Ramona tenía la esperanza de que sus padres se olvidaran de darle las recomendaciones de siempre. No quería que nada estropeara este día tan emocionante.
—Fastídiate; voy a ir a la escuela en autobús yo sola—alardeó ante su hermana Beatrice mientras desayunaban.
Notó un estremecimiento en el estómago al pensar en el día tan divertido que le esperaba, un día que iba a empezar montando en autobús el tiempo suficiente para sentirse lejos de casa pero no lo bastante para marearse. Ramona iba a ir en autobús porque durante el verano habían tenido lugar una serie de cambios en las escuelas de la zona de la ciudad donde vivían los Quimby. Glenwood, la escuela a la que iban las niñas antes, se iba a dedicar a la enseñanza secundaria solamente, por lo que Ramona tenía que empezar a ir a la escuela Cedarhurst.
—Fastídiate tú—dijo Beezus, que estaba demasiado contenta para enojarse con su hermana pequeña—. Yo empiezo hoy la escuela superior.
—Escuela intermedia—le corrigió Ramona, que no estaba dispuesta a permitir que su hermana se hiciera la mayor—. La escuela intermedia Rosemont no es lo mismo que la secundaria, y además tienes que ir andando.
Ramona había llegado a una edad en que podía exigir a los demás que hablaran con propiedad y a sí misma también. Durante todo el verano, cuando alguna persona mayor le había preguntado en qué curso estaba, al contestar “en tercero”, le había dado la sensación de que mentía, porque la verdad es que no había empezado tercero. Pero no podía decir que estaba en segundo, puesto que lo había terminado en junio. Los mayores no entienden que en verano no existen los cursos.
—Fastídiense las dos—dijo el señor Quimby, mientras llevaba los platos del desayuno a la cocina—. No son las únicas que van a la escuela hoy.
El día anterior había dejado de trabajar como cajero en el supermercado Shop-Rite. Hoy iba a volver a la universidad, porque quería convertirse en lo que él llamaba un profesor de verdad. También iba a trabajar un día a la semana en el almacén de congelados de la cadena de supermercados Shop-Rite para “ir tirando”, como dicen los mayores, hasta que terminara de estudiar.
—Si no se apuran, se van a fastidiar todos—dijo la señora Quimby, removiendo la espuma que había en el fregadero.
Se separó de la pila para no manchar el uniforme blanco que llevaba en la consulta del médico donde trabajaba de recepcionista.
—Papá, ¿te van a dar tarea?
Ramona se limpió el bigote de leche y recogió sus platos del desayuno.
—Claro.
El señor Quimby intentó dar a Ramona con un trapo de cocina mientras pasaba junto a él. Ramona soltó una risita y lo esquivó, contenta de verle contento. Ya nunca volvería a estar todo el día sentado delante de la caja de un supermercado, sumando las compras de una fila enorme de personas que tienen prisa.
Ramona deslizó su plato dentro del agua.
—¿Y mamá va a tener que firmar tus notas?
La señora Quimby soltó una carcajada.
—Espero que sí—dijo.
Beezus fue la última en llevar sus platos a la cocina.
—Papá, ¿tienes que estudiar para ser profesor?—preguntó.
Ramona había estado haciéndose la misma pregunta. Su padre sabía leer y sabía matemáticas. Sabía quiénes eran los exploradores de Oregon y sabía las equivalencias de las medidas.
El señor Quimby secó un plato y lo metió en el armario.
—Voy a estudiar arte, porque quiero ser profesor de arte. Y voy a estudiar el desarrollo infantil . . .
Ramona le interrumpió:
—¿Qué es el desarrollo infantil?
—Cómo crecen los niños—contestó su padre.
“¿Hay que ir a la universidad para estudiar una cosa como ésa?”, se preguntó Ramona. Llevaba toda la vida oyendo que para crecer hay que comer bien, normalmente cosas que no gustan, y dormir mucho, casi siempre cuando se tienen cosas más interesantes que hacer.
La señora Quimby colgó el trapo de cocina, cogió a Tiquismiquis, el gato viejo y color canela que tenían los Quimby, y lo soltó en la parte de arriba de las escaleras del sótano.
—En marcha—dijo—, o van a llegar todos tarde a la escuela.
Después de las prisas de toda la familia lavándose los dientes, el señor Quimby dijo a sus hijas:
Y en cada una de ellas dejó caer una goma de borrar, nueva y de color rosa.
