Por la noche, Ramona se despertó a medias cuando su madre le pasó un paño húmedo por la cara y le levantó la cabeza para ayudarla a beber algo frío. Luego, cuando los ojos se le empezaban a acostumbrar a la oscuridad, tuvo que aguantar un termómetro metido debajo de la lengua durante lo que a ella le pareció una eternidad. Se sentía segura al saber que su madre la iba a cuidar. Segura, pero enferma. En cuanto encontraba una zona algo más fresca en la almohada, la calentaba tan deprisa que en seguida estaba incómoda y tenía que darse la vuelta.
Cuando ya entraba luz en su habitación, Ramona, medio dormida, se dio cuenta vagamente de que su familia estaba procurando hacer el menor ruido posible para no molestarla. En algún rincón diminuto de su mente se alegró de ello. Oyó los sonidos típicos del desayuno y luego debió quedarse completamente dormida, porque cuando despertó, la casa estaba en silencio. ¿Se habían marchado todos y la habían dejado sola? No; oyó a alguien moviéndose en la cocina. Seguro que la abuela de Howie había venido a quedarse con ella.
Se le nubló la vista al llenársele los ojos de lágrimas. Su familia la había abandonado cuando estaba enferma. Parpadeó y descubrió, encima de la mesita de noche, un dibujo que había hecho su padre para ella. Se veía a Ramona apoyada en un árbol y el auto de los Quimby junto a otro árbol. Había dibujado a Ramona con el ceño fruncido y con la boca curvada hacia abajo. El auto tenía los faros inclinados y el parachoques curvado hacia abajo. Los dos tenían aspecto de estar enfermos. Ramona se dio cuenta de que aún sabía sonreír. También descubrió que tenía un calor pegajoso, no un calor seco. Intentó sentarse en la cama, pero se dejó caer hacia atrás. Sentarse requería demasiado esfuerzo. Le hubiera gustado que su madre estuviera allí, con ella, y de repente, como si se le hubiera cumplido un deseo, su madre entró en la habitación con una tina llena de agua y una toalla.
—¡Mamá!—carraspeó Ramona—. ¿Por qué no has ido a trabajar?
—Porque me he quedado en casa para cuidarte—contestó la señora Quimby, mientras le lavaba la cara y las manos cuidadosamente—. ¿Te sientes mejor?
—Un poco—dijo Ramona, que se sentía mejor en parte, aunque estaba sudorosa, débil y preocupada—. ¿Te van a echar del trabajo?—preguntó, acordándose de la época en que su padre se había quedado sin empleo.
—No. La recepcionista anterior, que está jubilada, me va a sustituir durante unos días—dijo la señora Quimby, mientras lavaba a Ramona con una esponja y le ponía un pijama limpio—. Ya está—dijo—. ¿Te apetece un té con tostadas?
—¿Un té, como si fuera mayor?—preguntó Ramona, aliviada al oír que su madre tenía el empleo asegurado, porque así su padre podía seguir estudiando.
—Como si fueras mayor—dijo su madre, poniendo otra almohada detrás de la espalda de Ramona para que pudiera sentarse.
Luego, tardó muy poco en aparecer con una bandeja en la que había un trozo de pan tostado y un té muy claro.
Después de mordisquear y beber, Ramona se quedó cansada y triste.
—Anímate—dijo la señora Quimby cuando vino a llevarse la bandeja—. Te ha bajado la fiebre y te vas a poner bien en seguida.
Era verdad que se encontraba un poco mejor. Su madre tenía razón. No había vomitado a propósito. No era la primera vez que ocurría una cosa así. Se acordó de que había un niño en kinder y una niña en primero . . .
Ramona se quedó dormida y al despertar, empezó a aburrirse y a ponerse caprichosa. Quería tomar la tostada con mantequilla y puso mala cara cuando su madre le dijo que las personas que están mal del estómago no deben tomar mantequilla.
La señora Quimby sonrió y dijo:
—Se nota que ya estás mejor, porque te portas como un tigre herido.
Ramona hizo una mueca.
—No me porto como un tigre herido—informó a su madre.
Cuando la señora Quimby le hizo la cama en el sofá del salón para que pudiera ver la televisión, se enfadó con el aparato, porque los programas que ponían durante el día le parecieron aburridos y tontos. Los anuncios eran mucho más interesantes que los programas. Se echó hacia atrás, pensando que ojalá pusieran un anuncio de comida para gatos, porque los gatos que salían eran muy bonitos. Mientras esperaba, se puso a darle vueltas al tema de su maestra.
“Está claró que no he vomitado a propósito—se dijo a sí misma—. No entiendo cómo la señora Ballenay no se ha dado cuenta. Y además, en el fondo, soy una buena persona. No entiendo cómo la señora Ballenay tampoco se ha dado cuenta de eso”.
—¿Quién paga a los maestros?—preguntó Ramona de repente, al entrar su madre en la habitación.
