Me duele.

Sebastián volvió a sentarla en el guardarraíl y se acuclilló frente a ella. Supuso que a Malena le dolía el pie derecho porque ella se masajeaba esa zona, entonces le quitó con cuidado la zapatilla y la media para dejarla descalza. El tobillo se hallaba hinchado.

—Malena —le dijo, alzando los ojos hacia ella—. Tenés que ir al médico. ¿Querés que llame a tus padres?

Malena se horrorizó.

—¡No! —gritó—. No puedo llegar así a mi casa, me matarían, me… —él la interrumpió alzando una mano.

—Está bien —la tranquilizó con voz serena—. No te preocupes, vamos a resolverlo.

Tras el anuncio, se puso de pie y ató la zapatilla a la moto. Después se volvió de nuevo hacia Malena.

—No voy a ponerte el calzado, te puede hacer mal, solo la media —explicó mientras volvía a agacharse frente a ella y con delicadeza ponía el pie sobre su rodilla para colocarle el calcetín embarrado.

Malena pestañeó con fuerza. El contacto con los dedos del terror de la clase se sintió como una electricidad que recorrió su pierna hasta el lugar más oculto de su cuerpo. ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo se atrevía siquiera a imaginar que Sebastián Araya podía ayudarla sin exigirle algo a cambio? Sin duda iba a traicionarla, de alguna manera utilizaría la situación en su favor, por eso tenía que ir con cuidado.

Él terminó de colocarle la media y volvió a levantarse para tomarla de la cintura. En su interior, Malena suplicaba que ya no lo hiciera y a la vez que lo hiciera por siempre.

La dejó sobre la moto, subió él para dar el arranque y se echó a andar muy rápido.

Acabaron en una clínica privada donde la ayudó a entrar sirviéndole de apoyo.

—Necesitamos un traumatólogo —pidió a la recepcionista.

—¿Por obra social?

—Particular.

Malena lo miró al instante.

—¡No! —susurró mientras la secretaria escribía en la computadora—. No me alcanzaría la plata que traigo —explicó.

—Ya lo vamos a solucionar —le contestó él, tan tranquilo como siempre.

—No me hagas escapar sin pagar, por favor —suplicó ella con el ceño fruncido.

Sebastián, que todavía la sostenía pegada a su costado, la miró y sonrió con incredulidad. Malena no entendió esa respuesta, pero la sonrisa consiguió cautivarla.

—¿Nombre y apellido? —preguntó la recepcionista.

—Malena Duarte —contestó Sebastián.

Le pidieron, además, dirección y teléfono, datos que también respondió él. Malena se quedó mirando su perfil mientras hablaba, tan concentrada en lo atractivo que le parecía, que no se dio cuenta de que Sebastián acababa de dar su dirección y teléfono y no los de ella. Reaccionó recién cuando vio que sacaba dinero de una billetera con el logo de los Guns N’ Roses. No había visto tanto dinero en un chico jamás.

—No puedo aceptar que pagues —musitó, ruborizada. Sebastián rio mientras extendía el dinero a la mujer—. Por favor… —suplicó ella, y él por fin la miró.

—¿Querés que nos escapemos sin pagar? —replicó.

—¡No!

—Entonces quedate tranquila —pidió, y así la hizo callar.

—Muy bien —dijo la recepcionista un momento después—. Los va a atender el doctor Ferre en el consultorio ocho.

En la sala de espera, Malena comenzó a temblar. La ropa empapada le había dado frío, y Sebastián no tenía modo de resolverlo porque él también estaba completamente mojado. Aun así, se deslizó en el asiento hasta quedar pegado a ella y sin pedir permiso ni mediar palabras, la abrazó.

A Malena le pareció que se desmayaba de alivio y gratitud. Sentía tanto placer siendo protegida por el salvaje que odiaba, que deseó que el médico no la llamara nunca. Tuvo la mala suerte de que la nombraran enseguida.

Al oír su apellido, alzó la cabeza. El profesional que la llamó era un hombre de bigotes, con rostro serio y mirada profunda. Aunque aparentaba ser muy experto, ella igual sintió miedo. Giró hacia Sebastián sin saber qué decir. Temía entrar sola y también que él se fuera y la dejara varada en el sanatorio; era imposible que no albergara malas intenciones en su corazón renegrido.

—No me dejes sola —le rogó.

—¿Querés que entre con vos? —ofreció él.

Malena se apresuró a aceptar. No le gustaban los médicos, y mucho menos cuando sabía que le iban a provocar dolor.

No tuvo que explicar lo que le había pasado porque Sebastián lo hizo por ella.

—Estábamos festejando el día del estudiante en los Bosques, y como llueve y había tanto barro, se resbaló —explicó. No contó nada de la pelea ni de la policía, y al parecer sirvió: el doctor Ferre le creyó.