—Es para darles suerte—dijo—, no porque piense que se van a equivocar.
—Gracias—dijeron las niñas.
Cualquier regalo les hacía ilusión, por muy pequeño que fuera, porque mientras la familia había estado ahorrando dinero para que el señor Quimby volviera a estudiar, los regalos habían sido escasos. A Ramona, que le gustaba dibujar tanto como a su padre, le gustó especialmente su goma nueva, suave, de color rosa perlado, con un ligero olor a plástico y perfecta para borrar rayas hechas a lápiz.
La señora Quimby dio a cada miembro de la familia su comida, dos en bolsas de papel y una, la de Ramona, en una maletita especial.
—Bueno, Ramona . . .—empezó su madre.
Ramona suspiró. Ya había llegado el momento de las recomendaciones que tanto odiaba.
—Por favor—dijo su madre—, sé amable con Willa Jean.
Ramona hizo una mueca.
—Yo lo intento, pero es muy difícil.
Lo de portarse bien con Willa Jean era la parte de su vida que no iba a cambiar, y era la que estaba deseando que cambiara. Todos los días, después de la escuela, tenía que ir a casa de su amigo Howie Kemp, y sus padres pagaban a la abuela de Howie para que la cuidara hasta que uno de ellos pudiera pasar a recogerla. Los padres de Howie también iban todos los días a trabajar. A Ramona le caía bien Howie, pero después de haberse pasado todo el verano, sin contar las clases de natación del parque, metida en casa de los Kemp, estaba harta de tener que jugar con Willa Jean, que sólo tenía cuatro años. También estaba harta de merendar jugo de manzana y galletas saladas todos los días.
—Da igual lo que haga Willa Jean—se quejó Ramona—, porque, según su abuela, siempre tengo la culpa yo, que soy mayor. Como la vez que se puso las aletas cuando estaban regando, porque decía que era la sirena que sale en la lata de atún, y mojó el suelo de la cocina. ¡La señora Kemp dijo que yo tenía que vigilar a Willa Jean, porque es demasiado pequeña para saber lo que se puede hacer y lo que no!
La señora Quimby abrazó a Ramona.
—Ya sé que no es fácil, pero tienes que hacer un esfuerzo.
Su padre, al ver que Ramona suspiraba, le dio un abrazo y dijo:
—Contamos contigo, campeona—y luego, empezó a cantar:
A Ramona le gustó oír la letra nueva que se había inventado su padre para la canción de la hormiga que movía el árbol de caucho y le gustaba sentirse mayor para que pudieran contar con ella, pero, a veces, cuando estaba en casa de los Kemp, le daba la sensación de que todo dependía de ella. Si la abuela de Howie no la cuidara, su madre no podría trabajar durante todo el día. Si su madre no trabajara durante todo el día, su padre no podría ir a la universidad. Si su padre no fuera a la universidad, quizá tendría que volver a ser cajero y ese trabajo lo cansaba y lo ponía de mal humor.
Aun así, Ramona tenía demasiadas cosas interesantes en que pensar como para que sus responsabilidades le preocuparan mientras se dirigía a la parada de su ruta bajo el sol de otoño, con la goma nueva en la mano, sandalias nuevas en los pies, ese estremecimiento en el estómago y la canción sobre una campeona dándole vueltas en la cabeza.
Pensó en el trabajo nuevo de su padre, yendo de un lado a otro de un almacén, montado en un camión con pinzas para coger el jugo de naranja, los guisantes, el pescado y los demás productos congelados que hay en los supermercados. Su padre se llamaba a sí mismo el ayudante de Papá Noel, porque la temperatura que había en el almacén era inferior a cero grados y tenía que llevar ropa gruesa y acolchada para no congelarse. A Ramona le parecía un trabajo divertido, pero estaba segura de que no iba a divertirle tanto que su padre diera clases de arte a otros niños, e intentó no pensar en ello de momento.
En cambio, Ramona pensó en Beezus yendo a otra escuela, donde iba a dar clases de cocina y desde donde no podría venir a socorrer a su hermana pequeña si ésta tenía algún problema. Mientras se iba acercando a la parada de su ruta, Ramona pensó en una de las ventajas de su escuela nueva: ninguna de las profesoras sabría que ella era la hermana pequeña de Beatrice. A las maestras siempre les caía bien Beezus por lo cumplidora y ordenada que era. Cuando estaban las dos juntas en la escuela Glenwood, a Ramona le daba la impresión de que las maestras pensaban a menudo: “Qué pena, que Ramona Quimby no se parezca más a su hermana mayor”.
