5

A partir del 21 de septiembre de 1996, la escuela cobró un nuevo significado para Malena. Terminó con Facundo y comenzó a prestar especial atención a las clases en las que Sebastián aportaba sus conocimientos. Tal como había prometido, su compañero ni siquiera había vuelto a mirarla, pero cada vez que él hablaba, ella ya no le daba la espalda. Se daba vuelta para mirarlo, porque así se llenaba de su energía. Casi podía sentir su fuerza invadiendo su cuerpo, como una inyección de adrenalina. Cuando él discutía con los profesores, pasional y sabio, ella se sentía viva.

—Sin ánimos de ofenderlo, yo creo que usted está exagerando —dijo una mañana al profesor de Historia. Malena fue la única que lo miró, además de Daniel, con ambas manos sobre el respaldo de la silla y los ojos muy abiertos—. Que la mujer haya podido votar de ninguna manera señaló la completitud de sus derechos. Todavía son castigadas y desiguales al hombre, en Oriente e incluso en sociedades como la nuestra.

—¡No se puede equiparar Oriente con Occidente! —exclamó el profesor. Sebastián rio.

—Claro que se puede, si quiere también equiparo a la mujer actual con la mujer primitiva, que si no se adornaba para atraer hombres, no era aceptada entre los suyos —señaló vagamente a sus compañeras—. ¿No le parece que la sociedad actual también demanda ciertas características irreales en las mujeres, y a veces también en los hombres, y que eso atenta contra su derecho de ser independientes?

—Yo me arreglo porque me gusta, metido. Y los chicos gustan de mí porque soy linda —discutió Gisela, una compañera. Sebastián la miró.

—¿Los escuchaste hablar de vos? —le contestó—. Dos compañeros de esta misma clase me contaron con lujo de detalles cómo son tus besos. Está perfecto que hagas lo que quieras con quien se te dé la gana, pero que por lo menos no sea gente que cuente tu intimidad. Eso a mí me parece una falta de respeto hacia vos.

—¡Idiota! —gritó Gisela.

—¡Basta! —gritó el profesor.

—Qué estúpido —susurró Adriana al oído de Malena—, solo quiere molestar.

—No —contestó Malena sin mirarla, solo concentrada en Sebastián—. Lo que dice, lo siente. Yo no estoy de acuerdo con todo, pero él lo siente…

Adriana hizo una mueca de descrédito, suspiró y volvió a mirar el pizarrón.

—Salga del aula, Araya —pidió el profesor—, no soporto más su manía de generar conflictos en mi hora de clase, tiene el poder de revolucionar a todo el mundo. A partir de ahora y hasta fin de año, tiene prohibido asistir a mi cátedra.

Sebastián se puso de pie con una sonrisa de triunfo.

—Silenciar al que piensa distinto es la forma más sutil de la violencia, pero sigue siendo dictatorial —sentenció.

—¡¿Me está llamando dictador?! —rugió el profesor—. ¿Usted, que mientras yo estudiaba con los militares en la puerta de la Universidad, no era más que un sueño de su madre? Hágame el favor de retirarse. Está sancionado y suspendido de mi clase. Los demás, abran el libro en la página ciento ochenta y siete.

Malena siguió a Sebastián con la mirada hasta que desapareció en el pasillo, rumbo a dirección.

—¿Lo quiere acompañar, Duarte? —la atacó el profesor. Había quedado enojado por la discusión con el alumno problema.

Malena se puso tan roja de vergüenza que bajó la cabeza y no despegó los ojos del libro durante el resto de la hora.

Dos semanas más tarde, partían a su viaje de egresados.

La vereda del colegio estaba llena de familiares y alumnos, a los que se sumaban las autoridades de la escuela. Malena hablaba con sus padres y también con su hermana.

—Portate bien —le sugirió Andrea, que era dos años mayor que ella.

En ese momento, varias cabezas giraron hacia la izquierda y Malena las imitó: un increíble Peugeot acababa de estacionar cerca del ómnibus. De él descendieron un hombre canoso vestido de traje, una mujer impecable con un Chanel negro, y Sebastián, con los jeans rotos y una remera de Foo Fighters.

Malena entreabrió los labios, incapaz de apartar la mirada de todos ellos. Sin duda Sebastián se hallaba acompañado de sus padres, pero eran tan diferentes a él que parecían provenir de planetas distintos. Aunque muy pronto todos perdieron interés en la situación, Malena no pudo dejar de mirarlos. Notó que Sebastián se despedía fríamente del hombre, pero que dedicaba algunos instantes más a la distinguida mujer.

