Julieta y Johana cruzaron cinco patios antes de llegar a la celda. Con la ayuda del fiscal Jutsiñamuy, Julieta tramitó en el Inpec el permiso para entrevistarlo, pero también debió dirigirse a Marlon Jairo y pedir su autorización. Le tomó unos cuantos días que aceptara sin condiciones o exigencias. Para él, esa visita era sorpresiva e injustificada, pues Julieta y Jutsiñamuy acordaron que, por ahora, no le dirían nada sobre el hallazgo de los huesos (¡sus propios huesos!).
Y ahí estaban las dos, después de someterse a una incómoda requisa por parte de guardias mujeres. A pesar de la palabra de arriba debieron entrar a un cuarto opresivamente angosto y pasar un cacheo. Guardianas con guantes de látex desinfectados en alcohol y tapabocas les palparon con suavidad las partes íntimas, por encima de la ropa. No con violencia ni sospecha. Sólo para comprobar que no llevaban nada obvio. Luego las pasaron por los perros olfateadores. Como no era fin de semana no había otras mujeres. Estaban solas. De algún modo ese trato lento y sin gritos fue todo un privilegio.
Johana nunca había estado en La Picota y, al adentrarse, se sintió cohibida. Era un mundo agresivamente masculino, regido por las peores manifestaciones de ese universo con el que, claro, había convivido en los frentes en los que estuvo, pero con reglas que se respetaban y las protegían. En esos muros llenos de moho y humedad, con tufo a rancio, en esas miradas torvas de personas que pasan sus días en un hueco sórdido, el estómago se le llenó de hormigas. Olía a comida revenida, a orines, a ceniza vieja de cigarrillo, a basura quemada y sin quemar. A algo fuertemente estomacal que parecía pegado a las paredes. ¿Qué era ese olor? Una mezcla de sudor y caca. Esa humedad que les escurre por la raya de las nalgas a los hombres que se bañan mal, que hacen trabajos extenuantes y no usan calzoncillos o los lavan cada mucho, algo que ya conocía. En ese contexto le repugnó, pero en más de una ocasión, en el monte, ese olor de algún compañero, después de una misión peligrosa, le gustaba.
Caminar al lado de las celdas, entre un cañaveral de manos y brazos que sobresalían de los barrotes, fue otra durísima prueba. Dos mujeres en un reclusorio masculino que sólo recibía a sus esposas o novias una vez al mes. «Aquí estoy, corazón», gritó uno. «¿Quién pidió pollo?». «Llegaron mis nalguitas, pirobos». «¡Respeten a las visitantes!», ordenó el guardia, y agregó: «¡Cállense, ratas, que estoy tomando nota!». Julieta caminó con autoridad al lado del dragoneante. A Johana le pareció que todos notaban su miedo. Eso le produjo una rajadura en el estómago que, por algún camino perverso, le hizo doler los ovarios, como si la regla le estuviera por llegar (y no podía ser). Más cuando vio tirado en el suelo de una celda, en posición fetal, a un tipo cadavérico rascándose con un peine las venas del antebrazo, repletas de puntos rojos reventados, llagas supurantes y cicatrices.
—Es un morfinómano al que estamos curando —dijo el guardia, señalándolo con el bolillo—. Se la robaba en hospitales y centros de salud, el muy hijuemíchica.
—¿Y cuál es el método para curarlo? —preguntó Julieta.
—Ah, pues muy sencillo: que se aguante ahí encerrado hasta que se le pase. Ese es el método. Lo vamos a patentar.
El guardia echó una risa que ninguna de las dos secundó.
Continuaron avanzando por el corredor central, cada vez más, hacia el corazón de esa turbulenta cueva.
El frío y el desagradable aguacero pusieron a Johana en un pésimo estado de ánimo. Iba a entrevistar a un psicópata feminicida, pero también a un paramilitar, asesino de campesinos, torturador y defensor de los terratenientes. Que los paras le hubieran matado compañeros en el monte, todo bien. Era la guerra y eran sus enemigos y la guerra no se hace con almohadas. Los suyos también mataron paracos a la lata. Pero que les entraran a bala a los campesinos y hubieran hecho esas masacres tan ásperas era difícil de perdonar.
Lo mejor, por su situación, era no abrir la boca.
Esa sería su protección.
Al entrar al patio donde estaba Marlon Jairo alguien volvió a revisarlas, como si el control del Inpec no fuera suficiente. Y no lo era, claro. Ahí los paras tenían su propia gente asegurándose de que todo estuviera en orden. Nada de punzones ni vidrios, nada de micrófonos. Un tipo de gorra las encontró en una lista y las hizo seguir.
—Bien pueda, vengan conmigo —les dijo.