Sufrió cuando el médico le pidió que moviera el pie para comprobar cuándo y dónde se producía el dolor, y también cuando la revisó. Pero como no quería dar más espectáculo delante de Sebastián, se mordió el labio y trató de aguantar sin emitir más que breves quejidos ahogados.

—Basta, por favor, me duele mucho —pidió. El doctor se alejó.

—Es un esguince —comentó mientras se sentaba a escribir órdenes—. Tiene que a ir a rayos para una radiografía y después me traen el resultado.

Sebastián le agradeció y salieron del consultorio. Dejó a Malena sentada en un banco para ir solo a la mesa de entradas, donde tramitó y pagó la radiografía. Otra vez debieron esperar, y mientras lo hacían, Malena tuvo tiempo de reflexionar. Negó con la cabeza y miró a Sebastián.

—Me dejaron —susurró. Él también la miró. La fuerza de sus ojos entró en Malena como una flecha en su corazón—. Mis amigos —aclaró—, ni siquiera se preocuparon por mí, solo por escapar.

Después de un instante de silencio, Sebastián respondió:

—Seguro no lo hicieron a propósito. Tuvieron miedo, y el miedo es humano.

Los labios de Malena se entreabrieron del mismo modo que se entreabría su corazón, herido por la flecha de la pasión. Sebastián derrochaba fuerza por donde lo mirase, y descubrió que esa energía la había atraído desde que lo había visto por primera vez en marzo.

—Duarte —llamó una mujer desde la puerta de Rayos, rompiendo con su ensoñación.

Sebastián se puso de pie y la ayudó a llegar hasta allí.

—No puedo entrar con vos —le anunció antes de dejarla en manos de la radióloga.

Malena pestañeó con temor: sabía que Sebastián no podía entrar a esa área restringida de la clínica, pero un rincón de su mente todavía pensaba que podía abandonarla a su suerte, y eso la estremeció. Sebastián pareció leer su pensamiento, porque enseguida sonrió en gesto tranquilizador.

—Te voy a estar esperando en este mismo lugar —prometió.

Malena asintió y aceptó separarse de él por obligación.

Sufrió otra vez cuando le movieron el pie para hacerle las placas y rogó entender lo que estaba pasando, aunque no pudiera. Sebastián… Sebastián se estaba ocupando de ella, la estaba acompañando como no lo había hecho nadie más que sus padres y su hermana en toda su vida.

Salió deseando reencontrarse con él, pero para su sorpresa, no estaba allí. No había más que dos sillones vacíos y la pared; incluso el sonido de la puerta del área de Rayos al cerrarse la abandonó, y entonces volvió a sentir desolación.

—¿Sebastián? —lo llamó. Era la primera vez que pronunciaba su nombre sin un dejo de odio en seis meses, y le pareció que hasta las letras que lo componían tenían la misma fuerza que él—. ¿Sebastián? —repitió, ya al final del pasillo.

Él reapareció y casi se la llevó por delante.

—¡Hey! —exclamó, sonriente—. Eso sí que fue rápido.

Malena, otra vez, casi se desmayó. Parecía increíble que la sola presencia de Sebastián la hiciera sentir tan segura y feliz. Si él le daba miedo, si lo odiaba, si no era más que un salvaje… ¿por qué entonces cargaba un vaso que estaba extendiendo hacia ella?

—Pensé que te hacía falta algo para entrar en calor, por eso te traje chocolate —explicó—. Espero te guste.

En ese instante, Malena supo que estaba perdida. Perdida en el océano azul de aquellos ojos profundos, en el poder de aquella voz y la fuerza de ese cuerpo que se adivinaba asombroso. Estaba perdida en el corazón de Sebastián, que parecía ser más grande de lo que jamás hubiera imaginado, y supo que el sentimiento no tenía retorno.

Se mordió el labio viendo el chocolate caliente que humeaba en el vaso de plástico y susurró un tímido «gracias».

—Duarte —llamó la radióloga.

Sebastián se apresuró a entregarle el vaso para recoger la placa.

Malena bebió el chocolate mientras esperaba que el traumatólogo abriera la puerta y la viera en la sala de espera. Cuando eso sucedió, la llamó al consultorio, a donde volvió acompañada por Sebastián y finalmente obtuvo un tratamiento.

—Es un esguince, pero como veo que está edematizado, te vamos a dar un corticoide inyectable. En tu casa: pie en alto, hielo y reposo por al menos una semana. Diclofenac cada doce horas para disminuir el dolor.

—¿Una inyección? —repitió Malena, mirando desesperada a Sebastián. Todo lo que resonaba en su mente era el tema de la aplicación.

