Decíamos en la introducción que el Lazarillo de Tormes, ideado al margen de los grandes módulos narrativos difundidos durante el siglo XVI, entrañaba una apuesta experimental encaminada a crear un nuevo canon de literatura más realista –en su caso logrado gracias a la perfecta hibridación de la epístola y de la autobiografía–: la “novela picaresca”. Y, de hecho, así fue: en sus pocas páginas latía toda una poética –descrita más arriba– excepcionalmente apta para llevar a cabo empresas novelescas de altos vuelos. Tanto es así, que el género en cuestión no existiría, o resultaría inexplicable, sin el diseño ideado por el autor de marras, por más que no falten quienes consideran (Alberto del Monte, por ejemplo) a nuestro opúsculo como simple precursor de la saga. Aunque nadie se percatase en su tiempo de la virtualidad novelesca que entrañaba, o de la ingente aportación narrativa que suponía, llegando a tenerlo por libro de burlas irrisorias, y aun a condenarlo a “la sepultura del olvido”, es innegable que sentó las bases de la larga serie bribiática que se desarrollaría y perduraría casi durante un siglo más.
Hacía falta la voluntad y el talento novelesco de Mateo Alemán para percatarse y rentabilizar, casi cincuenta años después, en torno a mil quinientos noventa y bastantes, la poética novelesca que el tan celebrado como olvidado librillo contenía. Y entonces precisamente es cuando se retoma, se replantea y se institucionaliza –que diría Lázaro Carreter– ese género condenado a perderse, en un proceso de apropiación vivificante que pronto sería percibido por autores, lectores e impresores, como bien explicó Claudio Guillén. Luego vendrían a recoger el testigo una serie interminable de seguidores –ya imitadores, ya renovadores, ya desintegradores–, gracias a los cuales, en el peor de los casos, perduraría la receta primitiva más que menos adulterada.
Aunque la nómina de los mismos resulta poco menos que indeterminable, pues depende de los criterios definitorios que la establezcan, y conviene dejarla expuesta a la polémica que siempre la envolvió, digamos que éstos son, por orden cronológico, los autores y títulos comprometidos de algún modo con la ética y la estética lazarillescas:
1555 | ANÓNIMO, La segunda parte de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. |
1599 | MATEO ALEMÁN, Primera parte de Guzmán de Alfarache. |
1602 | MATEO LUJÁN DE SAYAVEDRA, Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache. |
1604 | MATEO ALEMÁN, Segunda parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana. |
1604 | GREGORIO GONZÁLEZ, Primera parte del guitón Honofre. |
1605 | FRANCISCO DE ÚBEDA, Libro de entretenimiento de la pícara Justina. |
1605? | FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS, Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. |
1612-14 | ALONSO JERÓNIMO DE SALAS BARBADILLO, La hija de Celestina-La ingeniosa Elena. |
1618 | VICENTE ESPINEL, Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón. |
1619 | CARLOS GARCÍA, La desordenada codicia de los bienes ajenos. |
1620 | JUAN DE LUNA, Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes, sacada de las corónicas antiguas de Toledo. |
1620 | JUAN CORTÉS DE TOLOSA, Lazarillo de Manzanares, con otras cinco novelas. |
1624 | JERÓNIMO DE ALCALÁ YÁÑEZ, Alonso, mozo de muchos amos. |
1626 | JERÓNIMO DE ALCALÁ YÁÑEZ, Segunda parte de Alonso, mozo de muchos amos. |
1632 | ALONSO DE CASTILLO SOLÓRZANO, La niña de los embustes Teresa de Manzanares. |
1644 | ANTONIO HENRÍQUEZ GÓMEZ, Vida de don Gregorio Guadaña. |
1646 | La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor, compuesto por él mesmo. |
Desde luego, la cosecha no es parca, teniendo en cuenta que todo arrancó de una “nonada”, en “grosero” estilo, motivada por un quítame allá esas pajas entre pregoneros, clérigos y mancebas que picó la curiosidad de un Vuestra Merced cualquiera…
Claro que, la respuesta epistolar del marido cartujo venía interpretada a la medida de su persona y, mitad alegato defensivo, mitad acusación recriminatoria, pregonaba las culpas tanto propias como ajenas en un entramado tan sibilino que difícilmente podían desenredar, ni aun comprender, los inexpertos imitadores. No extrañará, visto lo visto, que nadie calibrase, en consecuencia, en su justa medida la “novedad y fecundidad” del Lazarillo de Tormes; o que, si alguien lo hizo, fuese incapaz de secundar el desparpajo brillante de su genialidad. Podía asumirse su esqueleto narrativo, como hizo, antes que nadie, Alemán; podía envilecerse al protagonista, como hizo Estebanillo; podía incidirse en su agudeza verbal, como hizo Quevedo; podía sumársele carnaza digresiva, como hizo Espinel; podía reforzarse su marco dialogístico, como hizo Alcalá…; pero en su conjunto era irrepetible. Por eso precisamente ha de ser considerado como fundador en toda regla –que no como simple precursor– de la estirpe picaresca.