—¡Eh, nena! —le llamó la atención Andrea, golpeándole el brazo. Malena la miró—. ¿Te gusta ese chico? —se burló.

—¡Claro que no! ¡Callate! —se enojó Malena.

—Chicas, no se van a pelear ahora —intervino su madre, que no había entendido el motivo de la discusión.

—¡Arriba! —gritó alguien, y entonces se iniciaron las despedidas.

Subieron al micro de Río Estudiantil cantando a los gritos.

—¡Olé olé, olé olé olá, a Bariloche nos estamos yendo ya!

Reinaban el ruido, los aplausos, las risas y los gritos de júbilo.

Como de costumbre, Malena se sentó con Adriana antes de la mitad del micro y Sebastián ocupó un asiento del fondo. Sin embargo, en esa oportunidad no fue solo: Daniel se ubicó a su lado.

En la vereda del colegio, los padres y hermanos saludaban a los egresados con el mismo entusiasmo con que ellos agitaban sus manos desde el ómnibus. Malena hizo lo mismo mirando a su familia, incluso gritó un sonoro «los amo», y cuando el micro arrancó, la alegría se multiplicó.

Recién cuando se sentó, todavía riendo por la exaltación del momento, cayó en la cuenta de que no había visto que Sebastián saludara a sus padres. De hecho para cuando el micro arrancó, ellos ya se habían ido. ¿Qué clase de padres se marchan antes de despedir a su hijo cuando se va de viaje de egresados?, se preguntó. Quizás estaban escondidos de su vista, o él se llevaba tan mal con ellos que no se había levantado del asiento para saludarlos. Dada su personalidad, era probable que así fuera.

—¿Estás enojada? —le preguntó Adriana, que estaba sentada del lado de la ventanilla.

Malena reaccionó.

—No, ¿por qué? —preguntó.

—Tenés mala cara. Si querés, más tarde te podés sentar de este lado —ofreció su amiga.

—No, está bien, no hay problema —contestó ella.

Si bien le hubiera gustado ganar el lugar de Adriana, no estaba enojada ni le hacía falta ningún cambio. Reconoció para sí que en realidad estaba preocupada por Sebastián.

—¿Cómo está la barra de Ranelagh? —preguntó el coordinador.

Todos estallaron en exclamaciones, empezaron a conversar con el chico y a hacer bromas.

Durante medio viaje intercambiaron asientos, se pusieron de pie para conversar unos con otros y se amontonaron para tomarse fotografías. Así, las voces, las risas y los cantos invadieron el ómnibus durante horas.

Pasado ese tiempo, algunos se tranquilizaron e iniciaron conversaciones con el compañero que tenían al lado. Entonces los susurros se hicieron apenas audibles y un par de chicos se quedaron dormidos. Malena extrajo su walkman de la mochila, se puso los auriculares y accionó el audio de Alanis Morissette.

No se dio cuenta del momento en que se quedó dormida, solo supo que despertó con los acordes de You oughta know y un golpe en el piso. Abrió los ojos al comprender que se le había caído el walkman, y cuando se estiró hacia el costado para recogerlo, se encontró con que Sebastián lo estaba haciendo por ella. Sus ojos se cruzaron con el azul de los de él y se estremeció. Él depositó el aparato en sus manos y le dedicó una mirada cómplice.

—Gracias —susurró ella.

Sebastián respondió con una breve sonrisa y guiñándole un ojo. Después se puso de pie y siguió recorriendo el pasillo en dirección al coordinador.

Malena cerró los ojos y los apretó con fuerza. ¿Qué me pasa?, pensó con desesperación. ¿Por qué no puedo controlar el ritmo de mi corazón cada vez que Sebastián me mira, cada vez que lo veo? Jamás había sentido nada tan intenso, una sensación de vergüenza y excitación que parecía llevarse su cordura siempre que lo tenía cerca. Le habían gustado varios chicos y había tenido dos novios, pero si tenía que ser honesta, ninguno le había hecho sentir lo que Sebastián le provocaba solo con su proximidad.