Las guio por un corredor. Julieta miró de reojo las celdas y vio a tipos recostados en los catres, la gran mayoría chateando o inmersos en pantallas de celulares o tabletas. ¿No estaba prohibido tener eso ahí adentro? La pregunta se quedó en su mente, ya se la haría al fiscal al salir. Un viejo veía una película porno a todo volumen, sin importarle que lo oyeran, y se acariciaba el bulto por encima de la sudadera.
Al final del corredor, en el tercer piso, el guía golpeó en la puerta y dijo.
—Llegó la visita, jefe.
—Que siga —se oyó una voz.
Entraron.
La primera imagen que tuvieron de él fue enigmática: parecía un santo de madera puesto en el nicho de una iglesia, rodeado de cojines, escapularios y collares, sahumerios, estampas, crucifijos y flores de plástico.
—Me perdonarán que no les dé la mano —dijo haciendo una sonrisa.
Luego le habló a su servidor:
—Salúdelas usté por mí, pelao. Soy Marlon Jairo, mucho gusto y bienvenidas a esta humilde morada. Les presento a Josefina.
El ayudante era un muchacho joven. Le sostenía un celular delante de los ojos. ¿Josefina? El muchacho alargó la mano y le hizo a cada una un pellizco fofo en los dedos.
—Mucho gusto, Josefina.
La celda era triple. Salón, cocineta y dormitorio. Sobre una mesa había un televisor de al menos sesenta pulgadas y una antena de DirecTV. Debajo una neverita de hotel y un bafle Bose de alta gama. Vieron botellas de whisky sello rojo, aguardiente antioqueño y tequila. Todas vacías. Las fiestas debían ser buenas. Al lado del televisor, varios celulares ordenados en fila. La mirada de Julieta saltó de una cosa a otra sin reparar en que el hombre la observaba.
—Uno acá vive muy solo, necesita estas pendejadas para no ponerse triste, ¿no cierto?
Julieta asintió con la cabeza. Johana sonrió, impresionada por la voz aguda del tipo (¿será por estar capado?). El muchacho, Josefina, dejó salir una risita falsa.
—Ofrézcales algo de tomar, carajo. Acá podremos ser pobres pero educados. ¡Coja oficio, pues, Josefina!
—No queremos nada, gracias. Usted ya sabe quiénes somos y a qué venimos —dijo Julieta—. Conocemos muy bien todo su expediente y la sentencia. Por eso, si le parece, me gustaría empezar.
—Me dijeron que sólo debía contar lo que yo quisiera, señorita, que esto no es un interrogatorio, sino… Como una entrevista, ¿no? Y también que me podría ayudar a pasar mi caso a la JEP.
—Bueno, eso ya depende de los magistrados que lean lo que usted quiera contar. Eso sí, todo tiene que ser verdad.
—Ah, no se preocupe por eso que lo que yo cuento es la pura verdad —dijo, moviendo las cejas—. No tengo imaginación para inventarme nada y mi señor Jesús Cristo Redentor, mi Padrecito Celestial y Único, el Divino Parcero, me fulminaría con su dedo de fuego láser.
—Bueno —dijo ella—, entonces comencemos.
Johana sacó una grabadora de mano y la alistó.
—Empiezo a grabar ahora, ¿le parece?
Marlon Jairo miró al muchacho. Ambos dijeron sí con la cabeza.
—Lo primero que me gustaría, don Marlon, es saber algo de su historia. ¿Dónde nació y creció? ¿Cómo fue su infancia, su juventud, y cómo llegó a esto?
«Vea pues, yo nací en Roldanillo, Valle, hoy tengo cincuenta y un años. Soy hijo de una familia campesina liberal desplazada varias veces por la violencia, porque originalmente éramos de Sonsón. Mi papá era carpintero, tuvo seis hijos con mi mamá y otros once por ahí, con diferentes señoras. Él fue una persona muy ruda y sólo venía a la casa cuando estaba borracho. Venía a pegarle a mi mamá y a pedirle plata hasta que un día un hermano mayor, de dieciséis años, lo esperó detrás de la puerta, le saltó encima y le clavó un cuchillo en las tripas. El viejo no murió, lo alcanzaron a llevar al hospital y se salvó, pero le dio un derrame, perdió el habla y tampoco volvió a caminar. A mi hermano lo mandaron a la correccional pero salió rapidito. Todos testificamos a favor de él y la cosa se arregló como defensa propia. Pasó el tiempo y todo siguió como antes. De vez en cuando traían al viejo de visita a la casa, pero ahora sólo miraba en silencio. Había mucho odio en esos ojos, créame, un odio ni el berraco. A mí me daba más miedo así, parapléjico, que antes; como ya no podía trabajar vivía de las mujeres; todas le daban platica, a veces almuerzo o mercado, así cada mes. El viejito venía y se sentaba un rato en el corredor y nos miraba hasta que mi mamá le servía un plato de sopa o de arroz con fríjol. A ella le tocó levantar a sus pelaos lavando ropa y limpiando tiendas y a veces cocinando en un piqueteadero que daba a la carretera, La Montañuela, así se llamaba; la vieja reventaba callos para darnos de comer y que fuéramos a la escuela, la Escuela Rural donde aprendí a leer y matemáticas y otras pendejadas que todavía me sirven, la verdad. A uno le enseñan mucha cosa en esas escuelas pobres y yo era bueno, pero había que caminar más de una hora cada mañana para llegar y nos daba pereza, entonces con los hermanos nos quedábamos por ahí, echando piedra en el río, subidos a los árboles y comiendo fruta; nos daba jartera hacer las tareas y después del cuarto o quinto regaño de la profesora me dio fue disgusto seguir yendo, no, eso no era para mí. Mejor estar afuera con los demás y hablar de lo que hablan los pelaos pobres de los pueblos de este país, que es de ser ricos, lo bueno que sería ser rico para comprar carros y casas y para comer en restaurantes y tener buenas hembritas y comprarse tenis de marca y para irse a vivir a Cali o a Medellín, que ni conocíamos.