Cuando Ramona llegó a la parada se encontró con Howie Kemp esperando el autobús con su abuela y con Willa Jean, que habían venido a despedirlo.
Howie levantó la vista de su maletita del almuerzo, que había abierto para ver lo que le habían puesto, y dijo a Ramona:
—Con esas sandalias parece que tienes los pies enormes.
—Pero, Howie—dijo su abuela—. Esas cosas no se dicen.
Ramona se miró los pies fijamente. Howie tenía razón, pero, ¿qué tenía de raro que sus pies parecieran grandes? Le habían crecido desde que tuvo el último par de sandalias. No era ninguna ofensa.
—Hoy empiezo el kinder—alardeó Willa Jean, que llevaba unos pantalones nuevos, una camiseta y unos pendientes viejos de su madre.
Willa Jean estaba convencida de qué era guapa, porque se lo decía su abuela. La madre de Ramona decía que la señora Kemp tenía razón. Willa Jean era guapa cuando estaba limpia, porque era una niña sana. Pero Willa Jean no se creía guapa por ser sana. Se creía igual de guapa que una señora mayor de las que salen en la tele.
Ramona hizo un esfuerzo por ser amable con Willa Jean. Al fin y al cabo, su familia dependía de ella.
—Al kinder no, Willa Jean—dijo—. Querrás decir al jardín de infantes.
Willa Jean miró a Ramona con aspecto enfurecido y obcecado.
—Sí que voy al kinder —dijo—. Ya soy muy mayor.
—Qué graciosa—dijo su abuela, admirándola como siempre.
El autobús, el pequeño autobús amarillo con el que Ramona llevaba todo el verano soñando, se detuvo junto a la acera. Ramona y Howie subieron como si estuvieran acostumbrados a montar solos en autobús. “Lo he hecho igual que los mayores”, pensó Ramona.
—Buenos días. Soy la señora Hanna, la encargada del autobús. Siéntense en los primeros asientos que vean libres en la parte de atrás.
Ramona y Howie se sentaron cerca de la ventanilla, uno en cada lado del autobús, que tenía un agradable olor a nuevo. A Ramona le horrorizaba el olor a gente y a humo de los grandes autobuses de la ciudad.
—Adiós—gritaron la señora Kemp y Willa Jean, despidiéndoles con la mano como si Ramona y Howie fueran a hacer un viaje muy, muy largo—. Adiós.
Howie hizo como si no las conociera.
En cuanto arrancó el autobús, Ramona notó una patada en el respaldo de su asiento. Se dio la vuelta y vio a un chico robusto que llevaba una gorra de béisbol con la visera levantada y una camiseta blanca en la que había una palabra muy larga. Miró la palabra detenidamente: Terremoto. Un equipo de algo. Sí, seguro que su padre lo llevaba a ver partidos de fútbol o de baloncesto. No llevaba comida, y eso quería decir que iba a comer en la cafetería.
Ahora que ya era mayor a Ramona no le parecía bien llamarle “plomo”. Siguió mirando hacia delante sin decir nada. Este niño no iba a estropearle su primer día en tercero.
Plaf, plaf, plaf, contra el respaldo del asiento de Ramona. El autobús se detuvo para recoger a más niños, unos nerviosos, otros preocupados. Las patadas continuaban, Ramona siguió sin reaccionar, mientras el autobús pasaba por delante de su antigua escuela. “Qué tiempos aquéllos”, pensó Ramona, como si hubiera dejado de ir a la escuela Glenwood hacía años.
—Oye, Danny—dijo la encargada del autobús al niño que daba patadas—. Mientras yo esté al frente de la diligencia, no se dan patadas en los asientos. ¿Comprendido?
Ramona sonrió al oír a Danny murmurar una respuesta. Qué gracioso, la encargada del autobús decía que estaba al frente de la diligencia, como si estuviera cuidando un cargamento de oro, en vez de estar vigilando un autobús amarillo lleno de niños de escuela.
