Los Quimby volvían a llevarse bien, más o menos. Sin embargo, había muchas noches en que el señor y la señora Quimby tenían conversaciones largas y serias tras la puerta cerrada de su habitación. El tono grave de sus voces preocupaba a Ramona, que estaba deseando oírles reír. A pesar de todo, a la hora de desayunar solían estar alegres, aunque con prisas.
Donde Ramona no estaba muy contenta era en el colegio. En realidad, no se sentía nada cómoda, porque le preocupaba mucho que su profesora la considerara una fastidiosa. Dejó de levantar la mano cuando sabía alguna respuesta y aparte del viaje en autobús y de la lectura silenciosa prolongada, odiaba la escuela.
Una mañana, cuando Ramona estaba pensando que ojalá se librara de ir al colegio, hizo un agujero en sus copos de avena con la cuchara para ver cómo se llenaba el hueco de leche, mientras oía un ruido que venía del garaje, el rugido chirriante de un coche que se niega a ponerse en marcha
—Grr-rrr-rrr—dijo, imitando el ruido del motor.
—Ramona, no te entretengas—dijo su madre.
La señora Quimby estaba muy atareada en el salón, recogiendo periódicos, colocando cojines en su sitio, quitando el polvo a los marcos de las ventanas y a la mesa de café. Estaba “limpiando por encima”, como decía ella. A la señora Quimby no le gustaba llegar y encontrarse la casa desordenada.
Ramona tomó unas cuantas cucharadas de copos de avena con leche, pero la cuchara le pesaba mucho aquella mañana.
—Y bébete la leche—dijo su madre—. Ya sabes que no rendirás en la escuela si no desayunas como es debido.
Ramona no hizo mucho caso a este discurso, que estaba acostumbrada a oír casi todas las mañanas. Por pura costumbre, bebió la leche y se comió casi todas las tostadas. En el garaje, el coche había dejado de rugir y había empezado a vibrar.
Ramona se había levantado de la mesa y estaba lavándose los dientes cuando oyó a su padre hablando con su madre desde la puerta:
—Dorothy, ¿te importa venir a intentar arrancar el coche mientras yo empujo? No consigo meter la marcha atrás.
Ramona se enjuagó la boca y corrió hacia la ventana, llegando a tiempo para ver a su padre empujar el coche silencioso con todas sus fuerzas por la rampa del garaje, con su madre al volante. Al llegar a la calle, la señora Quimby puso en marcha el motor y acercó el auto al borde de la acera.
—Ahora, mete la marcha atrás—le indicó el señor Quimby.
La señora Quimby dijo al cabo de un rato:
—No entra.
Ramona se puso el abrigo, cogió su comida y corrió fuera para ver qué ocurría cuando un coche anda hacia delante, pero no hacia atrás. Se dio cuenta en seguida de que a sus padres no les hacía ninguna gracia el asunto.
—Voy a tener que llevarlo al taller—dijo el señor Quimby con aspecto enfadado—. Y luego tendré que coger el autobús, con lo cual perderé la primera clase.
—Lo puedo llevar yo y así coges el autobús ahora—dijo la señora Quimby—. Como está puesto el contestador automático, no pasa nada si yo me retraso unos minutos en llegar a la consulta.
Entonces, al ver a Ramona de pie en la acera, le dijo:
—Date prisa, que vas a perder el autobús—y le mandó un beso desde donde estaba.
—¿Y si tienes que dar marcha atrás?—preguntó Ramona.
—Con un poco de suerte, no me hará falta—contestó su madre—. Anda, date prisa.
—Adiós, Ramona—dijo el señor Quimby.
Ramona se dio cuenta de que le preocupaba más el coche que ella. Los pies le pesaron más que de costumbre mientras iba hacia la parada de su ruta. El viaje a la escuela se le hizo más largo que nunca. El macaco le dijo:
—Hola, cabeza de huevo.
Ella ni siquiera se molestó en contestarle: “Y tú, cabeza de huevo frito”, como había pensado.
Al empezar la clase, Ramona se puso a rellenar los espacios de su cuaderno de ejercicios de matemáticas, pero no le importaba mucho si se equivocaba o no. Le pesaba la cabeza y sus dedos no querían moverse. Estuvo a punto de decirle a la señora Ballenay que se encontraba mal, pero su maestra estaba ocupada escribiendo una lista de palabras en la pizarra y probablemente pensaría que era un fastidio que la interrumpieran.
Ramona apoyó la cabeza en una mano, mirando los veintiséis frascos de copos de avena azul. No quería pensar en copos de avena azul, ni copos de avena blanca, ni copos de avena de ninguna clase. Se quedó quieta, intentando que se le pasara el malestar. Sabía que era mejor decírselo a su maestra, pero ni siquiera tenía fuerzas para levantar la mano. Si se quedaba quieta, si no movía ni un dedo meñique, ni una pestaña, quizá se le pasara.