»Así me crie, queriendo ser rico.
»Fui un típico niño pobre colombiano.
»Los ricos nos parecían dioses, gente bonita, aseada y bien vestida, como de otra raza. Uno quería ser rico para que lo respetaran. Para hablarle recio a la gente sin bajar la cabeza. La pobreza es fea y triste, usté ni sabe de lo que le hablo.
»Empecé a trabajar en la estación de buses vendiendo mango cortado con sal, que era lo que podía coger yo mismo de los palos sin pedirle permiso a nadie. Así me hice mis primeros pesos y muy juiciosito se los llevé a mi mamá, que me los recibía primero y luego me daba chancla por no haber ido a la escuela. Decidí no darle más plata y uno de mis hermanos se vino a trabajar conmigo. Hacíamos ramitos con tajadas de mango y nos subíamos a los buses. Nos iba bien, pero al rato otros pelaos comenzaron a hacer lo mismo, unos vecinos de apellido Almanza. Nos tocó enfrentarlos. Los agarramos por el camino y les dijimos, el mango es nuestro negocio y llegamos primero, vendan otra cosa, pero nos sacaron cauchera y palo, así que nos dimos en la jeta. Ahí me di cuenta que yo era bueno para los puños. Les di durito, mi hermano apenas peleó. Les quitamos los mangos y se tuvieron que ir. A los pocos días volvieron vendiendo pedazos de piña y yo los dejé con la condición de que me dieran una cuarta parte de lo que vendieran. Eso fue creciendo y luego llegaron unos manes con el chontaduro y el mamoncillo. Esta vez tocó sacar navaja. Yo ya tenía dieciséis y movía rápido los brazos. Aprendí que los negocios hay que hacerlos a la fuerza porque la gente no respeta es nada.
»Pasó el tiempo y, un día, entendí que ese pueblo era un moridero, una aldea muy chiquita, y entonces me fui a Cartago. Allá estuve inspeccionando hasta que me encontré de frente con el mejor negocio de este país, el único que lo saca a uno de pobre, aunque a veces lo mate: la coca. Me pillé bien cómo era la vuelta en la plaza de mercado, la galería y alrededores. Unos manes venían en un Toyota y le despachaban a unos pelaos, pero se metían más droga ellos de la que vendían. Estuve tiempos por ahí, mirando, haciéndome el güevón, quedándome a dormir en el hotelito de una señora hasta que me familiaricé con la vaina. Un día me armé de valor y me les acerqué a los manes del Toyota, que estaban tomándose unos aguardientes en la plaza. Era por la tarde. Quiero trabajar con ustedes, les dije. Usté está todavía muy pelao, me dijeron, y yo, no señores, ya soy grande, voy a cumplir dieciocho en marzo, aunque era mentira. Les caí en gracia y me dijeron venga siéntese un momento con nosotros, pelao, a ver, tómese un guaro, y me sirvieron una copita, nunca había probado eso en mi vida y le tenía rabia por lo del viejo, pero ahí tocó, cerré los ojos y me lo mandé, sentí que me escurría aceite quemado por el guargüero, oiga, hice fuerza para que no se notara pero se me aguaron los ojos, me quedaron rojos y vidriosos, pero los manes, que estaban contentos, se lo tomaron bien y me dijeron, entonces qué, pelao, ¿qué querés hacer?, y yo les dije, pues lo que sea, trabajar para ustedes, sobre todo vender, les dije que era buen vendedor y me preguntaron que de dónde era. Les dije de Roldanillo, yo manejo la venta de fruta fresca en los buses que paran en la terminal, ahorita dejé a mi hermano a cargo, pero es que eso es muy pequeño, uno no puede crecer, y los tipos se rieron y me dijeron, ¿o sea que usté, pelao, es comerciante?, y yo les dije claro, allá tengo mi punto de venta, me lo gané a la fuerza, con mi hermano, y los tipos dijeron, bueno, vení mañana a la galería a las siete de la mañana y te hacemos una prueba, y yo dije, listo, ¿tan temprano?, y contestaron los manes, el vicio no tiene horario, eso empieza tempranito, mejor dicho, y es cada día, no respeta fiesta ni domingo, y entonces les dije, listo, vénganos en tu reino, a esa hora los espero, y así empecé con ellos, me daban la mercancía en paqueticos y yo la vendía suelta, perico y bazuco, y como yo no metía era puntual, ordenado con la plata. Los manes del Toyota me empezaron a coger confianza, eran los dueños de esa plaza, Cartago, y trabajaban con la gente del norte del Valle. Claro, era poquito lo que se vendía ahí porque la carga grande se iba para el exterior, a Panamá, a Estados Unidos y México, y bueno, esos manes eran paisas y no confiaban en los vallunos, pero yo les dije que yo también era paisa, de familia de Sonsón, sólo que había nacido en Roldanillo.