Lo vio atravesar el pasillo de nuevo, esta vez seguido por el coordinador, y se puso roja como los asientos. Le traspiraban las manos, el estómago le hacía cosquillas y se le dibujó una sonrisa estúpida en los labios. Se mordió para evitarla y ocultar sus sentimientos. Sebastián me gusta, para qué seguir negándolo, reconoció, pero jamás me va a querer como su novia, porque es perfecto, y los chicos perfectos nunca se fijan en chicas como yo.

Intentó ignorar esos pensamientos para no arruinar su viaje de egresados llorando por algo absurdo. De cualquier modo, él era tan atractivo e inteligente que nunca había entrado siquiera en su lista de posibilidades. No valía la pena esperanzarse en ser más que buenos compañeros. Era un amor imposible, como Bon Jovi o los actores de Beverly Hills 90210.

El coordinador caminó de nuevo hasta adelante llevando consigo a Eliana, una compañera. Al parecer estaba descompuesta, y resultaba fácil adivinar que Sebastián había ido a buscar al coordinador por ella. Un aguijón de celos la pinchó: ya no era la única que había recibido la atención y el cuidado de su amor imposible. Lo que más le molestó fue que Eliana era una de las que más se burlaba de Sebastián, y aunque él lo sabía, igual había intercedido para que ella se sintiera mejor.

La llegada a la ciudad provocó un nuevo estallido en los jóvenes, que de pronto recuperaron las energías y comenzaron a cantar, reír y gritar tanto como lo habían hecho al salir de Buenos Aires. Tras instalarse en el hotel, fueron a comer y recibieron una larga explicación acerca de cómo debían manejarse esos días. Para entonces, Malena estaba tan entretenida que se olvidó por completo de cuánto le importaba Sebastián.

Aunque evitó reparar en él, era imposible no hacerlo, sobre todo en las excursiones que requerían agilidad y destreza física. Se notaba que le gustaba hacer ejercicio: ganaba todas las pruebas sin esfuerzo y disfrutaba al aire libre. Le gustaban la naturaleza y la aventura, conceptos en los que depositaba tanta pasión como cuando defendía ideas, por eso era imposible no admirarlo.

Si algo no le gustaba, según las deducciones de Malena, era ir a bailar, ya que no apareció en ninguna discoteca salvo cuando fueron a Block. Ella no había visto que él había entrado con ellos, lo descubrió recién a la una de la madrugada, cuando ya había bebido unos cuantos tragos y desconocía la vergüenza.

Lo vio sentado en un sillón, a unos metros de la pista. Llevaba puestas zapatillas, un pantalón vaquero, una camisa de jean con algunos botones desprendidos y una remera blanca debajo. Estaba tan estirado que parecía a punto de caerse del asiento; tenía las piernas abiertas y la expresión más poderosa que Malena había visto nunca.

Comenzó a sonar Missing, de Everything But The Girl, y el deseo hizo presa de ella. Se adelantó unos pasos para alejarse de la ronda que formaban sus compañeros y quedar a unos metros de Sebastián sin intermediarios. Estimulada por la falta de pudor, pensó que él no tenía por qué ser un sueño y ansió convertirlo en realidad. Quería gustarle, y aunque tuviera que «adornarse» como las mujeres primitivas para que así fuera, le demostraría que eso no era tan malo.

Movió la cadera y ladeó la cabeza con suavidad, sin seguir el ritmo, mientras entonaba algunas frases de la canción. «You always were two steps ahead of everyone, we’d walk behind while you would run», «siempre estabas dos pasos por delante de los demás, caminábamos por detrás mientras tú corrías.»

Sus tacos altos favorecían el largo de sus piernas, pero ella no era consciente del efecto letal que producía en quien la miraba. Cerró los ojos un momento para disfrutar de la música, y cuando los abrió, encontró que los de Sebastián ardían. El hielo de su mirada, signada por sus párpados entrecerrados, se había convertido en fuego.

Malena se mordió el labio, entre ingenua y sensual, aunque no sabía que lucía de esa manera. Había perdido la razón en el preciso instante en que había decidido ser libre y demostrar sus sentimientos. Esos ojos azules la acariciaban desde la distancia y hacían que lo demás desapareciera.

—¡Olé, olé, olé, olé! ¡Bari, Bari! —comenzaron a cantar sus compañeros mientras saltaban tan alto como podían.

El tumulto se movió hasta chocar contra Malena, quien sin querer acabó metida en el círculo de amigos que seguían cantando y saltando como si fuera lo último que harían.