Pero ello no desalentó a los seguidores –bastante numerosos como ya sabemos–, quizá más atentos a adueñarse de las facilidades narrativas del nuevo esquema que dispuestos a adentrarse en sus complejidades constructivas. Por eso, el de Tormes no sólo propició el desarrollo de un nuevo género, sino que también impulsó la aparición de varias continuaciones o segundas partes de su peripecia vital todavía en el seno de aquél. A saber: una segunda parte anónima, concebida como alegoría lucianesca, muy temprana (1555); la segunda parte “legítima” de Juan de Luna, escorada hacia la sátira misógina y anticlerical, en fechas mucho más alejadas (1620); y, en fin, la imitación anodina, de orientación cortesana, llevada a cabo por Cortés de Tolosa en el Lazarillo de Manzanares por los mismos años que la anterior. Aunque “nunca fueron buenas”, tales continuaciones manifiestan la pervivencia no sólo del patrón narrativo sino también de la fuerza motriz del personaje en sí mismo. Se diría que la “novela picaresca” precisó siempre de “lazarillos” para recorrer su trayectoria genérica.
Pues desconocemos –por voluntad suya– incluso el nombre del autor del Lazarillo, estará por demás hablar de su presencia en el texto, y quizá convendría dejarlo olvidado en su impenetrable anonimato, que, según vimos, es solidario del diseño autobiográfico. Incluso, cabría aceptar el trampantojo literario de que el único autor real de la obrita es su narrador-protagonista: Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez. Desde luego, la suya es la única voz contante y sonante –aquí, pregonante– a lo largo y ancho de la autobiografía –prólogo incluido–, y él es incluso el solo enunciador de sus “fortunas y adversidades”, llegando a alzarse como tema exclusivo del relato entero. No habrá que precisar que el sin nombre no tiene ni remotamente nada que ver con el pregonero toledano; parece, incluso, adoptar un punto de vista radicalmente opuesto –como bien ha visto recientemente Ruffinatto– al del pobre vocinglero de sí mismo.
Del autor real, del de carne y hueso, no nos quedan sino puntas y collares deducibles de las endemoniadas artes creativas y de las malas mañas estilísticas detectables en la letra de su creación; por eso se han propuesto tantos y tantos candidatos como mencionamos en la introducción para llenar vacío tan meritorio. Sea quien fuere, todo induce a pensar que ha de tratarse, ante todas las cosas, de un humanista chocarrero y socarrón, de talante inconformista y simpatizante de las corrientes erasmistas, bien avezado en el modus vivendi de la clerecía de su tiempo y con el estilete satírico más sutil, artero y descaradamente afilado de la época.
