8

EL INFORME DE RAMONA

En la familia Quimby, todo eran preocupaciones. Los padres estaban preocupados porque tenían que arreglarse sin el auto mientras le cambiaban la caja de cambios y lo peor de todo era que había que pagar el arreglo. Beezus estaba preocupada porque la habían invitado a una fiesta a la que iban chicos. Temía que acabaran bailando y le daba vergüenza bailar. Además, los chicos de su edad, según ella, se ponían tontos en las fiestas. Ramona, que aún no estaba bien del todo, estuvo un día más metida en casa, dando vueltas y preocupándose por su informe. Si lo hacía interesante, la señora Ballenay iba a pensar que quería llamar la atención. Si no lo hacía interesante, no le iba a gustar.

Para colmo, Beezus, al pasar por el comedor aquella noche, miro por casualidad la cabeza de su padre, que estaba inclinado sobre sus libros.

—¡Papá, se te está cayendo el pelo!—gritó horrorizada.

Ramona se acercó corriendo.

—No es para tanto—dijo, porque no quería que su padre se preocupara—. Aún no estás calvo.

La señora Quimby también inspeccionó la coronilla de su marido.

—Es verdad que se te ha caído algo de pelo—dijo, dándole un beso en la zona de la que hablaban—. No te preocupes. Yo me descubrí una cana la semana pasada.

—-¿Qué es esto? ¿Un seminario sobre mi pelo?—preguntó el señor Quimby, cogiendo a su mujer por la cintura—. Tranquila. Te querré igual cuando estés vieja y con el pelo gris.

—Muchas gracias—dijo la señora Quimby, horrorizada de imaginarse a sí misma como una viejecita con el pelo gris.

Los dos soltaron una carcajada. El señor Quimby soltó a su mujer y le dio una palmadita cariñosa en el trasero, lo cual divirtió y asombró a sus hijas.

Ramona se quedó algo confusa tras esta conversación. No quería que a su padre se le cayera el pelo, ni que a su madre se le pusiera gris. Quería que sus padres se quedaran exactamente igual que estaban ahora. Pero le había gustado mucho verles tan cariñosos uno con el otro. Sabía que su padre y su madre se querían, pero a veces, cuando estaban cansados y tenían prisa, o cuando tenían conversaciones largas y serias después de que las niñas se hubieran metido en la cama, ella se preocupaba, porque conocía a algunos niños cuyos padres habían dejado de quererse. Pero, en cuanto a los suyos, ahora sabía que no había ningún problema.

De repente, Ramona se puso tan contenta que ya no le parecía difícil hacer el informe sobre el libro. Pero tenía que conseguir que fuera interesante.

El libro, El gato abandonado, que la señora Ballenay había mandado a Ramona para que lo leyera e hiciera un informe, estaba dividido en capítulos, pero estaba escrito como si fuera para un niño pequeño. Era la historia de un gato abandonado por una familia al mudarse de casa y contaba sus aventuras con un perro, otro gato y unos niños. El gato acababa viviendo en casa de un par de viejecitos muy simpáticos que le daban un tazón de crema y le ponían de nombre Copo de Nieve, porque tenía una pata blanca.

“Bastante aburrido”, pensó Ramona. No estaba mal para leer en el autobús, pero no era suficientemente bueno para la lectura silenciosa prolongada. Además, la crema es demasiado cara para dársela a un gato. “Como mucho, los viejecitos le darían mitad crema, mitad leche”, pensó. Ramona pretendía que los libros, y las personas, por supuesto, hablaran con propiedad.

—Papá, ¿qué se hace para vender una cosa?—dijo Ramona, interrumpiendo a su padre, que estaba estudiando, aunque sabía muy bien que no debía molestarlo.

El señor Quimby no levantó la vista del libro.

—Parece mentira que no lo sepas, con la cantidad de anuncios que ponen en la tele . . .

Ramona se quedó pensando. Siempre había considerado los anuncios como algo divertido, pero ahora empezó a acordarse de los que más le gustaban: los gatos que bailaban hacia delante y hacia atrás; el perro que apartaba la marca X de comida con una pata; el hombre que se comía una pizza, tenía una indigestión, se quejaba y decía que era increíble habérsela comido entera; los seis caballos que atravesaban desiertos y montañas, tirando de una diligencia.

—¿Tú crees que se puede hacer un informe como si fuera un anuncio de la tele?—preguntó Ramona.

—¿Por qué no?—contestó el señor Quimby distraído.

—No quiero que mi maestra diga que soy una fastidiosa—dijo Ramona, que necesitaba que alguna persona mayor le devolviera la confianza en sí misma.