Después de Corazón de Los Auténticos Decadentes y Ya fue de Fabiana Cantilo, pasaron El estudiante de Los Twist, y entonces el descontrol renació con más fuerza. Cantaban a los gritos, saltando y riendo. Malena se sumó al festejo, y para cuando la canción comenzaba a mezclarse con otra, había gastado tanta energía que comenzó a sentirse mareada. Pensó que si se alejaba del grupo se sentiría mejor. Tenía el estómago revuelto y la horrible sensación de que iba a vomitar, y como no quería dar ese triste espectáculo delante de sus compañeros, se acercó al coordinador. El chico la acompañó afuera.

El aire frío le dio de lleno en la cara, le azotó las piernas y la hizo temblar. Apoyó una mano contra la pared y la cabeza sobre el antebrazo en busca de estabilidad. Beber y saltar no era una buena combinación para una chica desacostumbrada a ese estilo de vida.

—¿Estás bien? —oyó.

Casi al instante se recuperó. O al menos tuvo que fingir que se sentía bien, porque era la voz de Sebastián. Ahora que vos estás acá me siento perfecta, pensó, pero no lo podía confesar.

Se apartó de la pared y sonrió a su compañero, que la estudiaba con las manos en los bolsillos junto al coordinador.

—¿Volvemos adentro? —propuso el chico.

—Yo puedo llevarla en taxi al hotel —ofreció Sebastián.

—No quiero que vuelvan solos —contestó el coordinador—. Malena, ¿vos te querés ir?

Malena dudó. En realidad ya se sentía lo suficientemente bien como para volver a la disco, pero prefería pasar tiempo a solas con Sebastián. Que la acompañara al hotel era una excelente opción.

—Necesito volver al hotel —mintió.

El coordinador suspiró.

—Bueno, en ese caso esperen que voy a buscar a su profesora para que los acompañe —anunció, y se volvió adentro.

Mientras esperaban, Sebastián comenzó a morder un trozo de sorbete como si fuera un cigarrillo. Malena se lo quedó mirando, hipnotizada.

—Demasiados adolescentes eufóricos —comentó él respecto de la disco. Malena sonrió, había extrañado su voz—. Y música de chicos —siguió quejándose Sebastián.

En ese punto, ella rio.

—¿Y qué música te gusta? —le preguntó.

—El rock —contestó él. Sus ojos estaban llenos de picardía.

—Sí, ya lo sé —asintió ella, recordando la billetera que le había visto en la clínica—. Pero ese tipo de grupos que escuchás son un ejemplo capitalista.

Sebastián rio. Cuando lo hacía, su rostro se relajaba y se volvía irresistible.

—No todos los productos capitalistas son malos —admitió—. Entre la basura que deja el capitalismo, a veces sale algo bueno.

—¿Y quién dice que lo bueno es lo que te gusta a vos? —discutió ella.

Los ojos de Sebastián brillaron.

—¡Así me gusta! —sonrió con satisfacción—, alguien que piensa. Al final vas a resultar una comelibros no desperdiciada. En el fondo, lo sabía.

Malena rio.

—¡Qué soberbio! —lo criticó.

—Un insoportable —la corrigió él. Ella no discutió.

La profesora salió de la disco y los encontró en la puerta.

—Me dijo el coordinador que quieren volver al hotel —anunció—. Los acompaño.

La mujer caminó adelante. Aunque transitaron unos metros en completo silencio, los pensamientos de Malena gritaban miles de frases al mismo tiempo. No podía dejar de mirar a Sebastián; por más que intentara disimularlo, su corazón latía muy fuerte y sentía que la respiración se le agitaba cuando contemplaba su perfil masculino, de chico más grande que los demás.

—¿Repetiste algún año? —le preguntó.

Sebastián frunció el ceño, incapaz de entender de dónde venía esa duda.

—No, tengo dieciocho —contestó—. ¿Por?

—Porque parecés más grande —aclaró Malena—. Deben ser tus pensamientos, que se reflejan en tu exterior —Sebastián rio con la teoría y después se quedó en silencio—. Extrañaba nuestra conversación —confesó ella un momento después. Su voz sonó tan dulce que él la adoró.

—También yo —reveló.

Subieron al taxi callados y se mantuvieron así el resto del viaje, mirándose de a ratos y dedicándose sonrisas. Cada vez que sus ojos se cruzaban, algo extraño sucedía en el cuerpo de Malena, y presentía que a él le ocurría lo mismo. Lo demostraban sus pupilas, lo delataba la profundidad de su respiración.