“Fuera, copos de avena”, pensó Ramona y entonces se dio cuenta de que le iba a pasar lo más terrible, horrible, espantoso y monstruoso que le podía pasar. “Por favor, Dios, haz algo . . .” Ramona se puso a rezar demasiado tarde.
Y eso tan terrible, horrible, espantoso y monstruoso le sucedio: vomitó. Vomitó en el suelo, delante de todos. Un segundo antes, el desayuno estaba en su sitio. De repente, era como si le hubieran dado marcha atrás por dentro y el desayuno había ido a parar al suelo.
Ramona no se había sentido peor en toda su vida. Los ojos se le llenaron de lágrimas de vergüenza al ver la cara de asombro y horror que ponían todos a su alrededor. Oyó a la señora Ballenay que decía:
—Vaya por Dios. Marsha, llévate a Ramona al despacho. Danny, ve a decir al señor Watts que alguien ha vomitado. Niños, pueden taparse la nariz y desfilar hacia el pasillo.
Hay que esperar a que el señor Watts limpie la clase.
Estas instrucciones hicieron que Ramona se sintiera aún peor. Las lágrimas le cayeron por la cara y pensó que ojalá viniera Beezus a ayudarla, aunque sabía que estaba muy lejos, en su escuela. Dejó que Marsha la guiara escaleras abajo mientras el resto de los niños, tapándose la nariz con el dedo índice y el pulgar, salían de la clase rápidamente.
—No te preocupes, Ramona—dijo Marsha amablemente, aunque manteniéndose a cierta distancia, como si Ramona fuera a explotar.
Ramona lloraba tanto que no podía contestar. Estaba segura de que el mayor fastidio del mundo entero es vomitar en la escuela. Hasta aquel momento, había pensado que su maestra era injusta cuando la llamaba fastidiosa, pero ya no había forma de huir de la verdad: era una fastidiosa, un horrible fastidio con la nariz llena de mocos y sin tener nada con que sonarse.
Cuando entraron en la oficina, Marsha estaba deseando dar la noticia.
—Señora Larson—dijo—. Ramona ha vomitado.
Se enteró hasta el director, que estaba en su despacho. Ramona estaba segura de que no iba a salir como si fuera amigo suyo, porque nadie quiere ser amigo de alguien que acaba de vomitar.
La señora Larson, cogiendo rápidamente un Kleenex de la caja que tenía encima de la mesa, se levantó como un resorte.
—Vaya—dijo tranquilamente, como si todos los días entraran en su despacho niños que acaban de vomitar—. Suénate—dijo, acercando el Kleenex a la nariz de Ramona.
Ramona se sonó. El director, por supuesto, se quedó en su despacho, a salvo.
La señora Larson llevó a Ramona al cuartito que había al lado, al mismo cuarto en que le había lavado la cabeza cuando se la había llenado de huevo. Le dio un vaso lleno de agua.
—Te querrás enjuagar la boca, ¿verdad?—preguntó.
Ramona asintió con la cabeza, se enjuagó y empezó a encontrarse mejor. No parecía que la señora Larson la considerara un fastidio.
La secretaria puso una toalla de papel limpia encima de la almohada de la cama, indicó a Ramona que se tumbara y le echó una manta por encima.
—Voy a llamar a tu madre para decirle que venga a buscarte—dijo.
—Está trabajando—susurró Ramona, pensando que si hablaba en voz alta, se le podía revolver el estómago otra vez—. Y mi padre está en la universidad.
—Ah—dijo la señora Larson—. ¿Y a dónde vas al salir del colegio?
—A casa de Howie Kemp—dijo Ramona, cerrando los ojos, deseando poder dormirse y no despertarse hasta que se hubiera acabado todo el problema. Se dio cuenta de que la señora Larson había marcado un número y después de algunos segundos había colgado el teléfono. La abuela de Howie no estaba en casa.
En ese momento, volvió a tener esa sensación terrible, horrible, espantosa y monstruosa.
—Señora L-Larson—tartamudeó Ramona—. Voy a vomitar.
Al instante, la señora Larson estaba sujetando la cabeza de Ramona encima del inodoro.
—Por suerte, como tengo tres hijos, estoy acostumbrada a estas cosas—dijo. Cuando Ramona terminó, le dio otro vaso de agua y añadió alegremente—: Seguro que ahora te encuentras mucho mejor.
Ramona contestó con una sonrisa débil y temblorosa.
—¿Quién va a ocuparse de mí?—preguntó mientras la señora Larson volvía a taparla con la manta.
—No te preocupes—dijo la señora Larson—. Ya encontraremos a alguien. Mientras tanto, quédate aquí descansando.
Ramona estaba débil, agotada y agradecida a la señora Larson. Nunca le había apetecido tanto cerrar los ojos, y cuando se quiso dar cuenta, oyó a su madre susurrando:
—Ramona.