Esta vez, el señor Quimby levantó la mirada de su libro.

—Vamos a ver—dijo—. Te ha pedido que te imagines que vendes un libro. Así que, véndelo. Los anuncios de la tele sirven para vender, ¿no? No puedes ser una fastidiosa si haces lo que te ha pedido la maestra—dijo. Se detuvo, miró a Ramona y añadió—: ¿Por qué te preocupa que diga que eres una fastidiosa?

Ramona miró fijamente la alfombra, movió los dedos de los pies dentro de los zapatos y por fin, dijo:

—El primer día de escuela, me crujían los zapatos.

—Eso no es ser una fastidiosa—dijo el señor Quimby.

—Y cuando se me llenó el pelo de huevo, la señora Ballenay dijo que yo era una fastidiosa—confesó Ramona—. Y luego, vomité en el colegio.

—Pero todo eso no lo has hecho a propósito—le dijo su padre—. Y ahora, déjame estudiar, anda.

Ramona dio vueltas a la contestación de su padre y decidió que como su madre también había dicho que ella no lo había hecho a propósito, debía ser verdad. Bueno, pues por ella, que la señora Ballenay se tirara a un río, aunque ella le había escrito, sin derrochar palabras, que la echaba de menos. Ramona iba a hacer el informe como le apeteciera. La señora Ballenay, que se fastidiara.

Fue a su habitación, se quedó mirando su mesa, “el estudio de Ramona”, como lo llamaban los demás de la familia, porque estaba abarrotada de crayolas para dibujar, papel de diferentes tipos, cinta adhesiva, hilo de tejer y toda una serie de cachivaches que había ido reuniendo. Pensó durante unos minutos y, de repente, llena de inspiración, puso manos a la obra. Sabía perfectamente lo que quería hacer y cómo quería hacerlo. Usó papel, crayolas, cinta adhesiva y gomas elásticas. Se puso a trabajar tan intensamente y se estaba divirtiendo tanto, que se le enrojecieron las mejillas. No hay nada mejor en el mundo entero que ponerse a hacer algo partiendo de una idea repentina.

Finalmente, soltando un suspiro de alivio, Ramona se echó hacia atrás en la silla y contempló su labor: tres caretas de gato, con agujeros para los ojos y la boca, y con gomas para atárselas detrás de las orejas. Pero Ramona no se detuvo ahí. Cogió papel y lápiz, y se puso a escribir lo que iba a decir. Se le ocurrieron tantas ideas que usó letra de imprenta, porque con letra cursiva iba a perder más tiempo. Luego llamó por teléfono a Sara y Janet y les explicó su plan, hablando en voz baja e intentando no reírse para no molestar mucho a su padre. Sus amigas se rieron y aceptaron participar en el informe. Ramona pasó el resto de la tarde aprendiendo de memoria lo que iba a decir.

A la mañana siguiente, nadie, ni en el autobús, ni en la escuela, sacó el tema de que Ramona había vomitado. Estaba convencida de que el macaco iba a hacer algún comentario, pero lo único que dijo fue:

—Hola, superpiés.

Al empezar la clase, Ramona dio las caretas a Sara y a Janet, entregó una justificación de su ausencia a la señora Ballenay y esperó a que empezaran con los informes, abanicándose para apartar las moscas que se habían escapado de los botes de copos de avena.

Cuando terminaron los ejercicios de matemáticas, la señora Ballenay pidió a varios niños que se pusieran de pie, frente a la clase para hacer que estaban vendiendo libros a los alumnos. La mayoría de los informes empezaban con la frase: “Este libro trata sobre . . .” y muchos, como había dicho Beezus, acababan diciendo: . . . “si quieren saber lo que pasa luego, lean el libro”.

Entonces la señora Ballenay dijo:

—Tenemos tiempo para oír un informe más antes de irnos a comer. ¿Quién quiere hacerlo?

Ramona levantó la mano y la señora Ballenay asintió con la cabeza.

Ramona hizo un gesto a Sara y Janet, que soltaron una risita avergonzada, pero se unieron a ella, colocándose detrás de ella. Las tres niñas se pusieron sus caretas de gato y volvieron a soltar una risita. Ramona respiró con fuerza mientras Sara y Janet, bailando hacia delante y hacia atrás, como en el anuncio de comida para gatos que habían visto en la televisión, empezaron a cantar:

—Miau, miau, miau, miau. Miau, miau, miau, miau.

El gato abandonado consigue que los niños sonrían—dijo Ramona con voz clara mientras su coro maullaba suavemente tras ella.