En un momento la mano de él rozó la de ella, y a Malena le pareció que le arrancaban la razón. Sintió cosquillas en la panza y la piel de los pechos se le puso tensa. Nunca había sentido nada igual y temía delatarse, por eso se mordió el labio, alejó la mano y miró por la ventanilla.

Una vez en la puerta del hotel, la profesora les anunció que los miraría entrar y que luego se marcharía de nuevo a donde habían quedado los demás. Sebastián y Malena se despidieron de ella y se dirigieron a la recepción para pedir las llaves de las habitaciones.

Esperando al recepcionista, Malena pensó que el tiempo con Sebastián había huido demasiado rápido. No quería que se terminara, y al parecer él tampoco, porque le hizo una propuesta.

—Vos tenés un walkman y yo tengo un cassette con un compilado de rock. ¿Qué te parece si te muestro algo de buena música? —preguntó.

El corazón de Malena se encendió.

—Me gustaría mucho —respondió.

Pasaron al menos una hora tirados en los sillones del living del hotel, junto a los ventanales que daban al oscuro lago Nahuel Huapi, mientras escuchaban música y conversaban de temas diversos. Era cierto que Sebastián se apasionaba cuando defendía ideas, pero fuera de la clase, no era duro cuando discutía. Sabía escuchar, aceptaba que ella pensara distinto y desistía a tiempo cuando no podía convencerla de sus razones.

—Esta es Knockin’ on Heaven’s Door —le explicó mientras escuchaban la voz de Axl Rose—. Es uno de los temas más famosos de los Guns.

—¡Los conozco! —exclamó Malena—. ¿No es la banda de Terminator 2?

—Sí, así es, aunque no con esta canción.

—Es una de mis películas favoritas.

—¿Y qué música te gusta?

—Mmm… Bon Jovi, Ace of Base, Alanis Morissette…

De repente, Malena se dio cuenta de que Sebastián se había quedado mirándola. Giró la cabeza hacia él y permanecieron los dos muy quietos, observándose. Los ojos de ambos otra vez se habían recubierto de ese magnetismo que se irradiaba en el aire y los atraía cada vez más cerca.

—Va a ser mejor que nos vayamos a dormir —sugirió él de pronto.

Malena reaccionó y aceptó la propuesta.

Caminaron hacia las escaleras sin apagar la música, compartiendo los auriculares. Transitaron callados el pasillo del segundo piso rumbo al cuarto de Malena, tratando de controlar las sensaciones que el otro le producía.

—Esta canción es de Radiohead —le explicó él, ya en la puerta de la habitación—. Es una banda que en muchas ocasiones habla de alienación y globalización. Será por eso que es mi preferida, por ahora.

Malena, que había quedado contra la pared, tragó con fuerza y se mordió el labio. Sebastián le miró la boca y a ella le pareció que sus piernas habían dejado de responder las órdenes de su cerebro. Los ojos azules se habían tornado oscuros, posesivos, y la dejaron sin conciencia.

—Decime, Malena —le habló él con voz ronca—, ¿alguna vez te besaron?

Malena se estremeció. Era una pregunta tonta, dado que Sebastián sabía muy bien que ella había salido con Facundo y que Facundo la había besado, pero ocultaba tantas promesas que igual la respondió.

—S… sí —dudó. Siendo él tan inteligente, era imposible que la estuviera interrogando acerca de besos.

Sebastián negó con la cabeza.

—No —susurró—. Me refiero a besarte de verdad.

—¿Cómo?

—Así.

Asentó la mano en la pared, y en una fracción de segundo, su cuerpo se pegó al de ella, dejándola indefensa. Bajó la cabeza para devorarla con la mirada, y cuando los labios se aproximaron, todo desapareció. El perfume de Sebastián invadió los sentidos de Malena, la hizo entreabrir la boca y le produjo la sensación de que lo que estaba a punto de hacer, no lo había hecho nunca.

Él siguió bajando despacio, respirando sobre la suave piel de su mejilla, hasta que le cubrió los labios. El primer roce la hizo jadear, le provocó cosquillas en el estómago. Sabía lo que iba a suceder y lo deseaba con toda su alma.