Tras el malévolo giro que el pregonero da a la petición espistolar de Vuestra Merced sobrel el “caso”, todo su pasado autobiográfico queda cabalmente legitimado como materia novelesca. El argumento de la respuesta, entonces, abarca desde el nacimiento del bribón hasta el momento de la contestación:
Hijo de Antona Pérez y de Tomé González, Lázaro nace en una aceña situada a orillas del Tormes. Siendo todavía niño de corta edad, su padre es acusado de hurto y desterrado, por lo que marcha de acemilero a los Gelves, donde muere. Entonces, su madre se amanceba con un negro, pero éste es enseguida castigado por la justicia y aquélla pasa a servir a un mesón donde Lázaro llega a ser un buen mozuelo. A partir de aquí el protagonista inicia su penosa carrera del vivir: es entregado por su madre, como destrón, a un miserable ciego, con quien pasa no pocas calamidades, hasta que opta por abandonarlo, debido a los malos tratos que el mismo le dispensa. Cae luego en las garras de un avariento clérigo, el cual lo pone al borde de la sepultura de pura hambre, para terminar echándolo de su lado a causa de unos hurtos tan ingeniosos como insignificantes. Se topa, en tercer lugar, con un pobre escudero, sin más hacienda que una buena dosis de presunción, en compañía de quien se verá obligado a mendigar para sustentarlo, sin que ello impida que el amo huya del criado, dejándolo solo ante sus acreedores. Sirve luego, sucesivamente, a un mercedario, a un buldero y a un pintor de panderos, que no parecen dejar la menor huella en su trayectoria vital. Posteriormente sirve de aguador a un capellán, con el que consigue mudar de hábito y ponerse en el de hombre de bien, para entrar después como ayudante de un alguacil y, finalmente, alcanzar el real oficio de pregonero de Toledo. Es entonces cuando el Arcipreste de San Salvador lo casa con una criada suya y se desata alguna que otra hablilla malévola sobre la integridad moral de la pareja. Lázaro, atento al provecho que el deshonor conyugal le acarrea, acalla cualquier rumor y logra vivir en paz, disfrutando de las dádivas del generoso eclesiástico. En fin, el peculiar ménage à trois llega a oídos de Su Merced y escribe a Lázaro, pidiéndole que le explique extensamente el caso. Éste, obediente, contesta, si bien hace extensiva la explicación del caso a buena parte de su pasado, dando así lugar a la relación autobiográfica o novela.
Salta a la vista que semejante peripecia vital, ese deambular peregrino de amo en amo, acontece a ras de tierra, en un mundo poblado por entelequias, forjadas a medio camino entre la historia y el folclore –decíamos–, donde sólo se individualizan, descuento hecho de Lázaro, el buen Arcipreste y el anónimo Vuestra Merced, precisamente los responsables directos de la corrupción imperante en el mundo descrito. Los demás cuentan como categorías representativas de la ramplonería que se pretende evidenciar: ciego-astuto, clérigoavaro, hidalgo-hipócrita, buldero-echacuervos, etc., o, sencillamente, no pasan de comparsas amorfas sólo ilustrativas del submundo al que está predeterminado el hijo de malos padres: negros, maledicentes, rebozadas, plañideras, porquerones, murmuradores, etc. Una fauna condenada a sobrevivir “con maña y fuerza” para no lograr salir nunca “a buen puerto”…
Evidentemente es así. Y lo es porque el autor ha seleccionado cuidadosamente –nada dejó al azar– tanto a los “señores” del pordiosero como al entorno social en el que se desenvuelve; se han seleccionado al dictado de los dos temas básicos que dotan de profundidad insondable al sentido de la novela: el honor y la religiosidad –la deshonra y la clerecía, si se prefiere–, puesto que el Lazarillo está trazado y desarrollado como un “caso” de deshonor causado y cuestionado por gente de iglesia.
Todo arranca cuando el casado con la manceba se ve instado a rendir cuentas de su desarreglo moral e, inmediatamente, se arroja a defender su propio concepto de la honra, diferenciando dos tipos de “honorabilidad”: la de los afortunados (“porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe”), que sustentan acomodaticiamente el concepto tradicional, y la de los pordioseros (“y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto”), forzados a anteponer las necesidades vitales a los escrúpulos de otra suerte. Como éste es su caso, él se atiene al modelo materno (“determinó arrimarse a los buenos”) y se acerca a los buenos (“yo determiné arrimarme a los buenos”), animado, para más inri, por los consejos del Arcipreste: “no mires a lo que pueden decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho” (VII). El pecado, al fin y al cabo, consiste en haber identificado –por necesidad“bondad” con “provecho”, para hacer del último “el manantial de toda moral, incluso de la honra”. Nada hay de malo, además, si la única conducta “honorable” que se ha contemplado –“los que heredaron…”– viene dada por el escudero y no se fundamenta sino en la hipocresía, en la apariencia o en el palillo de dientes, sin ir más allá de “la negra que llaman honra”. Y, una vez identificado el honor con el provecho, poco importará aferrarse al “honos alit artes” para dejarse llevar por el “deseo de alabanza” y no tener el menor empacho en divulgar literariamente los trapos sucios, aun a costa de quedar cubierto de infamia.