»Con esa gente me fue bien y pude salirme de lo otro. Lo de la terminal de Roldanillo se lo dejé a mi hermano. Los paisas me mandaron al Guaviare de raspachín y allá estuve tres años, luego a una cocina en un sitio del Cauca llamado El Encanto, por el cerro Napi, donde hacía un frío que usté ni se imagina, mejor dicho, y allá aprendí el proceso, trabajé con un man al que le decían Bocaellanta, un tipo del Vichada que había sido del ejército, y ahí, con otros cinco y un poco de guardaespaldas, cocinábamos unos siete kilos diarios. Luego pasaban a recogerla y la bajaban hasta las Bocas de Satinga, en el río Patía, y por entre los esteros la sacaban al Pacífico y se la llevaban en barcos camaroneros, la cosa funcionaba bien y los paisas pagaban buena plata. También nos trajeron armas y nos dieron entrenamiento, fue el primero que tuve, en esa época se usaban las mini Uzi, fusiles Galil del ejército y pistolas Llama, españolas.
»El mundo de las armas me fascinó, señorita, y por eso a veces, después de cocinar, me bajaba por la cañada y le hacía disparos a lo que viera. A iguanas o micos. A pájaros grandes. Me encantaba jalar el gatillo y sentir esa vaina temblando en la mano. Hoy que no tengo ya manos me sigo soñando ese cosquilleo. Echar bala, qué berraquera.
»Era lo mío.
»Estuve otros dos años y luego salí a Cali, siempre con los paisas pero ya con algunas inversiones, manejándoles la plata. Pusimos una venta de motos, que eso da buen billete. Cali es Cali, ¿me entendés? Rumba, alegría, belleza. Nenas bien salvajes y endiabladas. Qué ciudad, oiga. Me organicé con una hembrita bien candela que tenía una hija y estuve ahí como cuatro años, pero al final acabé emproblemado. Ustedes ya deben saber eso y quiero decirles que me arrepiento. Me dejé llevar por el trago y el perico, que es la perdición del alma. La rumba se lo lleva a uno. Es Satanás el que manda, el que pone a bailar a la gente para que se morbosee vestida y beba alcohol y meta vicio y luego se vaya a los moteles, con perdón, señoritas. Hay ciudades que están tomadas por el diablo y una es Cali. Vea el símbolo del equipo: La Mechita, un Lucifer con su buen tenedor. El Diablo tiene allá la plaza súper bien controlada y con personal sobre todo de Palmira, que son buenos para eso. Yo lo sé porque hoy mi amo es Jesús Cristo el Mega Bacán, el que me perdonó. Jesús Cristo el Parcero Mayor, el Ordene Pues Papá.
»Pero en esa época yo era carne podrida así que pailas, me tocó que irme, y menos mal que los paisas me tenían estima y se manejaban bien con las autodefensas, porque acabé por los lados de Yarumal, donde estaban armando una fuerza con gente de la zona para darle plomo a la guerrilla y proteger a los hacendados y a los dueños de fincas. Allá estuve un tiempo largo. Al fin llegué a las armas, el mundo de la disciplina. Eso era lo que me gustaba, señorita».
—Usted asesinó a su mujer, Marlon, y es sobre todo por eso que estará aquí encerrado muchísimos años, ¿qué fue lo que pasó realmente?
