Era jueves, cerca de las once de la mañana. Un cielo oscuro y cargado de presagios. Casi no se veían los cerros, difuminados por el aguacero. El sonido metálico de los truenos imitaba una estrepitosa fanfarria militar y seguramente alguien, atrincherado en una iglesia, pudo imaginar el sonido de las trompetas de Jericó. Cada relámpago parecía el anuncio definitivo del fin del mundo, y la llovizna, una especie de perdón.
Tres agentes de la policía atendieron el llamado de una vecina del conjunto cerrado La Esperanza, en el barrio Villa del Prado, al norte de Bogotá. La mujer aseguró haber notado algo extraño en el apartamento 906 de su unidad, donde vivía un señor extranjero. Un argentino.
—¿Y qué es lo extraño, señora? —preguntó el funcionario que recibió la llamada.
—No volvió a salir de su casa y que… Algo no está bien, lo sé. Lo puedo sentir. Soy médium y vivo en el apartamento que está justo debajo, el 806.
—¿Ya timbró en la puerta?
—Lo hice llamar varias veces de la portería y nada. Me da miedo subir, sé que pasó algo horrible. Apúrenle.
Cuando los uniformados llegaron, la señora los acompañó hasta el vestíbulo. Tocaron el timbre varias veces, pero nada.
—¿Está segura? —preguntó uno de los agentes—. ¿No se habrá ido de vacaciones?
Miró al portero, que había subido con ellos.
—¿Usted no lo vio salir?
—No señor, y los compañeros de los otros turnos dicen que no ha salido. La última vez que lo vimos fue hace más de una semana.
—¿Tienen cámaras?
—Las revisamos esta mañana —dijo el portero—. No salió después de la última entrada.
—¿Tenía carro? —insistió el agente.
—No. Andaba a pie. Taxis o Uber.
El agente de más rango miró a la vecina, que había cerrado los ojos y tocaba el muro.
—Lo veo, está caído en la alfombra del baño —dijo la médium.
—¿En cuál? —preguntó el portero—. Estos apartamentos tienen tres baños.
La mujer volvió a cerrar los ojos.
—El del cuarto auxiliar.
El de más rango miró a los otros y les hizo un sí con la frente. Tendrían que derribar la puerta.
—Vamos, a la cuenta de tres.
La puerta cedió fácil y, armas en mano, ingresaron. Un hedor terrible salió del interior. El portero y la médium se taparon la cara con el brazo y esperaron afuera.
Menos de un minuto después el agente de mayor rango salió corriendo al vestíbulo, transfigurado. Los otros dos salieron detrás, con las caras descompuestas. Al reponerse, el primero sacó un teléfono e hizo una llamada a la central. Se necesitaba un equipo de criminalística.
Urgente.
Llegaron a las dos horas.
—Usté sabe cómo son los trancones en la Autopista —le dijo el agente del cuerpo técnico al policía, luego indicó con el dedo la puerta—, y además las direcciones por esta zona son un enredo, ¿es ahí?
El uniformado asintió y le dijo:
—Prepárese.
—Hago esto hace más de veinte años. ¿Dónde está el muñeco?
—En el baño auxiliar.
El agente del CTI entró al apartamento; pasados treinta segundos regresó a la puerta.
—¡Qué mierda es eso! —gritó, tosiendo, con los ojos inyectados—. Está cortado en pedazos.
Fue hasta la ventana del corredor, encendió un cigarrillo y le dio una larga bocanada.
—Les pido un permisito, qué pena —dijo.
El portero y la médium seguían mirando a los agentes. Se pusieron capuchas y tapabocas y volvieron a entrar.
Uno de ellos interrogó a la mujer.
—¿Usted cómo supo que el señor estaba muerto?
—No sabía que estaba muerto, pero sí caído en el suelo y quieto —dijo la médium, arreglándose el peinado—. Vivo justo en el piso de abajo. Al concentrarme en el techo lo presentí, cerré los ojos y pude escucharlo. Pedía que lo encontráramos. Quería reunirse.
—¿Reunirse? —el agente la miró perplejo.
—Fue lo que oí —dijo ella—. Hace un momento, cuando el agente dijo que estaba cortado en varias partes, me acordé de la palabra. Reunir el cuerpo. A los muertos les gusta quedar en una posición en la que se sientan reconocidos. Es normal porque es su último retrato. Se ve que este hombre sufrió mucho. Casi puedo oírlo. Dejó por ahí voces, ruidos. Como si en el apartamento hubiera una multitud o una jauría, ¿me entiende? Reunir el cuerpo.