Ramona empezó a imaginarse que iba en una diligencia perseguida por unos bandidos, hasta que se dio cuenta de que su goma, su preciosa goma rosa, había desaparecido.
—¿Has visto una goma?—preguntó a una niña de segundo que se había sentado a su lado.
Las dos buscaron por el asiento y en el suelo. Ni rastro de la goma.
Ramona notó un golpecito en el hombro y se dio la vuelta.
—¿Era una goma rosa?—le preguntó el niño de la gorra de béisbol.
—Sí—dijo Ramona, dispuesta a’ perdonarle por haber dado patadas al asiento—.
¿La has visto?
—No.
El niño hizo una mueca y se bajó la visera de la gorra.
Esa mueca fue demasiado para Ramona.
—¡Mentiroso!—dijo, echando chispas por los ojos y volviendo a mirar hacia delante, enfadada por haber perdido su goma nueva, furiosa consigo misma por haberla dejado caer de forma que el niño pudiera verla. “Plomo”, se dijo para sus adentros y pensó que ojalá en la cafetería le dieran pescado y habichuelas verdes de lata, de ésas que tienen hilos. Y de postre, manzana asada, de esa cosa blanda que tiene la piel dura.
El autobús se detuvo en la escuela nueva de Ramona, la Cedarhurst, un edificio de dos pisos, de ladrillo rojo, muy parecido a su escuela anterior. Mientras iban bajando los niños del autobús, Ramona se estremeció un poco, con una sensación de triunfo. No se había mareado. Se dio cuenta de que había crecido, incluso más que sus pies. Los de tercero eran los mayores, sin contar a los maestros de esa escuela. Al ver a los pequeñitos de primero y segundo corriendo por el patio de recreo, con ese aspecto tan infantil, Ramona se sintió alta, mayor y . . . pues, eso, con la experiencia necesaria.
Danny pasó a su lado a empujones.
—¡Ahí va!—gritó a otro niño.
Algo pequeño y de color rosa voló por el aire hasta llegar a las manos del segundo niño. Éste se puso en posición, como si fuera a lanzar una pelota de béisbol, y la goma salió volando hacia Danny.
—¡Dame mi goma!
Llevando en alto la maleta del almuerzo, Ramona persiguió a Danny, que empezó a correr, esquivando a los niños de primero y segundo. Cuando ya estaba a punto de alcanzarlo, Danny lanzó la goma a otro niño. Si Ramona no se hubiera dado con la maleta del almuerzo en las rodillas, puede que la hubiera cogido. Por desgracia, el timbre sonó antes de que le diera tiempo.
—¡Macacos!—gritó Ramona.
Así llamaba a los niños que siempre cogen los mejores balones, salen los primeros al recreo y se ponen a jugar al fútbol donde los demás están jugando a la rayuela. Vio cómo su goma rosa volvía a caer en manos de Danny.
—¡Macacos!—volvió a gritar con lágrimas de rabia en los ojos—. ¡Macacos asquerosos!
Los niños, por supuesto, no le hicieron ni caso.
Indignada, Ramona entró en su escuela nueva y subió las escaleras en busca de la clase que le habían asignado, descubriendo al llegar que desde las ventanas, por encima de los tejados y las copas de los árboles, se veía el monte Hood a lo lejos. “Ojalá entre en erupción”, pensó, porque ella estaba a punto de estallar de furia.
En la clase nueva de Ramona, todo era nervios y confusión. A algunos de los niños los conocía de su escuela anterior. Todos hablaban a la vez, saludando a gritos a los conocidos y mirando a quienes pronto se convertirían en amigos, rivales o enemigos. A Ramona le dio pena que no estuviera Howie, a quien le había tocado en otra clase, pero, cómo no, el macaco ese, Danny, estaba ahí, sentado en un pupitre, con la gorra de béisbol puesta y pasándose la goma nueva de Ramona de una mano a otra. Ramona estaba tan indignada que no dijo nada. Lo que quería era pegarle. ¿Quién se habría creído que era para estropearle el día de esa manera?
—Bueno, muchachos, silencio—dijo la profesora.
Ramona se quedó atónita al oír que les llamaba muchachos. La mayoría de las maestras que había tenido hubieran dicho algo parecido a: “Creo que estoy hablando muy alto. ¿Será por el ruido que están haciendo?”