Él no le prestó atención. Recibió la orden, volvió a agradecer al médico y la ayudó a llegar a la sala de espera para luego dirigirse a la recepcionista. Después volvió con Malena y la llevó a la enfermería.

—No es necesario, vamos, por favor —rogó ella antes de llegar a la puerta.

Él rio, y a Malena le pareció que tenía la sonrisa más atractiva del mundo. Era hermoso cuando reía.

—¿Me estás diciendo que sentís miedo de una inyección? —replicó Sebastián—. ¡Cobarde! —se burló.

—Por favor… —suplicó Malena.

—Duarte —oyeron.

Él se puso de pie.

—¡Vamos! —la instó.

Casi tuvo que arrastrarla a la sala. Para colmo, antes de entrar, la enfermera lo detuvo.

—No puede pasar —anunció.

—Entonces yo tampoco entro —determinó Malena, ansiando huir sin importar el dolor.

—¿Tiene algún parentesco con la paciente? —preguntó la mujer.

—Soy el hermano. ¿No nota el parecido? —respondió Sebastián, con tanta naturalidad que Malena rio.

La enfermera no le creyó ni por un segundo, pero igual lo dejó entrar.

Tuvo que acostarse boca abajo y dejar al descubierto parte de la cadera. Comenzó a temblar de solo ver que la mujer preparaba la aguja y el líquido que le inyectaría. De verdad estaba asustada, Sebastián lo supo porque sus ojos lucían más angustiados que cuando él había intervenido durante su lección.

—Hey, Male —le habló, tomándola de la mano—. Estoy acá, con vos —susurró y se inclinó hacia su rostro. La proximidad estremeció a Malena, y aunque ella no lo supiera, también a él. Para evitarlo, Sebastián sonrió—. ¿Sabés lo que pensé la primera vez que te vi? —preguntó apartándole un mechón de pelo de la sien. Malena negó con la cabeza; el miedo no la abandonaba—. «Qué desperdicio de comelibros

—¡¿Comelibros?! —exclamó ella, ofendida, justo cuando la aguja penetraba su piel. Eso le arrancó una mueca de dolor, pero el enojo por lo que Sebastián acababa de decir prevaleció.

—Tan inteligente y a la vez tan educada para obedecer —explicó él.

—¡Ay! —se quejó Malena, escondiendo la cara entre los antebrazos.

—Ya está —anunció la enfermera antes de lo esperado.

Malena alzó la cabeza. Otra vez se encontró con los ojos de hielo y eso encendió su fuego interior.

Estaba perdida.

Una vez que salieron de la clínica, descubrieron que había dejado de llover. Sebastián la ayudó a caminar dando saltitos y luego la cargó en la moto.

—¿Quién sos? —le preguntó ella antes de que él ocupara su lugar—. ¿De dónde venís?

Sebastián se quedó quieto un instante.

—De una escuela muy cara de Hudson —contestó.

—¿Y qué estás haciendo en una escuela medio barata de Ranelagh? —cuestionó Malena, sonriente.

—Conociéndote —respondió Sebastián con voz profunda.

La llevó a su casa en silencio. En la puerta, descendió de la moto, le devolvió la zapatilla y se quedó de pie delante de ella, que todavía no había bajado.

—Male —le dijo con tranquilidad—. En la escuela, esto nunca pasó. Yo sigo siendo el idiota malo del fondo y vos la abanderada perfecta de adelante. Vos me odiás y yo hago de cuenta que ni siquiera existís.

Malena frunció el ceño. No le pareció justo porque él no era un idiota, y mucho menos alguien malo.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque la vida es así —contestó Sebastián—. Porque a veces conviene ocultar la verdad.

—Pero a mí me gusta tu verdad —defendió ella.

—Eso no es cierto —replicó Sebastián, sonriente y reflexivo—. Cuando te mostré la verdad acerca de mí, te pusiste a llorar.

Malena supo enseguida que hablaba de la lección.

—Me avergonzaste delante de todos —le recordó.

—Perdón, no fue mi intención —dejó escapar él, otra vez con tanta naturalidad que Malena se estremeció—. Tengo un gran defecto y es apasionarme demasiado para defender las cosas que amo, y amo a los que no tienen voz.

Si bien no terminó de comprender lo que Sebastián quería decirle, Malena supo que esa era una despedida y se dejó llevar por sus emociones. Se olvidó por completo del pie y bajó de la moto sin esperar ayuda. Actuó tan rápido que él no tuvo tiempo de reaccionar; cuando los brazos de Malena rodearon su cuello, todo lo que pudo hacer fue estrecharle la cintura y respirar el aroma a barro y perfume de su cabello enmarañado.

—Gracias —susurró ella.

—Hasta siempre, comelibros —se despidió él guiñándole un ojo.

Después subió a la moto y desapareció.