—Pues, todos nosotros—dijo su madre, sorprendida ante la pregunta—. Pagamos impuestos y los sueldos de los maestros salen de los impuestos.
Ramona sabía que los impuestos era algo malo que hacía preocuparse a los padres.
—Deberían dejar de pagar impuestos—informó Ramona a su madre.
La señora Quimby sonrió.
—Nos encantaría . . . por lo menos, hasta que terminemos de pagar la habitación que hemos añadido a la casa. Pero, ¿cómo se te ha ocurrido esa idea?
—La señora Ballenay me tiene manía—contestó Ramona—. Tendría que tratarme bien. Es parte de su trabajo.
Lo único que dijo la señora Quimby fue:
—Si estás así de quejosa, en la escuela puede que tratarte bien no sea tan fácil.
Ramona se indignó. Se suponía que su madre tenía que compadecer a su pobre niñita enferma.
Tiquismiquis entró en el salón y miró a Ramona fijamente, como si le pareciera extraño ver a Ramona en el sofá. Dio un salto artrítico, se subió encima de la manta, se lamió desde las orejas hasta la punta del rabo, aplastó la manta y, ronroneando, se instaló junto a Ramona, que se quedó muy quieta para que el gato no se marchara. Al ver que se había dormido, Ramona le acarició suavemente. Tiquismiquis no solía acercarse a ella, porque era demasiado revoltosa, según decía su madre.
En la pantalla de televisión apareció un hombre muy gracioso. Se había comido una pizza y tenía una indigestión. Se quejaba: “Es increíble que me la haya comido entera”. Ramona sonrió.
En el anuncio siguiente salía un gato andando hacia delante y hacia atrás, como si estuviera bailando.
—¿Tú crees que podemos enseñar a Tiquismiquis a hacer eso?—preguntó Ramona a su madre.
A la señora Quimby le hizo gracia imaginarse a Tiquismiquis, que ya estaba bastante viejo, bailando.
—No creo—dijo—. Además, ese gato no baila de verdad. Pasan la película hacia delante y hacia atrás para que parezca que baila.
¡Qué desilusión! Ramona cerró los ojos mientras aparecía otro anuncio de comida para gatos. Los abrió en el momento en que un enorme gato blanco despreciaba varias marcas de comida hasta que se ponía a comer unas galletas silenciosamente. “Qué raro”, pensó Ramona. Cuando Tiquismiquis comía galletas de ésas, al masticarlas hacía tanto ruido que se le oía desde cualquier habitación de la casa, pero los gatos que salían en los anuncios siempre comían en silencio. Los anuncios mentían. Ni más, ni menos. Ramona se indignó con los anuncios de comida para gatos. ¡Tramposos! Se indignó con el mundo entero.
A última hora de la tarde, Ramona se despertó al oír el timbre. ¿Sería alguien interesante? Ojalá, porque estaba aburrida. Era Sara.
Ramona se echó hacia atrás, intentando ponerse más pálida y débil de lo que estaba, mientras su madre decía:
—Hola, Sara. Me alegro de verte, pero creo que es mejor que no entres en casa hasta que Ramona se haya puesto bien del todo.
—Ya—dijo Sara—. Sólo he venido a traer unas cartas que han escrito los de la clase para Ramona y un libro que le manda la señora Ballenay para que lo lea.
—Hola, Sara—dijo Ramona con la sonrisa más débil que pudo conseguir.
—La señora Ballenay me ha dicho que te diga que este libro no es de los de TAL. Tienes que hacer un informe—explicó Sara desde la puerta.
Ramona soltó un quejido.
—Me ha dicho que te diga—continuó Sara—que quiere que hablemos del libro en clase como si quisiéramos venderlo. No quiere que le contemos el argumento entero. Dice que se sabe los argumentos de los libros de la biblioteca de memoria.
Ramona empezó a encontrarse peor. Aparte de tener que hacer un informe sobre el libro, iba a tener que escuchar los veinticinco informes del resto de la clase, lo cual era otro motivo para quedarse en casa.
Al marcharse Sara, Ramona examinó el sobre enorme que había traído. La señora Ba-llenay había escrito el nombre de Ramona con una letra “Q” en cursiva y debajo, en letras grandes: “¡Vuelve pronto!”, seguido de un dibujo de una ballena y una “y”.
“Seguro que no lo dice en serio”, pensó Ramona. Abrió el sobre que contenía las primeras cartas que le habían escrito en su vida.
—Mamá, ¡las han escrito en cursiva!—gritó, encantada.
Aunque todas las cartas decían más o menos lo mismo—sentimos que te hayas puesto enferma y esperamos que se te pase pronto—, Ramona se puso contenta. Sabía que su maestra los había mandado a escribirlas para que aprendieran a escribir cartas, aparte de practicar su caligrafía, pero no le importaba.