Levantó los párpados, que le pesaban mucho, y vio a su madre de pie a su lado.
—¿Te encuentras mejor? ¿Nos vamos a casa?—preguntó la señora Quimby suavemente sujetando el abrigo de Ramona en la mano.
A Ramona se le llenaron los ojos de lágrimas. No estaba segura de si las piernas le iban a funcionar y, además, ¿cómo iban a llegar a casa si no tenían auto? ¿Y qué hacía allí su madre cuando tenía que estar trabajando? ¿Perdería su empleo?
La señora Quimby ayudó a Ramona a levantarse y le echó el abrigo por encima de los hombros.
—Tengo un taxi esperando fuera—dijo mientras llevaba a Ramona hacia la puerta.
La señora Larson levantó la vista de la máquina de escribir.
—Adiós, Ramona. Te echaremos de menos—dijo—. Que te mejores.
Ramona se encontraba tan mal que estaba convencida de que no se le iba a pasar nunca. Al salir vio un taxi amarillo con el motor en marcha. ¡Un taxi! Ramona nunca había montado en taxi y ahora estaba demasiado enferma para poder apreciarlo. En cualquier otro momento, se hubiera sentido muy importante marchándose del colegio en taxi a media mañana.
Al entrar, se dio cuenta de que el taxista la miraba como si no estuviera muy convencido. “No pienso vomitar en un taxi—pensó Ramona, convenciéndose a sí misma—. No pienso. Un taxi debe ser carísimo”, y añadió unas palabras silenciosas, dirigidas a Dios: “¡No me dejes vomitar en un taxi!”
Con mucho cuidado, apoyó la cabeza en las rodillas de su madre y cada vez que oía el clic del taxímetro, pensaba: “No voy a vomitar en el taxi”. Y no vomitó. Consiguió aguantarse hasta que llegó al cuarto de baño de su casa.
Qué bien se estaba en la cama, con sábanas limpias. Su madre le lavó la cara y las manos con un paño húmedo y le puso el termómetro. Después de eso, Ramona no se preocupó por nada más.
A última hora de la tarde, se despertó cuando Beezus susurró desde la puerta:
—Hola.
Cuando el señor Quimby llegó a casa, también se asomó a la puerta.
—¿Cómo está mi niña?—preguntó suavemente.
—Enferma—contestó Ramona, compadeciéndose de sí misma—. ¿Cómo está el auto?
—Sigue enfermo—contestó su padre—. En el taller tenían tanto trabajo que no han podido empezar a arreglarlo hoy.
Al rato, Ramona se dio cuenta de que su familia había empezado a cenar sin ella, pero no le importó. Luego, la señora Quimby volvió a ponerle el termómetro, la hizo incorporarse en la cama y le dio un vaso de algo con burbujas, lo cual sorprendió a Ramona. Su madre siempre decía que las bebidas gaseosas sientan mal.
—He hablado con la doctora—explicó la señora Quimby—y me ha dicho que te dé esto, porque te conviene tomar líquidos.
Con la bebida, le estaban entrando ganas de estornudar. Esperó un momento, nerviosa. ¿Lograría que el líquido se quedara en el estómago? Sí. Bebió un sorbo y luego otro más.
—Muy bien—susurró su madre.
Ramona se echó hacia atrás y pegó la cara a la almohada. Al acordarse de lo que había pasado en el colegio empezó a llorar.
—Mi vida—dijo su madre—. No llores. Has cogido un poco de frío, nada más. En un par de días se te habrá pasado.
—No se me habrá pasado—dijo Ramona con voz ahogada.
—Sí, se te habrá pasado—dijo la señora Quimby, dándole unas palmaditas por encima de la colcha.
Ramona se volvió y miró a su madre con ojos llorosos.
—Tú no sabes lo que ha pasado—dijo.
La señora Quimby puso cara de preocupación.
—¿Qué ha pasado?—dijo.
—He vomitado en el suelo, delante de toda la clase—lloriqueó Ramona.
—Todos saben que no has vomitado a propósito y, desde luego, no será la primera vez que alguien vomita en el colegio—dijo, añadiendo después de una pausa—: pero deberías haber dicho a la señora Ballenay que no te encontrabas bien.
Ramona no se sentía capaz de admitir que su maestra la consideraba una fastidiosa. Soltó un gemido largo y tembloroso.
La señora Quimby volvió a darle una palmadita y apagó la luz.
—Ahora, duérmete—dijo—. Por la mañana, te encontrarás mejor.
Ramona estaba convencida de que, aunque su estómago se encontrara mejor, el resto de ella seguiría sintiéndose horrible. Empezó a pensar en el siguiente apodo que le pondría el macaco y en lo que la señora Ballenay contaría de ella a la secretaria del colegio a la hora de comer. Ya a punto de dormirse, decidió que era una superfastidiosa y, encima, estaba enferma.