«Ya le dije y se lo repito: en esa época estaba poseído por el Luchífugo el Gran Malparido. El mismísimo Diablo. ¿Por qué iba yo a hacerle daño a una mujer buena que me quería y me cuidaba? El Diablo se me metió, se instaló en mis tripas y me tragó. Puede que no me crea, usté vive en otro mundo. El Diablo se le mete a la gente y les ordena hacer cosas malas. Me lo dijo el pastor Esperanzo que viene a vernos aquí a la cárcel. Él fue el que me explicó. El Diablo espera que uno abra la boca y zuas, se mete, primero debajo de la lengua y apenas uno traga algo o pasa saliva se baja al estómago y ahí se instala. Como esas lombrices de los niños, pero en Diablo. Ahí se queda el hijuetantas y desde ahí pide: licores, drogas, vicio. Le fascina el bazuco. Uno le tiene que ir dando. Él tiene allá adentro un mechero, como un bricket, ¿sí me entiende? Y con eso le enciende a uno la tripa. Si uno no le hace caso lo quema y le saca llagas y uno tiene que hospitalizarse y los médicos no le encuentran a uno nada, porque el Diablo no se ve, no sale en las radiografías ni en la endoscopia, el man es un putas para esconderse, y así uno se va convirtiendo en esclavo. Y eso pide y pide trago, aguardiente, y pide vicio, por la nariz y la garganta, dele al bazuco y péguele al perico, el Diablo es insaciable y no para y uno ahí todo el día, agachado en esa berraca papelina, metiéndole a ese man día y noche para que se calme, y dele a la pata de elefante de aguardiente, la de tres litros, porque como se acabe y el Diablo no esté conforme, tome su quemón, y así me tragó la mente, y esa pobre mujer, a la que todavía hoy le pido disculpas, esa pobre santa, le tuvo que dar la pelea al Diablo sola. Ella intentó que yo me estuviera calmado y volviéramos al principio, cuando la conocí en un restaurantico y empecé a llevarla a bailar. Peleó por eso, pero yo no era yo. Me iba de la casa el sábado y volvía el lunes a bañarme y desenguayabar, y a veces ella volvía del trabajo y yo seguía en la cama, sudado y roncando. Se empezó a desesperar y quiso irse y ahí fue cuando el Diablo empezó a decirme al oído: esa nena tiene otro man, papá, no te dejés, cuando vos estás dormido o de parranda la nena se va a otra casa a culear con un machito que tiene, yo lo sé todo, esa nena te está adornando la frente, parcero, ya tenés unos cachos más grandes que los míos, así me decía el Diablo cada vez que la veía llegar de trabajar, y entonces me encolerizaba y le decía ¿y dónde estuvo?, ¿y con quién habló?, ¿y dónde fue a almorzar?, ¿ah, sí?, entonces ella se ponía a llorar y se salía de la casa y yo me le iba detrás gritando, y la agarraba de los hombros y la devolvía a golpes, señorita, hoy siento vergüenza, esos puños se los daba el Diablo con mis manos, así hasta que ella se fue.
»Me puse a buscarla y la encontré donde una amiga. Hablé con ella por teléfono, le dije que había cambiado, que esta vez era de verdad y le rogué que volviera, pero no me creyó y con toda razón, ¿qué iba a creerme? Se volvió a perder. Dijo no y más me emberriondé y me puse a rastrearla por donde vivía la hermana, de casa en casa y en el trabajo. Espié a otra de sus colegas y claro, ¡ahí estaba! Le monté guardia, pasé tres días vigilando hasta que un día salió y una llamarada se me encendió por dentro, como a los calentadores de gas, ¿me entendés? Entonces, desde su centro logístico al interior de mis tripas, el Diablo gritó, ¡es tuya!, ¡mátala, quémala! Preparé todo y una tarde me le fui detrás. Cuando estuve cerca saqué el frasco de ácido, la llamé con un golpe en el hombro y antes de que se diera cuenta se lo eché completo en la cara, y por la boca y la nariz. La oí gritar mientras me alejaba con el Diablo diciéndome por dentro bien hecho, papá, esa hijueputa te estaba humillando, bien hecho, así se hace, parcero, todo bien, ahora lárgate de la ciudad, vuelve donde los paisas y escóndete al menos un año hasta que las aguas se enfríen, y fue lo que hice. Con la plata que tenía en el bolsillo me fui al terminal de buses y pagué un pasaje hasta Cartago. De vuelta al monte».
—¿Y cómo fue la vida con las autodefensas?