Rodeó el cuello de Sebastián con los brazos y él se pegó más a su pecho para acariciarle la cintura. Sus manos entraron por debajo de la blusa y recorrieron la piel mientras sus labios se movían de la misma manera sobre los de ella. En cuanto sus dedos se instalaron uno en cada costilla, su lengua invadió la boca de Malena y ella le dio la bienvenida. Se sentía como volar con los pies sobre la tierra.

Sin despegarse de sus labios, él le arrebató la llave y la metió a ciegas en la cerradura. Tardó en abrir, pero cuando lo consiguió, la empujó adentro con su avance. Malena no podía pensar ni resistirse, era presa de las sensaciones, de la ansiedad y de los meses que había soñado con Sebastián aun sin reconocerlo.

Todavía sonaba la canción de Radiohead y siguió haciéndolo incluso después de que el reproductor y los auriculares terminaron en el piso. Se arrojaron sobre la cama, secundados por el murmullo de la música, que se alejaba a medida que su respiración se agitaba. Sebastián se sostuvo sobre Malena con una mano y comenzó a besarle la cara. Después le acarició la mejilla con la punta de la nariz mientras bajaba hacia su cuello para rozárselo con la lengua. Malena se agitó debajo de él, por instinto enredó una pierna en su cadera y lo apretó contra ella. No podía pensar, solo sentir, y en busca de acrecentar esas sensaciones, enredó los dedos en el cabello salvaje de Sebastián para buscar su boca, la que él le ofreció sin demora.

Después de besarla un momento, separó su pecho del de ella y le acarició los labios con el pulgar. Malena abrió los ojos y encontró que los de Sebastián la admiraban desde la distancia. Casi en el mismo momento, él le llevó las manos atrás y comenzó a quitarle la blusa.

La piel de su vientre quedó al descubierto y se agitó al ser observada por el intenso azul de los ojos de su compañero. Un dedo de Sebastián recorrió la zona cercana a su ombligo, erizándole la piel. Después transitó la distancia que lo separaba de la ropa de ella y continuó quitándosela hasta que se la sacó por los brazos. La arrojó a un costado y se ocupó de los botones de su propia camisa, los cuales desprendió de un tirón. La tela, azul como sus ojos, terminó junto a la cama. Lo mismo sucedió con la remera, y así solo se quedó con las pulseras en la muñeca y un cordón negro en el cuello. De él colgaba un símbolo labrado en madera.

Malena se agitó: el cuerpo de Sebastián era mejor de lo que había imaginado. Nunca había visto un chico tan desarrollado; su vientre de músculos marcados y sus brazos poderosos le recordaron su predilección por los deportes y las actividades al aire libre. Le parecía hermoso por donde lo mirase y no podía creer que el sueño de que fuera suyo se estuviera haciendo realidad.

Las manos de Sebastián se aferraron a su pollera, y ella elevó la cadera para que él pudiera quitársela. La prenda salió junto con su ropa interior, y eso convirtió las mejillas de Malena en dos frutas rojas. Sebastián no la vio porque miraba la cremallera de su pantalón. Mientras se desprendía el cinturón y el cierre, Malena se concentró en el amuleto, tratando de olvidar la vergüenza.

Sweet child o’ mine —susurró él mientras se ponía de pie para quitarse el pantalón y el bóxer—. «Dulce niña mía».

—¿Qué? —interrogó Malena, nerviosa. Sebastián sonrió.

—Está sonando en el reproductor, ¿no escuchás? —aclaró, sin mirarla.

Pero Malena no escuchaba más que su voz interior, que le gritaba miles de cosas al mismo tiempo.

Su conciencia por fin guardó silencio en cuanto él alzó la mirada y le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Después se inclinó hacia ella y le rodeó la cintura con las manos. Se dirigía a lo único que todavía se interponía entre sus cuerpos: el soutien de Malena.

A ella le dio vergüenza porque nunca un chico la había visto desnuda. Creía que tenía los pechos demasiado pequeños y que no era bonita. Nunca se había visto linda, en realidad, por eso se puso todavía más nerviosa cuando Sebastián le desabrochó la prenda y comenzó a deslizar los breteles por sus brazos.

Otra vez se puso roja, pero fue el hecho de que se cubriera los pechos con un antebrazo lo que hizo que Sebastián se detuviera.

—No hay nada más hermoso que tu cuerpo —le dijo—. ¿Por qué no me dejás verlo?

Porque no soy perfecta, pensó Malena, pero no lo dijo.