De infamia compartida, pues no queda menos claro en la confesión-exculpatoria –dijimos– que los responsables de tan grave desarreglo moral son los clérigos, contra cuyas “flaquezas” y responsabilidades no hay muchos miramientos. De los nueve señores servidos, nada menos que cinco son miembros del brazo eclesiástico y, a decir verdad, que no tienen desperdicio: un proto-mísero clérigo de Maqueda, arquetípico representante de la avaricia anexa al hábito, y hecho caja registradora de las blancas depositadas en la concha en tanto que celebra los oficios divinos; un fraile mercedario, aficionado a “negocios seglares”, llamado “pariente” por unas “mujercillas” y, acaso, pederasta; un buldero, el más desvergonzado, astuto y mañoso echacuervos que pueda imaginarse; un capellán, sin que ello le impida dedicarse al comercio; por fin, un benemérito Arcipreste que no vacila en casar al pregonero con su manceba a fin de perseverar, a cambio de unas dádivas, en su lujurioso y sacrílego amancebamiento. Cual otro Erasmo –diríamos– el autor parece dispuesto a demostrar, más allá del simple anticlericalismo, que no quedan ni atisbos de verdadero cristianismo en el mundo de Lázaro. Eso explica, más allá de las controversias críticas, que la obrita no carezca –como sostuvieron Asensio y Márquez Villanueva– de ribetes erasmianos: “A todo esto, el señor mi amo estaba en el púlpito de rodillas, las manos y los ojos puestos en el cielo, transportado en la divina esencia, que el planto y ruido y voces que en la iglesia había no eran parte para apartalle de su divina contemplación” (V). En todo caso, el oracionero vistoso que es el ciego, el codicioso e inmisericorde clérigo de Maqueda, el adorador de la falsa honra del escudero, el echacuervos maldito… parecen arquetipos del monachatus non es pietas y representantes aventajados de la religiosidad ceremoniosa en contra de la verdadera fe interior.
Planteábamos que esta artera respuesta epistolar, tramada desde una ironía zahiriente donde las haya, se nos brindaba atenida al “escribo como hablo” valdesiano y disfrazada de “nonada” so capa de “grosero estilo”, según convendría al discurso hablado de un bellaco pregonero. Como no podía caber menos, todo es burla y mentira: la obra está redactada en “un gentil y bien cortado romance”, pocas veces igualado, donde se dan cita múltiples recursos, cultos y populares, amén de las “mañas estilísticas” adelantadas en la introducción.
Así, el ideal lingúístico-estilístico imperante en la novela queda a caballo de la imitación del habla real y de la comedida transposición artística: toda una corriente de recursos popularizantes, sin llegar a la jerigonza, confluye con otra de más subidos procedimientos expresivos, sin abusar de la retórica ni rebasar los preceptos de Quintiliano); esto es, la lengua hablada salpimentada acá y allá con algún que otro aderezo ornamental.