«Es un mundo brusco, lleno de gente berrionda que si no fueran amigos de uno lo mejor sería tenerlos lejos. El imperativo es la lucha, tener el cuerpo y la mente bien templados. A uno no le debe temblar el pulso porque si le tiembla el muerto es uno. Lamento decirle esto, señorita, pero es así. Esa vaina es más peor que el ejército y que cualquier otra cosa. La disciplina, la convicción, la mística. Uno tiene que estar dispuesto a dispararle al compañero si es necesario. Se hace por el país. Lo único que hay que tener es un amor inmenso por la patria. Para no entregarle este país a la subversión comunista. Yo fui soldado de eso. Contra los comunistas, que son asesinos y violadores y nos quieren quitar todo y volver Colombia como Venezuela, y además son ateos, no creen en mi Santísimo Señor Jesús Cristo el Mega Bacán. Allá nos repetían eso a toda hora para mantenernos derechitos. Mi comandante Alirio era un man duro, decía que hasta cuando estábamos cagando en el monte debíamos pensar que cagábamos por el país. Que esa cagarruta era la ofrenda que le hacíamos al país. Ese man sí que era un patriota. Yo lo vi echarles cuchillo a dos guerrilleros más jóvenes y quedarse quieto hasta que se desangraron. Otra vez mandó sacarles carne a unos muertos, la puso a asar y le dio orden a los nuevos reclutados de que se la comieran. Un asadito. Eso les va a dar berraquera a la hora de pelear, dijo, sonrían y muerdan con gusto, hijueputas, mastiquen, que yo también he comido muerto y por eso no me entran las balas. Los muchachos vomitaron a escondidas.
»Ese Alirio estaba un poco loco, pero su mística me gustaba. A veces me levantaba antes del alba y salía del cambuche a fumarme un cigarrillo y ahí lo veía haciendo flexiones, trotes rápidos, salticos, ¡el hijueputa parecía de caucho! Yo me fumaba mi cigarrillo a escondidas, porque si me llegaba a ver me ponía a correr con él, pero cuando uno estaba en el monte en medio de un combate, cuando la chumbimba le pasa a uno rozándole el cuello y hay que tirarse por cualquier hueco, ahí es que yo valoraba a ese man, porque los de más disciplina parecían lagartijas, trepaban y corrían, echaban bala, no los agarraba ni el putas, y cuando el combate era cuerpo a cuerpo sacaban cuchillo y le daban al otro así fuera a mordiscos. Buenos combatientes, gente recia. Yo era osado, pero no así. Algo por dentro hacía que me cuidara. Quiero la patria y me arriesgo por ella, pero el cuento de dar la vida es otra cosa, no sé si alguna vez estuve dispuesto. La patria era una vaina que yo ni sabía bien qué era. ¿Me salvó la patria cuando era niño?, ¿me ayudó a educarme? No. Fue mi mamá, sirvienta y trabajadora, la que se reventó para criarme. ¿La patria me protegió de un taita violento y borracho? No, fue mi hermano. ¿La patria nos dio educación? No, al revés, nos llevó al vicio. Cuando empecé a ganarme la vida y a ayudar a mi familia, cosa que la patria no hacía, resultó que todo era ilegal, y entonces la patria me echó a la policía y había que esconderse. Yo le digo una cosa, señorita, aquí entre nos: una parte de mí amaba la patria de la bandera y los bambucos y el sancocho, pero la otra decía, qué patria ni qué hijueputa, si a mí la patria nunca me ha dado es nada. Con los paracos lo pensé pero jamás lo dije, ni que fuera güevón. Si lo digo me fusilan. Eso era un matadero y yo no iba a ser el muerto. Me dediqué a cuidarme, a tener el arma lista, a disparar primero, mejor dicho, a ser el más hijueputa de todos, ¿me entendés?».
—¿Alguna vez estuvo en peligro de muerte?
«La montaña es cosa jodida, con perdón. Una vez, cerca de Mutatá, nos hicieron una emboscada por una carreterita pequeña y tuvimos que abandonar un camionazo lleno de víveres y parque. Éramos siete e íbamos tranquilos, se suponía que la carretera estaba limpia. Veníamos de la hacienda de un doctor antioqueño que era facilitador nuestro y estábamos popochos, bien cargaditos de comida, traguito, gallinas para hacer sancocho, munición, billete. ¡Tan contentos! Pero zuas, pasamos una curva y nos empezaron a dar fierro ventiado. Yo iba en el corral, tan de buenas. Vi por el vidrio trasero cómo le reventaron la cabeza al chofer de tres balazos. ¿Ya han visto una crisma cuando le entra plomo? El hombre parecía un frasco roto de salsa de tomate Fruco. ¡Los que se pisan! Levanté la carpa y me tiré al barranco, y mientras rodaba, porque eso era bien empinado, sentí los tiros pasándome al lado. Por lo menos una docena. Sólo uno se me metió en la pierna, pero nada grave. Al dejar de rodar vi una cañada con su buena arboleda y me escondí. La quebrada tenía hojas secas. Al mojarme sentí el quemón del balazo, pero no tocó el hueso. Podía apoyarme. Dolía como un berraco pero no era grave. En esas estaba, tratando de alejarme, cuando se me aparece una hijueputa culebra rabo de ají, ¿cómo le parece? Casi me da infarto, yo a esas culebras les tengo pánico y lo peor es que no le podía disparar porque me delataba. La berraca se enroscó, levantadita, y yo saqué un cuchillo por si acaso. Estaba sobre una piedra, como a tres metros. Lo único que pude hacer fue hundirme y pasarle al lado con la esperanza de que no se echara al agua, y así me le escapé, porque ese animal es bien resabiado, lo persigue a uno, pero se ve que había comido o andaba relajada porque al volver a sacar la cabeza la vi detrás, se quedó en su piedra. En ese momento volví a oír tiros. Un compañero venía rodando por la cuesta. Lo estaban rafagueando desde arriba. Con el estruendo la culebrita se voló y al rato vi caer al agua a uno que le decíamos Rómulo. El hombre venía mal, con varios tiros en el pecho y uno bien feo en el estómago. Traté de reanimarlo pero qué va, ese man ya había estirado la pata. Nada que hacer. Le saqué los cargadores, la billetera y el cuchillo. Le arranqué una cadena y un anillo y me fui. No sé si alguien lo encontró después o si esos huesos seguirán ahí, en esa cañada. Ese berraco día me salvé por un pelo».
