Dada la excepcional brevedad de los capítulos del Lazarillo y la magistral trabazón establecida entre sus elementos constitutivos, hemos elegido como objeto de comentario el tratado II entero, pues ocupa un lugar central en la primera terna de los mismos que nos parece especialmente significativo. Atenderemos, sobre todo, al motivo del arca, como eje central del capítulo, desatendiendo, por abusivamente trillados, los aspectos simbolistas.
Una vez referidas con todo detalle las circunstancias de su nacimiento, las hazañas de sus viles antecesores y sus peripecias con el primer amo, el ciego, Lázaro de Tormes dedica el capítulo segundo a rememorar sus andanzas al servicio de un clérigo de Maqueda. Se trata de un periodo bastante breve, unos seis meses, en el que el personaje padecerá no pocas “fortunas y adversidades”. Tras esa corta estancia en Maqueda, Lázaro pasará a Toledo y entrará al servicio –en el tratado IIIde un escudero, todo aires y nada más que aires de grandeza, para proseguir su carrera de padecimientos y su duro aprendizaje. Esto es, cuando el muchacho topa con el clérigo está ya bien adestrado en la escuela de la vida, pero todavía no cuenta con la experiencia suficiente como para adoptar una postura defensiva ante el mundo; sí la tendrá tras “padecer” los malos tratos de este clericucho y la hipocresía del hidalgo.
El capítulo segundo, en consecuencia, desempeña una función ancilar en el bloque mejor trabado de la novela: el formado por los tres primeros tratados. Desde su lugar central, opera como fiel de la balanza de una serie de gradaciones rastreables –según explicamos– a lo largo de los tres primeros capítulos (hambre, malos tratos, despedida, etc.), las cuales se vendrían abajo sin éste su grado intermedio, quedando reducidas a simples dicotomías sin valor organizativo. Así lo declara el mismo pícaro: “Yo he tenido dos amos: el primero traíame muerto de hambre, y, dejándole, topé con estotro, que me tiene ya con ella en la sepultura; pues si déste desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será sino fenecer?”.
Por otro lado, de cara al “caso” final –y ése es el principio rector de todo el libro–, el episodio resulta crucial para justificar la desviación moral del protagonista: de un lado, aprende que ni siquiera los religiosos ejercen la caridad; de otro, percibe que cuenta únicamente con su industria y maña para alcanzar “buen puerto”. Además, como es evidente, el tratado abre la galería de clérigos reprobables que luego se irán sumando a lo largo y ancho del relato, para cargar sobre los muchos de sus pecados la falta de moral imperante en la epístola.
Como elemento perteneciente a la primera terna de capítulos, el tratado segundo está presidido por el tema del hambre, respecto al que representa toda una cumbre en la cadena de padecimientos del muchacho: si con el ciego lograba comida, aun a costa de frecuentes “calabazadas”, y con el escudero “pasaba” todo lo menos mal que podía pordioseando, en el caso del clérigo ni una ni otra vía quedan abiertas, de modo que se halla en la “cumbre de toda mala fortuna” (“vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las piernas de pura hambre”).
Así concebido, este tratado desmembra su asunto central en una serie de intentos desesperados por subsistir, protagonizados por el pícaro, frente a otros tantos encaminados a evitarlo, que realiza el clérigo. El auténtico tema del capítulo, entonces, consiste en la serie de escaramuzas sostenidas por uno y otro miembro de la pareja en torno al arcaz: una especie de enfrentamiento entre las astucias que enseña la madre necesidad y las torpezas que aconseja la madrastra avaricia. No es difícil distinguir las siguientes partes en el planteamiento global:
–Introducción: desde el comienzo hasta que aparece el calderero.
–Enfrentamiento alimenticio: desde el calderero hasta el garrotazo.
–Despedida: desde el garrotazo hasta el final.
La introducción se aprovecha para narrar el cambio de escenario y de patrón (“fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me tropezaron mis pecados con un clérigo”), para suturar el capítulo con el anterior (Lázaro es aceptado por el clérigo merced a que el ciego le enseñó a ayudar a misa) y, sobre todo, para presentar tanto la figura del lacerado clérigo como la penosa vida que el joven lleva en su compañía.