—Perdón —murmuró a cambio.

Sebastián dejó escapar otra sonrisa.

—Quiero que me toques —pidió. Malena dudó, pero estiró la mano que yacía sobre la cama y se aproximó con temor a uno de sus brazos—. Con las dos manos —indicó él, y ella pestañeó.

Puedo hacerlo, sí, pensó. Debo olvidar que estoy desnuda y entregarme de nuevo al deseo.

Dejó al descubierto sus pechos muy despacio, dispuesta a llevar ambas manos al vientre de Sebastián. Ni bien rozó la piel masculina, algo latió en su interior, y creció a medida que sus dedos bajaban siguiendo la línea de los músculos hasta alcanzar la cadera. Malena se agitó, le faltaba el aire. Sentía tanta sed que se humedeció los labios.

—Male… —le dijo él con voz calma. Ella lo miró—. ¿Vos no…?

Malena se asustó del ceño fruncido de Sebastián y de lo que no se había atrevido a completar.

—¿Eso es importante? —replicó.

—Es muy importante —respondió él—. Es básico.

—¿Por qué? —siguió preguntando ella. Él pestañeó.

—Porque sí —se produjo un instante de silencio—. No puedo ser tu novio —confesó Sebastián con pena.

—¿Tenemos que ser novios para seguir con esto? —preguntó ella, incapaz de creer que estaba teniendo esa conversación sin sonrojarse.

—No, pero no quisiera que después te arrepientas.

—No me voy a arrepentir.

Sebastián dudó un instante, pero al final aceptó que los dos querían vivir ese momento. Después de todo, él también había deseado que sucediese durante casi un año, y no podía detenerse si Malena no daba señales de que deseaba que lo hiciera.

—Está bien —consintió, deslizando sus manos por el esternón de su compañera—. Siempre estamos a tiempo de parar cuando me lo pidas.

—No te lo voy a pedir —aseguró Malena.

—También es una primera vez para mí —contó él, sin tomar en cuenta la última aseveración de ella—. Nunca estuve con una chica que nunca haya… ya sabés —dijo mientras sus dedos acariciaban a Malena y sus ojos se trasladaban por todo su cuerpo, esclavo de las sensaciones que él le producía.

Malena ya no pudo responder. Cerró los ojos y arqueó la columna. ¿Qué es esto que siento?, pensó, agitada. ¿Por qué me gusta tanto, por qué lo deseo? Oh, Dios. Me gusta lo que me hace, quiero que lo siga haciendo.

Al notar la reacción de Malena, la respiración de Sebastián se agitó. La lentitud era como una droga y a la vez un castigo que disfrutaba padecer.

De repente, él se alejó y recogió el pantalón para sacar un preservativo del bolsillo. Malena lo notó y sin querer se estremeció. Me va a doler, pensó. ¿Sabré qué hacer, seré suficiente para él? Deseaba hacer el amor con Sebastián, ¡por Dios que lo deseaba!, pero ante la posibilidad de concretarlo, comenzó a temblar involuntariamente.

Se mordió el labio e intentó fingir que no pasaba nada, pero Sebastián ya se había dado cuenta de todo. Por un instante pensó en detenerse, pero sabía que no era eso lo que Malena anhelaba.

Le sonrió con ternura.

—No sientas miedo —le pidió, sin saber bien qué decir. Después, se le ocurrió algo—. Sentate.

Malena se humedeció los labios, confundida por la orden, aunque decidió obedecer. Se sentó en la cama, tal como él le pedía, y lo primero que hizo fue cubrirse los pechos de nuevo, fingiendo que se acomodaba el pelo.

Sebastián se sentó detrás de ella y le apartó con suavidad un mechón de cabello que se interponía entre sus labios y la zona del cuello de Malena que deseaba besar. Cuando lo hizo, ella se estremeció, y él supo que estaba logrando su propósito: tranquilizarla.

La pegó más a él y le besó la mandíbula. Al sentir a Sebastián en su espalda y el nuevo beso, Malena volvió a desearlo.

—¿Cuál es tu materia favorita? —le preguntó él al oído.

Malena frunció el ceño, sin entender qué tenía que ver la pregunta con lo que estaban haciendo.

—Literatura —contestó en un susurro.

Percibir que Sebastián sonreía sobre la sensible piel de detrás de su oreja la hizo entreabrir la boca.