No estaba segura de que fuera verdad lo que acababa de decir, pero los anuncios en los que salían gatos comiendo galletas sin hacer ruido tampoco eran verdaderos.

—Los niños que han leído El gato abandonado son todo sonrisas, sonrisas, sonrisas. Todos los niños piden El gato abandonado. Pueden leerlo todos los días y seguir disfrutando de él. Los niños más felices son los que leen El gato abandonado. El gato abandonado contiene gatos, perros, personas . . .—En ese momento, Ramona vio al macaco echado hacia atrás en su silla, sonriendo de esa manera que la ponía tan nerviosa. No pudo contenerse y soltó una risita. Después de lograr dominarse procuró no mirar al macaco y siguió hablando—: . . . gatos, perros, personas . . .—Le volvió a entrar la risa y se perdió. No lograba acordarse de lo que venía después. Repitió—: . . . gatos, perros, personas . . .—e intentó volver a empezar, sin conseguirlo.

La señora Ballenay y el resto de la clase esperaban atentos. El macaco seguía sonriendo. El coro, leal a Ramona, seguía maullando y bailando. Pero no podían estar así toda la mañana. Ramona tenía que decir algo, cualquier cosa, para acabar con la espera, los maullidos y el informe. Intentó desesperadamente acordarse de algún anuncio de comida para gatos, cualquiera en el que saliera un gato, pero no podía. Sólo se acordaba del señor que acababa de comerse una pizza, así que soltó la primera frase que se le ocurrió:

—¡Es increíble que me la haya comido entera!

La carcajada de la señora Ballenay se oyó por encima de la del resto de la clase. Ramona notó que se había puesto roja por debajo de la careta y las orejas, que estaban descubiertas, también se le pusieron rojas.

—Gracias, Ramona—dijo la señora Ballenay—. Ha sido muy entretenido. Bueno, pueden salir a comer.

Al tener la cara tapada por la careta, Ramona se sintió valiente.

—Señora Ballenay—dijo mientras los de su clase separaban las sillas de los pupitres y cogían su comida—, el final de mi informe no era así.

—¿Te ha gustado el libro?—preguntó la señora Ballenay.

—No mucho—confesó Ramona.

—Entonces, creo que ha sido un buen final para tu informe—dijo la maestra—. Pedirles que intenten vender libros que no les gustan es una tontería, ahora que lo pienso. Lo he hecho para variar un poco, para que no tuvieran que hacer el resumen de siempre.

Animándose al oír esta confesión y aún protegida por su careta, Ramona se atrevió a sacar el tema.

—Señora Ballenay—dijo, notando que el corazón le latía con fuerza—, usted dijo a la señora Larson que soy una fastidiosa, y no estoy de acuerdo.

La señora Ballenay se quedó sorprendida

—¿Cuándo dije eso?—preguntó.

—El día que me llené el pelo de huevo—dijo Ramona—. Me llamó “graciosita’’ y dijo que soy una fastidiosa.

La señora Ballenay hizo memoria.

—Pues . . . recuerdo haber dicho algo de la graciosita de mi clase, pero lo dije cariñosamente y estoy segura de que nunca te he llamado “fastidiosa”.

—Sí—insistió Ramona—. Me llamó “graciosita” y luego dijo: “Qué fastidiosa.”

Ramona nunca olvidaría aquella frase.

La señora Ballenay dejó de preocuparse y sonrió aliviada.

—Ay, Ramona, lo has entendido mal—dijo—. Yo me refería a que tener que lavarte la cabeza llena de huevo era un fastidio para la señora Larson. No quería decir que tú fueras una fastidiosa.

Ramona se sintió algo mejor, lo suficiente como para salir de debajo de la careta y decir:

—No me estaba haciendo la graciosa. Sólo quería romper la cáscara del huevo con la cabeza, como todos los demás.

La señora Ballenay sonrió con malicia.

—A ver, Ramona—dijo—. ¿Tú nunca tratas de llamarla atención?

Ramona se sintió avergonzada.

—Pues . . . puede que . . . a veces . . . un poco—admitió. Luego, añadió con mucha seguridad—: Pero ese día no. ¿Cómo iba a llamar la atención si estaba haciendo lo mismo que todos los demás?

—Me has convencido—dijo la señora Ballenay con una gran sonrisa—. Y ahora, vete a comer, anda.

Ramona cogió su comida y bajó las escaleras a saltos hasta llegar a la cafetería. Iba riéndose sola, porque sabía exactamente lo que iban a decir los de su clase al acabar de comer. Lo sabía porque ella también pensaba decirlo: “¡Es increíble que me la haya comido entera!”