—¿Y qué fue lo que le pasó en los brazos y en las piernas? ¿Cómo llegó a esta cárcel?
«Lo mío ya fue juzgado y estoy descontando pena, señorita. Menos mal que por ser minusválido y víctima logré obtener rebaja, pero poquito. Lo que me pasó debe estar por ahí, en algún archivo o gaveta, o en un sobre caído detrás de cualquier armario del tribunal. Yo estaba en una fiesta con otras personas del gremio en el que trabajaba, ¿sí me entiende? Una de esas rumbetas para consolidar alianzas. Qué me iba a imaginar que me estaban por hacer la vuelta. De lo poco que me acuerdo es de haberle seguido la cuerda a una nena muy preciosa y de pronto, cuando ya iba para un cuarto con ella, se armó la balacera. Oí gritar a la gente y yo menos mal me pude resguardar, pero ahí perdí conciencia y cuando me desperté estaba en un hospital de la policía. Supe que me habían hecho esto. Luego pasaron meses hasta que se hizo el juicio por lo otro y me sentenciaron. Cuando me recuperé me trasladaron acá. Y ya. Mejor dicho, fui por lana y salí más trasquilado que un p… Ya no me queda sino servir a mi Señor Jesús El Gran Bacán del Cielo».
—Pero ¿quién pudo haberle hecho eso?
«En los mundos en que crecí se hacen enemigos, se manejan odios y rencores. Uno se acostumbra a ver en cualquiera un sicario potencial que está esperando para clavar su punzón y largarse corriendo a cobrar. La lucha por la patria, por desgracia, tiene eso. Mucha muerte, mucho riesgo. La gente se vuelve mala, o ni siquiera mala: dañada. Le sale hongo. Uno herido reacciona como animal herido, se vuelve peligroso, ¿sí me entiende? Y el problema es que acá todo el mundo está herido.
»A mí me secuestraron en esa fiesta. Lo que he podido reconstruir es que me echaron algún somnífero, me llevaron a una clínica y me machetearon. El que lo hizo sabía medicina, eso se reconoce. Para hacer esta salvajada y que yo haya quedado vivo hay que tener experiencia. Cuando desperté en el hospital oí decir que la amputación había quedado bien hechecita.
»Hay algo más que no se ve, señorita, y perdone, a mí ya no me quedan modales, y es que también me echaron navaja en el órgano y los testículos. Así como de ñapa. No sé cómo no me les desangré. A la larga habría sido mejor. Luego la policía y los fiscales me investigaron y apareció todo lo que debía: lo de la mujer que le conté y otras cosas de la época de las autodefensas, en fin, ya le dije que yo era un enfermo, cuando uno tiene al Diablo en las tripas la cosa es bien jodida. Aunque hay algo que no es justo: yo también peleé por Colombia, puse mi vida al fiado, me tiré a la trinchera a recibir bala de la guerrilla, ¿y para qué? Nadie tomó en cuenta eso. Hay que ver cómo premiaron después a los guerrilleros y asesinos, todo al revés, ¿para qué vivir en un sitio tan desagradecido? Acá en la cárcel estamos los que fuimos a pelear y perdimos. Afuera los que le regalaron esto a los bandidos».
—Pero ¿quién fue? ¿No lo sabe? ¿No tiene ni siquiera una vaga idea?
«No lo logré saber, señorita, pudo venir de muchos lados. Esto fue una venganza pero hasta ahora nadie ha mandado un mensaje diciendo: le pasó por malparido, aquí le cobramos, en fin, lo lógico sería eso, ¿o si no para qué se pusieron en todo este cuento?».