—No mucho, la verdad —dijo el agente.
—A todos nos habita una jauría organizada —siguió diciendo la mujer—, ¿sí? Organizada porque no estamos enfermos y eso quiere decir que cuando alguno va a hablar los demás hacen silencio y escuchan. Lo que uno oye de esa multitud es una voz ordenada. La gente enferma, la que no tiene control, no logra imponerles orden a esas voces. Todos gritan a la vez.
—Eso sí se lo entiendo —dijo el agente—, pero no sé qué relación puede tener con esto. ¿No será por lo que era argentino? A lo mejor allá es normal.
—No tiene nada que ver —dijo la mujer—. Usted es de los que no creen, ya me di cuenta. El mundo se divide así: los que creen y los que no.
—Depende —dijo el agente—, también entre ricos y pobres, entre uniformados y civiles, entre hinchas de Santa Fe y de Millonarios.
—Entre hombres y mujeres —lo interrumpió ella—, la más importante.
El agente se animó y dijo:
—Entre colombianos y extranjeros.
—No, esa sí no, agente, porque cuando uno sale de Colombia se vuelve extranjero.
—Oiga, pues sí… Aunque a mí me enseñaron que los extranjeros eran los que no son colombianos.
—Shhh —lo urgió la mujer—. Silencio, silencio, agente. Estoy oyendo algo, espérese, creo que es una voz…
Se quedaron quietos al lado de la puerta.
—¿Y qué le dice? —murmuró intrigado.
La mujer se puso un dedo en la mitad de los labios. Luego hizo una sonrisa pícara.
—Que me tengo que devolver para la casa ya… Dejé unas lentejas en la olla a presión. ¿Terminó su interrogatorio? Si no, le va a tocar bajar conmigo.
—Ya terminé, gracias —dijo el agente—, sólo déjeme sus datos. Usted es…
—Verónica Blas viuda de Quintero, médium profesional. Esta es mi tarjeta.
—Encantado, mi señora. La estaremos llamando si se necesita porque con este mierd…, perdón, con esta situación tan complicada, pues vamos a tener para rato.
—Esperaré su llamada, agente, porque, ¿sabe qué? —dijo la médium—: me necesitan por lo menos desde 1985. Sé lo que le digo.
Se disponía a bajar por la escalera cuando un equipo de un noticiero de televisión salió del ascensor. La mujer que llevaba el micrófono le dijo.
—¿Es usted la médium? ¿La que encontró el cuerpo?
Doña Verónica vio las cámaras, los cargadores, los técnicos de chaquetas oscuras con cables colgando de la cintura y diademas con audífonos. Una chispa de vanidad le encendió los ojos.
—Soy la vecina de abajo, sí —dijo—, y soy médium.
—¿Puedo hacerle unas pregunticas para el noticiero?
La mujer pasó saliva emocionada, confusa. Se tocó el pelo con los dedos.
—Claro que sí, pero ¿no puedo arreglarme un segundito? Vivo aquí abajo.
—No se preocupe por eso —le dijo la periodista.
Luego, dirigiéndose a uno de los hombres de chaqueta oscura con el logo del canal en el pecho, dijo:
—Llamen a Vanurris. Que venga en bombas.
Un segundo después llegó una mujer con una caja de maquillaje, espejos y esponjas.
—Hola mi Vanurris, ¿le pegas una arregladita a la señora? A ver si alcanzamos a entrar al directo de las tres.
Doña Verónica estiró la cara hacia delante. Le pasaron una esponja para secar el sudor y cubrir con base mate HD. Luego polvo traslúcido y un toque de lápiz en la pestaña inferior. La maquilladora le puso el espejo delante y la médium dijo que sí con la cabeza. La cablearon y empezó el directo. Esperaron un par de minutos hasta que les dieron paso. La periodista explicó el hallazgo macabro en el apartamento 906 y dio la información de rigor. Luego anunció:
—Estamos con la persona que dio la alarma, una médium: doña Verónica Blas Quintero.
La mujer sonrió a la cámara.
—Usted alertó a la policía, señora Verónica, cuéntenos por favor cómo hizo para saber lo que había pasado en el apartamento.