A la primera categoría, muy adecuada para la epístola casi “hablada” que la novela es, pertenecen: anacolutos (“hacía mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mí no fuese ansí, mas que mi amo me dejase y huyese de mí”, III), elisiones de algún término luego aludido (“Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros”, II), cruces de construcciones (“Mas no quiso mi desdicha, […] cerrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos”), empleo de modismos y locuciones proverbiales (“rehacer la chaza”, “hacíamos San Juan”, “a destajo”, “sentí de qué pie coxqueaba”, “juntóseme el cielo con la tierra”, “mi boca era medida”…), proliferación de refranes (“echar la soga tras el caldero”, “más da el duro que el desnudo”, “el aparejo […] hace al ladrón”), etc. A la segunda: aliteraciones (“sentía, sentéme como solía”, “si deste desisto y doy”, “comamos hoy como condes”), perífrasis (“asar al que de ser cocido, por sus deméritos, había escapado”, “escarbando los que nada entre sí tenían”), antítesis (“nuevo y viejo amo”, “dulce y amargo jarro”, “el día que enterrábamos yo vivía”), paronomasias (“mandado de mi madre”, “tiento me atentaba”, “contento y paso contado”, “parte para apartalle”), figuras etimológicas (“burlas que el ciego burlaba”, “la culpa del culpado”, “industriado por el industrioso”), iteraciones acumulativas (“fortunas, peligros y adversidades”, “astuto ni sagaz”, “quería y regalaba y me curaba”, “trabajos y fatigas”)… Sin que falten los más complejos procedimientos: comparaciones (“no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno”, “todas las cañas se señalaban, y parescían a lo proprio entrecuesto de flaquísimo puerco”), metáforas (“antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa”, “paraíso panal”, “en el arca de su seno”), zeugmas (“otros donaires que a mi gusto no lo eran”, “un buldero […] y el mayor echador dellas”), disemias (“y padesció persecución por justicia”, “frío de bolsa”, “deseaba aquel pecador ayudase a su trabajo del mío”), y un sin fin más de juegos léxicos que enriquecen el alcance semántico de la narración, convirtiéndola en un continuo juego de ingenio encaminado a buscar el humor y lograr la risa del lector.
En fin, los registros lingúísticos y estilísticos más esmerados y apropiados para el deslumbrante diseño artístico de esta agridulce epístola hablada no menos corrosiva que humorística.
La brillantez compositiva, intencional y estilística –en definitiva, literaria– del Lazarillo cayó temporalmente en saco roto, pues –según dijimos– no fue secundado hasta casi medio siglo después. Sin embargo, también adelantamos, y es evidente, que la obrita ponía el dedo en la llaga de los problemas más candentes de su tiempo, a la vez que inventaba una forma ignota de hacer novela. Por eso, andando el tiempo, desencadenaría un género nuevo y por eso popularizaría definitivamente al destrón con nombre propio en ámbitos folclóricos.
Más importante es notar ahora que su diseño ambiguo y su consiguiente sentido polisémico, siempre a vueltas con los puntos de vista sobre el “caso” de los de arriba y de los de abajo, no hubo de pasar desapercibido, aunque fuese tomado a risa, en el contexto de las controversias nobiliarias del momento. Polemizaban éstas sobre la supremacía del estado adquirido o del heredado, y, más allá de tal polaridad, concordaban en hacer de la conducta virtuosa el fundamento de cualquier honorabilidad. Lázaro se inscribe decididamente en el ámbito de tales disquisiciones y opta por el bando innovador cuando afirma: “Huelgo de contar a Vuestra Merced estas niñerías para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio” (I). Él, pues, tiene conciencia de haber subido, y nos declara al final hallarse –quizás, sólo “sentirse”– “en la cumbre de toda buena fortuna” (VII), aun a sabiendas de que, literalmente, era mentira. Da igual cómo sea, lo importante es que, llegados a este punto, la polisemia de la novela se irisa en mil direcciones, incluso inabarcables para la mentalidad social de su época: el ascenso de marras puede leerse como argumento ex contrario de la postura innovadora, pues la caída moral del personaje confirma la imposibilidad de subir de espaldas a la virtud; “remando” sólo con “maña y fuerza”, el “buen puerto” abordado tan sólo puede ser deshonroso. Interpretemos, así, al Lazarillo –según postula García de la Concha– como magna réplica paródica o sarcástico testimonio marginal de la inutilidad de la polémica aludida; de ahí que la carrera del vivir de Lázaro se configure como clara inversión paródica del camino a seguir ad adquiriendam nobilitatem.
En todo caso, la obrita ofrece un único asidero inequívoco: el “yo”. Resultará tan equívoco y resbaladizo como se quiera, pero la conciencia del ser y del vivir se esgrime, a pecho descubierto, como única verdad inamovible frente a las convenciones sociales. Por eso La vida de Lazarillo de Tormes acabó como uno de nuestros grandes clásicos universales.