—Lo sabía —replicó él con voz ronca.

Después la rodeó con los brazos; todo su cuerpo era como una barrera que la protegía del frío de la habitación y del miedo.

—Malena… —susurró al instante, le gustaba pronunciar su nombre. Ella giró levemente la cabeza con los ojos entrecerrados, como si estuviera soñando, y él volvió a sonreír, esta vez sobre su boca—. ¿Te das cuenta de que te quiero?

Malena tembló, ya no de miedo, sino de deseo y satisfacción.

Esta vez, fue ella quien lo besó. Sebastián respondió sin dejar de acariciarla. Después la recostó otra vez sobre la cama, abrió el paquete que contenía el condón y se lo puso muy rápido.

—Lo único que me importa es que disfrutes, porque solo así puedo disfrutar yo —le confesó, deslizándose hacia adelante para volver a sostenerse sobre su cuerpo.

Estiró una mano y se aferró al respaldo de la cama. Con el otro se sostuvo sobre Malena y fue dejándose caer despacio. Ella pestañeó, él la notó asustada; entonces continuó con los besos. Su boca fue hacia la de Malena y la mano que hasta el momento se había aferrado al respaldo se apoyó sobre su frente. Enredó los dedos en su largo cabello castaño y los deslizó hasta que la cabeza de ella se echó atrás.

En ese momento se unieron, y él la sintió temblar. Entonces se detuvo y la besó en la mejilla al tiempo que le acariciaba las sienes con los pulgares.

—Tengo tanta suerte de que estés conmigo —susurró contra los labios de ella.

Y mientras Don’t cry sonaba embotada en los auriculares del reproductor, los cuerpos terminaron de unirse, como a veces se unen los destinos.

Malena fue consciente de la música, del dolor y del deseo, como si sus sentidos se hubieran abierto del modo en que lo hacía su interior recientemente descubierto. Apretó el brazo de Sebastián, y él se quedó quieto. Le acarició la sien y le besó la mejilla con cariño.

—Shhh… tranquila —susurró contra sus labios y después se los rozó con la lengua—. Sos lo más hermoso que me pasó en la vida.

—Y vos en la mía —respondió ella, más relajada.

Las palabras calaron tan hondo en Sebastián, que volvió a besarla en la boca, queriéndose internar para siempre en ella. Malena cerró los ojos. Por suerte su cuerpo se adaptaba rápido y se relajaba cada vez más. Disfrutar, sentir… no era fácil hacerlo la primera vez, nerviosa e inexperta, y estando con el chico perfecto para el que sentía que tenía que ser perfecta.

Sebastián, que renegaba de todas esas formalidades, la obligó a mirarlo. El azul de sus ojos estaba lleno de palabras no dichas, lleno de misterios que solo en ese momento, cuando era él verdaderamente, aparecían ahí para ella. Comenzó a moverse de nuevo sin apartar la mirada de la de Malena; quería que ella comprendiera que para él, ese era un momento único.

Era hermoso mirarla con las mejillas ardientes y los labios rojos por sus besos. Era una imagen que le hacía perder el control que tanto le costaba mantener. Era una imagen que en ese preciso instante supo que nunca olvidaría.

La recordaría cuando la muerte y el dolor pretendieran ocupar sus pensamientos. La recordaría cuando sintiera que ya no podía perder una batalla más y cuando el ocaso pretendiera hacerle creer que no había esperanza de luz.

Malena presintió sus pensamientos y permitió que el deseo de Sebastián la envolviera. Se atrevió a dejarse llevar, y así, las sensaciones se extendieron por su cuerpo. Tan intensas, que supo que de verdad jamás había experimentado nada como eso.

Un fuego se gestó en ella y se extendió por su vientre y su pecho. Se dio cuenta de que Sebastián dejó de controlarse casi al mismo tiempo. Cuando no estaba defendiendo ideas, era sereno y pacífico, pero en ese momento se parecía al salvaje que la había deslumbrado con su energía. Se había convertido en ese ser lleno de pasión que a ella le arrebataba la conciencia.

Malena descubrió lo que era el placer, y Sebastián lo que era el placer con Malena. La miró después de un breve momento: ella todavía tenía los ojos cerrados, y él agradeció que así fuera; no quería que notase lo que estaba sintiendo.

Mentía si decía que alguna vez había sido más feliz que en ese breve instante en el que se había sentido abrazado por el alma de su compañera.