La mujer hizo una extraña sonrisa y habló:
—Soy médium desde hace más de veinte años, pero nunca he querido hacerlo de forma profesional. Sólo para ayudar cuando puedo. Desde hace unos días empecé a oír voces y a tener pesadillas macabras. La gente, cuando está muriendo, piensa cosas con fuerza y en los cerebros se reúnen multitudes que gritan. Yo conozco eso, lo he oído otras veces. Fue lo que pasó aquí desde hace días, unido a dolores y un vértigo muy fuerte. Cuando pude saber que todo eso me llegaba del apartamento de arriba, del vecino argentino, imaginé que algo terrible debía haber pasado. Y llamé a la policía.
—Y entre los gritos que oyó, ¿no había gritos de socorro?, ¿pudo identificar la voz? —preguntó la periodista.
—No identifiqué nada porque son voces muy diferentes a las que se oyen por la calle, es un enjambre de personas. Ahí dentro hay hombres, mujeres, niños, ancianos. Todos gritan, se asustan, sufren.
—¿Su vecino tenía un comportamiento normal? ¿Cómo era?
—Era argentino, señorita. Una persona educada y silenciosa.
—Muchas gracias a la médium Verónica Blas por su testimonio.
Cerraron la cámara, le quitaron los cables.
—¿Eso fue todo? —preguntó, algo decepcionada.
—Estuvo un montón al aire —dijo la periodista—, casi un minuto. Muchas gracias.
El equipo del noticiero siguió adelante. Se dirigió a uno de los agentes que hacía guardia en la puerta pasando junto a las cintas amarillas.
Al otro lado de la ciudad, frente a su televisor, Julieta veía el noticiero y se tomaba un vaso de yogur Finesse con sabor a melocotón.
Se quedó estupefacta al oír la noticia.
Las piezas separadas del cadáver del argentino se guardaron en bolsas, para el Instituto de Medicina Legal. Luego se hizo el análisis dactiloscópico del apartamento («El macabro 906», dijo la prensa) pero los hallazgos fueron nulos. Se trataba de asesinos profesionales. Que hubieran escrito con sangre en la pared usando de pincel uno de los brazos recordó un caso ocurrido en Guatemala. Una masacre en una hacienda ligada a los carteles de México y sus filiales centroamericanas. Allí los sicarios dejaron mensajes e hicieron dibujos con la pierna de una mujer.
¿Quién era exactamente el muerto?
De acuerdo a sus fichas de entrada al país, era un argentino llamado Carlos Melinger, pero luego, en una caja de seguridad, se encontraron tres pasaportes: uno boliviano con el nombre de Julio Ares Bellatín, otro español con el de Carlos Meseguer y un último alemán con Karl Athanasius Melinger. Los había usado todos, alternados, para sus entradas en los anteriores diez años. En la caja había tres pistolas Colt 38, dos granadas de mano, quince mil euros en efectivo y varios cuchillos de cacería. También siete frascos de spray de defensa con gas picante, tres celulares, una caja de drogas anestésicas y un maletín con material médico. Disimulado en uno de los armarios, un rifle de asalto AK-47 y ropa mimética para acciones nocturnas.
¿Quién diablos era este hombre?
La decapitación los hizo pensar en México. Los modos de matar son culturales, tienen que ver con antiguas formas heredadas. Para la Fiscalía, definitivamente, los carteles de droga de ese país estaban de primeros en la foto.
El cuerpo aparecía seccionado en varias partes: brazos, piernas, cabeza. Le habían cortado siete dedos de las manos y seis de los pies. Por la trazabilidad de las heridas determinaron que esos fueron los primeros cortes, probablemente como tortura; había otros indicios como uñas levantadas, ojos reventados por arma cortopunzante y un dato que los horrorizó: el pene y los testículos en la boca.
Los asesinos dejaron en las paredes del baño algunas frases escritas con sangre: «Sapo jueputa» o «Para que aprenda». También algunos dibujos: una bandera, dos cruces esvásticas, una cruz romana. Incluso un escudo del club Santa Fe.