—¿No tiene a nadie en mente?
«Hay ideas que me sopla o me soplaba el mismo Diablo, señorita. Cuando al fin me vaya al infierno voy a acabar sentado a su lado. Es mi única esperanza. Y cuando esté allá y pueda ver bien las cosas, al fin sabré quién fue. Pero por ahora, desde aquí, nada».
—¿Y qué es lo que le sopla el Diablo al oído?
«Ay, eso sí no se lo puedo contar, porque es como una pesadilla o una visión. No puedo, señorita, y créame que le he colaborado de buena fe. Es un tema que me hace subir la presión y soy hipertenso, con cualquier cosita se me sube al cielo y quedo al borde del infarto o la trombosis, ya he tenido que pasar semanas en la clínica. Si no fuera por mi Señor Jesús Cristo que es mi gran Parcero, mi Padre Tereso de Calcuta, yo ya no tendría alivio. Cuando dije que el Diablo me habla y me hace ver visiones, no era un ejemplo. Es de verdad, le veo los ojos. Me mira fijo el muy hijuepuerca».
—¿Y cómo son esos ojos?
«¿Sí ve cómo es de curiosa esta mujer, Josefina? Se nota que es buena periodista. Vea, le voy a contestar. ¿Cómo son esos ojos? Es lo más monstruoso que he visto, yo que vi cosas feas en la vida. Esos ojos están dentro de una mujer pelinegra, aunque parecen también ojos de niña. Las pupilas son dos lanzallamas. Y oigo voces que dicen: “Te vamos a partir en pedazos y te vamos a asar a fuego lento, como a una arepa”. Esto lo vengo tratando con el pastor de la cárcel. Me dijo que podían ser varias cosas. Gritos de personas a las que dañé. Según él debo oírlas y enfrentarlas. Tengo que pedirles perdón a esas voces. Debo decir “perdón por mis pecados, perdón”, pero ahí el Diablo, que a veces vuelve a joderme la paciencia, revira y contesta: “No seas güevón, ome Marlon, no pidás perdón, vos ya estás es pero listo, tan marica”. Es una voz de acá, un diablo paisa, pero yo le hago caso al pastor y le devuelvo con la voz de mi Jesucristo Paisa y le digo “perdoname ya, parcero, qué es la güevonada conmigo, echemos es p’alante, papá, p’atrás ni pa coger impulso, shhh”. El pastor me dijo que lo encarara y le hablara recio: el Diablo podrá ser un hijueputa, pero a cada hijueputa le llega su triple hijueputa».
—¿Cuál es su mayor alegría? ¿Cuál es su dolor más grande?
«Le respondo al revés, y perdone. Mi dolor más grande es que me hayan quitado el cuerpo, señorita, incluyendo la parte que un hombre más cuida. Lo poco que puedo hacer no se lo voy a contar, por respeto. ¡Algún recurso me queda! El pastor me hizo entender que la vida de antes, en la delincuencia, debió ser cortada de cuajo, y que, en ese corte, el Señor se llevó la mitad. La mitad mala. Es lo que él dice. ¿Y cómo seguir vivo? Pues con la otra mitad y tratando de entender, porque o si no, ¿para qué? El pastor y yo hemos trabajado estos temas y no ha sido fácil, siempre bajo la gracia de Cristo el Bacán Superior. Ya empiezo a estar más limpio, pero siento dolores. Estos cortes, por más que me haya salvado, tienen sus complicaciones: cada rato se inflaman o la sangre se atranca o algo se retuerce. Vivo todos los días con algún dolor y más en esta nevera de ciudad, que parece un ponqué desabrido y congelado. Soy de tierra caliente y que me tengan acá, con estos fríos y estos aguaceros y ventarrones, es como si ya estuviera muerto y en el infierno. Vea, ¿sabe lo que le digo? Cuando llegue al infierno me va a parecer hasta chévere, calientico, porque esto en vida no aguanta.
»¿Mi mayor alegría? A ver, a ver. Me gustan ciertas cosas. Ver fútbol, ¡y que ganemos! Adoro a James y a Falcao, son mis héroes. Dios me los bendiga y el que se meta con ellos se mete es conmigo. ¿Otro placer? La comida, pero me toca que cuidarme. Hay que comer pasto y hojas. Las hijuemíchicas ensaladas que odio, ¡eso no es comer! Y tomarme unos traguitos. Josefina me los va dando y ponemos música. La vida a palo seco es muy difícil, yo diría que imposible. Me imagino bailando. Antes de morir, si Dios me da un deseo, le diría: póngame las piernas un rato para bailar Lindo Yambú, de Cerón, y Sonido bestial, de Richie. Y ya después que me tiren al hueco».