Ramona eligió un asiento en la primera fila y se puso a contemplar a su maestra nueva, una mujer de aspecto fuerte, con el pelo corto y la piel muy morena. “Como mi profesora de natación”, pensó Ramona.
—Soy la señora Ballenay—dijo la maestra mientras iba escribiendo su nombre en la pizarra—. B-a-1-l-e-n-a-y. Soy una ballena con un rabo en forma de “y”.
Soltó una carcajada y su clase también. Luego, la ballena con un rabo en forma de “y” dio a Ramona unas tiras de papel.
—Repártelas, por favor—le pidió—. Voy a necesitar carteles con sus nombres, hasta que los vaya conociendo.
Ramona obedeció, y mientras iba andando entre los pupitres se dio cuenta de que sus sandalias crujían. Cric, crac, cric. Soltó una risita y lo mismo hizo el resto de la clase. Cric, crac, cric. Ramona fue por un pasillo y volvió por otro. A la última persona a quien dio su tira de papel fue al niño del autobús, que seguía con la gorra de béisbol puesta.
—¡Devuélveme la goma, macaco!—susurró.
—Cógela, si puedes, pies grandes—susurró él con una sonrisa.
Ramona se miró los pies. ¿Pies grandes? Piesgrandes es una criatura peluda, de diez pies de altura que, según dicen, deja huellas de pisadas gigantescas en la nieve de las montañas de Oregon. Hay personas que creen haber visto a Piesgrandes deslizándose entre los bosques, pero nadie ha sido capaz de demostrar que exista de verdad.
¡Conque pies grandes! A Ramona le habían crecido los pies, pero no los tenía inmensos. No pensaba quedarse callada ante semejante insulto.
—Y tú eres superpiés, pedazo de macaco—dijo en voz alta, dándose cuenta, demasiado tarde, de que acababa de ponerse un apodo nuevo a sí misma.
Ante su gran asombro, el macaco sacó la goma del bolsillo y se la dio con una sonrisa. ¡Vaya! Con la nariz muy alta, Ramona volvió a su asiento entre crujidos. Se sentía tan satisfecha de sí misma que volvió por el camino más largo, flexionando los pies todo lo que podía para que los crujidos fueran más fuertes. ¡Había hecho lo que tenía que hacer! No se había dejado intimidar cuando el macaco le había llamado pies grandes y ahora tenía la goma en la mano. Seguro que a partir de ese momento el macaco iba a llamar a Ramona con el apodo de superpiés, pero le daba igual. Superpiés era un nombre que se había puesto a sí misma. Ahí estaba la diferencia. Ella había ganado.
Ramona se dio cuenta de que se seguían oyendo los crujidos de sus sandalias en medio de un silencio insólito. Se detuvo bruscamente al ver a su maestra nueva mirándola y sonriendo. Todos los demás niños miraban fijamente a la maestra.
—Ya nos hemos dado cuenta de que tienes zapatos musicales—dijo la señora Ballenay.
La clase entera soltó una carcajada, por supuesto.
Andando con las piernas rectas y sin flexionar los pies, Ramona logró llegar a su asiento sin hacer ruido. No sabía qué pensar. Al principio había creído que la señora Ballenay la estaba regañando, pero también era posible que estuviera haciendo una broma. Con los mayores nunca se sabe. Ramona acabó diciendo que si una maestra dejaba al macaco llevar puesta la gorra de béisbol en clase, no le podía importar mucho unos zapatos que crujían. Se inclinó sobre su tira de papel y escribió lenta y cuidadosamente, con su mejor letra: Ramona Quimby, 8 años. Se quedó mirando lo que había escrito y se puso contenta. Le gustaba sentirse mayor en su nueva escuela. Le gustaba—mejor dicho, estaba casi segura de que le gustaba—tener una maestra tan tranquila. El macaco . . . Bueno, era el único problema, pero, por ahora, había conseguido mantenerlo a raya. Además, a pesar de que probablemente no iba a ser capaz de reconocerlo ante nadie, ahora que había recuperado su goma, el macaco le caía bien, casi bien. Era como una especie de reto.
Ramona empezó a adornar las zonas blancas que rodeaban su nombre, dibujando espirales y flores. Estaba contenta, además, porque su familia había estado de buen humor esa mañana y porque ya era lo bastante mayor como para que su familia confiara en ella.
Sólo le quedaba el problema de Willa Jean . . .