Había una carta que era distinta. El macaco había escrito: “Querida superpiés, ponte bien pronto o me voy a comer tu goma de borrar”. Ramona sonrió, porque en la carta se notaba que la echaba un poco de menos. Estaba deseando que volviera su padre y su hermana para alardear de las cartas que había recibido.
Ramona esperaba pacientemente. Le aburría ver la televisión y se sentía incómoda de estar en la misma postura para no molestar a Tiquismiquis. Que pena les iba a dar verla tan pálida y tan delgada. Seguro que su padre le traía algún regalito, algo para entretenerse mientras estaba en la cama. ¿Un libro, ahora que ya leía libros con capítulos? ¿Crayolas para dibujar? Su padre sabía lo importante que es tener unas crayolas afiladas para poder dibujar bien.
Beezus llegó primero, con una pila de libros que dejó caer en un sillón.
—¡Tareas!—dijo, soltando un gruñido.
Ahora que estaba en la escuela intermedia, siempre estaba hablando de la cantidad de tareas que tenía que hacer, como si Ramona no hiciera nada en la escuela.
—¿Qué tal estás?—dijo, por fin.
—Mal—dijo Ramona con una voz muy débil—, pero me han escrito todos los de mi clase.
Beezus echó un vistazo al montón de cartas.
—Lo han copiado de la pizarra—dijo.
—Escribir una carta entera en letra cursiva no es tan fácil para muchos de los que están en tercero—dijo Ramona, dolida al ver cómo Beezus despreciaba sus cartas.
Dio un empujón a Tiquismiquis para poder estirar las piernas. La televisión seguía con su sonido zumbón.
—¿Qué le habrá pasado a papá?—comentó la señora Quimby, mirando por la ventana.
Ramona sabía por qué su padre se estaba retrasando, pero no dijo nada. Estaba comprándole un regalito por estar enferma. Qué ganas tenía de ver lo que era.
—Nos han mandado a hacer un informe de un libro—dijo a Beezus para que se enterara de que ella también tenía tarea—. Tenemos que hacer que vendemos un libro.
—Eso lo he hecho yo un par de veces—dijo Beezus—. La maestra siempre dice que no hay que contar el argumento entero y la mitad de los niños acaban diciendo: “Si quieren saber lo que pasa después, lean el libro”, y siempre hay alguien que dice: “Lean el libro si no quieren que les dé un puñetazo en la nariz”.
Ramona sabía muy bien quién iba a decir algo así en su clase. El macaco, por supuesto.
—Aquí está—dijo la señora Quimby, apresurándose a abrir la puerta al padre de Ramona, que dio un beso a su mujer al entrar.
—¿Dónde está el auto?—preguntó ella.
—Malas noticias—dijo el señor Quimby, con voz de cansado—. Hay que cambiarle la caja de cambios.
—¡Vaya!—dijo la señora Quimby, sorprendida—. ¿Y cuánto va a costar?
El señor Quimby dijo con aspecto grave:
—Mucho. No tenemos dinero para pagarlo.
—Vamos a tener que pagarlo como sea—dijo la señora Quimby—. No podemos quedarnos sin auto.
—Me han dicho que me dejan pagarlo a plazos—explicó él—y voy a trabajar alguna hora más como ayudante de Papá Noel, en el almacén.
—Ojalá hubiera alguna otra solución . . .—dijo la señora Quimby, dirigiéndose a la cocina a preparar la cena, con un aspecto muy triste.
Fue entonces cuando el señor Quimby prestó atención a Ramona.
—¿Cómo estás, cielo?—preguntó.
—Mal—dijo Ramona, olvidándose de poner cara de enferma, porque le daba rabia que su padre no le hubiera traído un regalo.
—Anímate—dijo el señor Quimby, sonriendo a medias—. Por lo menos, no necesitas unos cilindros nuevos y mañana te encontrarás mejor.
—¿Para qué sirve la caja de cambios?—preguntó Ramona.
—Para hacer que el auto ande—explicó su padre.
—Ah—dijo Ramona. Luego, para demostrar a su padre que ella también tenía problemas, añadió—: Tengo que hacer un informe sobre un libro para el colegio.
—Pues escribe algo interesante—dijo el señor Quimby mientras iba a lavarse las manos para cenar.
Ramona sabía que su padre estaba preocupado, pero no pudo evitar pensar que podía haber compadecido un poco más a su hija pequeña. Parecía que quería más al auto que a ella. Se echó sobre la almohada, sintiéndose verdaderamente débil, harta de la televisión y lamentando que su padre tuviera que trabajar más horas en el almacén de congelados, donde a pesar de ponerse muchos pares de calcetines, siempre tenía los pies fríos y a veces tenía que salir fuera para recuperar el color en las mejillas.
Cuando su madre, después de haber puesto la cena al resto de la familia, dijo que había llegado el momento de que Ramona se metiera en la cama y ella le llevaría la cena en una bandeja, Ramona no protestó. Era agradable saber que su madre no la consideraba una fastidiosa.