El segundo núcleo, mucho más extenso y elaborado, desarrolla de forma climática el planteamiento inicial: Lázaro lucha denodadamente por salir de su triste “aflicción”, en tanto que el clérigo se desvive por conservar intacto su ruin patrimonio; así, el primero idea, al dictado de su necesidad, una serie de ingeniosas tretas que se corresponden con otros tantos obstáculos arbitrados por su contrincante. Siempre con el arcaz como foco, las acciones de los personajes se escalonan en una secuencia de ofensivas y contraofensivas perfectamente organizada:
–Lázaro consigue una llave y se come un bodigo / el clérigo cuenta los panecillos y se percata de la falta.
–parte un bodigo y desmigaja otros / lo achaca a los ratones y tapa los agujeros con tablas.
–horada el arcaz con un cuchillo para seguir con sus lacerias / clava más tablillas y pone una ratonera.
–sigue ratonando los panes / lo achaca a una culebra y se dispone a cazarla durante la noche.
En fin, la tercera parte funciona como cierre del capítulo –servicio a un amo–, dejando así la vía abierta para enlazar con el escudero y sin dejar de recordar su trabazón con el anterior: “no es posible sino que hayas sido mozo de ciego”.
Pero, sin duda alguna, lo más relevante del tratado es la maestría y precisión con la que se gradúan hasta sus más mínimos elementos constitutivos, en progresión casi matemática dependiente del arcaz de marras. Si atendemos a los logros del ratero en detrimento del patrimonio clerical, atenderemos a una minuciosa gradación descendente:
–“tomo entre las manos y dientes un bodigo”.
–“lo más delicado que yo pude, del partido partí un poco”.
–“Y comienzo a desmigajar el pan…”.
E incluso se milimetra la graduación de prevenciones y desvelos por una y otra parte. Las del dómine clerical, por ejemplo, son palpables:
–“Vino el mísero de mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada quel ángel había llevado”.
–“contando y volviendo a contar los panes […] estuvo un gran rato echando la cuenta”.
–“creyó ser ratones…”.
–“comenzó a dar a los diablos los ratones…”.
–“dábase al diablo, preguntaba a los vecinos…”.
–“y dende en adelante no dormía tan a sueño suelto”.
–“andaba tan elevado y levantado del sueño […] andaba de noche, como digo, hecho trasgo”.
–“se llegó a mí con mucha quietud por no ser sentido de la culebra”.
No hará falta precisar que el fragmento elegido participa de las dos tendencias estilísticas, la popular y la culta, nítidamente diferenciables en el conjunto de la novelita. A la primera adscribíamos el anacoluto (“el mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no aprovecha, armaré por de dentro a estos ratones malditos”), la elisión (“grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros”), el cruce de construcciones (“Mas no quiso mi desdicha…, cerrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos”) y la abundancia de modismos (“¡tan blanco el ojo!”, “en dos credos”, “a destajo”) o de refranes (“escapé del trueno y di en el relámpago”). A la segunda, la aliteración (“moría mala muerte”), la perífrasis (“el que me mataba del hambre”), la antítesis (“el día que enterrábamos, yo vivía”), la paronomasia (“al tercero día me vino la terciana derecha”), o los procedimientos más complicados: comparación (“como quien toma gragea”), metáfora (“paraíso panal”), zeugma (“porque verá la falta [‘ausencia’] el que en tanta [‘necesidad’] me hace vivir”), etc.
Y, por supuesto, también aquí se agolparán todos esos procedimientos expresivos para crear un entramado contextual tan deslumbrante como endemoniadamente irónico. Pongamos que sea a propósito del tullido arcaz, genialmente personificado aquí para aliarse con las miserias del muchacho en contra de las crueldades clericales:
voyme al triste arcaz, y, por do había mirado tener menos defensa, le acometí con el cuchillo, que a manera de barreno dél usé. Y, como la antiquísima arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero. Esto hecho, abro muy paso la llagada arca
… … …
–Este arcaz está tan maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda. Y va ya tal, que si andamos más con él, nos dejará sin guarda; y aun lo peor que, aunque hace poca, todavía hará falta faltando y me pondrá en costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no aprovecha: armaré por de dentro a estos ratones malditos.
Desde luego, se mire por donde se mire, salta a la vista que el anónimo creador de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades ahorró sólo en el nombre, pero no escatimó en el despilfarro de recursos literarios de toda suerte que terminarían inmortalizando su obra.