La ropa era normal, tamaño XXL. Zapatos talla 45. Era un hombre grueso, de un metro noventa y 115 kilos. Curioso. A juzgar por la alacena su alimentación era austera, probablemente un vegetariano. Pan Bimbo y mostaza, tomates y pepinos. Naranjas, bananos, mandarinas. Ni huevos ni leche. Tampoco botellas de alcohol ni cigarrillos. Nada de drogas. En el botiquín del baño se halló una caja de Losartán de 100 mg, era hipertenso. Nada raro dados su peso y masa corpórea. Cajas de aspirina efervescente y en pastilla. ¿Qué dolores tendría? Tres confecciones de Tofranil de una farmacéutica alemana. ¿Paciente psiquiátrico? Esto se comprobaría más tarde. Buscaron cosas íntimas, pero nada. Ni condones (usados o sin usar) ni cremas lubricantes, menos aún juguetes de algún tipo. ¿Cuál sería su opción sexual? No se encontró nada relevante ni rastro de presencia femenina. No usaba perfumes ni jabones especiales, ni un champú particular. Un Elvive Anti Caída, banal. Lo venden en los minimercados. Tampoco nada que pareciera de otra persona. Un solo cepillo de dientes, una afeitadora. Todo lo hallado era suyo. No se encontraron celular (aparte de los de la caja fuerte) ni computador, pero sí cables sueltos por el piso. Se los llevaron. ¿Venían a quitarle eso y de paso a trinchárselo? Dato clave para establecer el móvil del crimen. En las estanterías encontraron dos libros en alemán que resultaron ser un manual médico de enfermedades tropicales y una historia sobre los pueblos indígenas de Colombia y Venezuela. También un tomo en español con la Poesía completa de Rubén Darío y un Alturas de Macchu Picchu, de Neruda. La televisión estaba en el canal alemán de la Deutsche Welle.
La prensa amarillista se dio un banquete con esta información. Alguien del CTI filtró algunas fotografías, con lo cual la noticia estremeció a todo el mundo. Al final permitieron a los noticieros entrar y hacer algunas tomas.
«Macabro hallazgo en Villa del Prado».
Así se presentó.
El apartamento no era propiedad de la víctima, sino un alquiler de Airbnb. Los pasaportes no eran falsos. El consulado de Alemania reportó a un ciudadano de nombre Karl Athanasius Melinger con el mismo número de libreta, pero nacido en Buenos Aires. Los nombres y los documentos eran originales, pero la pista era difícil de seguir. No había antecedentes. Parecía no haber estado inscrito en nada. No encontraron cuentas bancarias. Ningún perfil en redes sociales.
La investigación apenas comenzaba.
Días más tarde se supo, desde Alemania, que Melinger había estado recluido en un hospital psiquiátrico de Berlín en 1994, donde le diagnosticaron bipolaridad y esquizofrenia con brotes psicóticos. Debía tomar Tofranil de por vida. Las embajadas de España y Bolivia dieron un paso atrás, pues la última vez que Melinger entró a Colombia, procedente de Fráncfort y Madrid, utilizó el pasaporte alemán. La muerte de un extranjero en Bogotá podría pasar desapercibida, pero este caso tenía un perfil enigmático. ¿En qué podía usar (o usó) las armas que guardaba? ¿Contra quién pensaba usarlas?
Una especie de ángel de la muerte, pensó Julieta, leyendo las noticias por internet en su celular. Luego vio las imágenes del «macabro apartamento 906» en el noticiero de la noche y volvió a oír con atención las entrevistas al portero y a algunos vecinos. Le llamó la atención la señora Blas Quintero, «la médium» que había alertado a las autoridades. ¿Qué era esa historia de las voces? ¿Qué fue lo que oyó?
Tras el informativo, Julieta controló que sus hijos se acostaran y, sobre todo, que apagaran realmente la luz. Ya los había pillado jugando con sus aparatos debajo de las cobijas, así que el sistema, después del lavado de dientes y manos, consistía en confiscarles todo. «El régimen del terror», decía su hijo Jerónimo, obsesionado por las historias del Gulag de Stalin en History Channel. «Uy, qué terrorífico estar desconectado mientras duermes», le respondía Julieta, «entiendo que sea insoportable, pero te puedes soñar con los chats de tus amigos». Su hijo la miraba con cara de …WTF? Samuel, el menor, era menos pelietas y medraba a la sombra.
Al concluir su batallita cotidiana, que en realidad nunca acababa de ganar, fue a su estudio a trabajar un poco. Un té de cidrón o yerbabuena era su compañía. Esa noche quiso seguir trabajando en la entrevista a Marlon Jairo.
Antes de transcribir las palabras del recluso in extenso, anotó sus propias impresiones:
El psicópata tiene una mirada fría y lejana, pero con cierta tensión. Su voz es aguda, por momentos desagradable. Puede que las cirugías o la emasculación le hayan dañado las cuerdas vocales. Usa expresiones groseras. Mueve el cuello, pasea la cabeza de un hombro al otro. Es su única extremidad. Balancea el torso hacia adelante y atrás. ¿Podrá incorporarse sin ayuda? Debajo de su cama vi una colchoneta. Será para su ayudante Josefina. ¿Por qué un nombre de mujer? Al referirse a la sexualidad dijo que le quedaba «algún recurso». ¿Cuál será? Lo único imaginable es el cunnilingus, alguna que se siente en su cara. También podría ser penetrado por el ano. A lo mejor es una de las funciones de Josefina. ¿Quién vendrá a sus fiestas? Ante la lista de detenidos, Marlon Jairo es insignificante. Los pequeños les hacen fiesta a los grandes.
Le gusta contar sus aventuras. Le brillan los ojos al hablar de sí mismo. Se quiere, se gusta, se mitifica, habla y se oye hablar. El dolor es egoísta. Esto se acentúa cuando hay poca educación, como es el caso de Marlon. A la gente le gusta interpretarse (y creer que es «interpretable»). Las conclusiones que saca provienen de su vida. Hace lo que hacen todos, sólo que desde un extremo. Mató a una mujer y la quemó con ácido. Es un feminicida perverso y sin escrúpulos. Lo del diablo en las tripas será una metáfora que le regaló el pastor para rebajarle la culpa. La idea de un dios y sus «designios incomprensibles» es una sustancia tan eficaz como las drogas o el alcohol. ¿Cómo era la mujer que se enamoró de él? («Johanita, hay que buscar sobre ella, quién es y si podemos dar con la hija»). Interesante esa época de su vida. Coincide con el momento en que está iniciando sus negocios en Cali. ¿Ella sabía eso? ¿Cómo se conocieron? ¿Cuánto duró la relación?
Sobre estas notas elaboró un proyecto de crónica, algo así como Colombian psycho: perfil de un feminicida criollo, a través del cual podría exponer algunos de los problemas del país. Al terminar la sinopsis se la envió a su editor mexicano, Daniel Zamarripa.
En esas estaba cuando su celular sonó.
Era su viejo amigo y examante Víctor Silanpa (lo de ex, pensó, era sólo porque hace rato no coincidían).
Le contestó:
—¿Qué es esta sorpresa? —dijo Julieta—. No me digas que estás abajo en la calle con una botella de champaña.
—Qué más quisiera —dijo Silanpa—. Estoy en el aeropuerto, saliendo para La Habana. En realidad, ya estoy dentro del avión. ¿Cómo está mi cronista de Indias preferida?
—Bueno, siempre armando proyectos con todas las vainas raras que pasan en este frenocomio.
Le contó lo de los huesos encontrados en el cerro de La Calera. Silanpa pegó un grito («¡No!») y casi se le cae el teléfono al saber que eran de alguien que estaba vivo y en la cárcel. Julieta le contó del feminicidio y que el tipo había sido narco y paramilitar.
—Una típica joya de este país —dijo Silanpa—. ¿Y ya fuiste a hablar con él?
—Sí, justo ahora estaba pasando la entrevista.
—¿Y cómo hace en la cárcel, tiene un enfermero?
—Sí —dijo ella—, una especie de esclavo llamado Josefina, aunque es un muchacho. Creo que le sirve de mozo.
Hubo un silencio, de pronto Silanpa le dijo:
—Oye, te estaba llamando para algo muy distinto. ¿Tienes algún contacto en La Habana que me pueda ayudar a hablar con el escritor Leonardo Padura? Leí el perfil que le hizo Jon Lee Anderson en el New Yorker y me encantaría entrevistarlo.
—Pucha, de pronto sí, pero tendría que buscar con calma en mis archivos —dijo Julieta—. Una vez, hace como tres años, participé con él en un panel sobre América Latina en la Feria del Libro. No hablamos mucho pero me dio sus datos. Es un tipo tímido, queridísimo. Le encanta Colombia. Te lo consigo y a cambio me traes un libro dedicado.
—Si lo logro, cuenta con eso.
—Qué delicia La Habana —dijo Julieta—. Trae ron Guayabita. Y por favor, ni se te ocurra ir al Dos Gardenias, está lleno de jineteras y gringos pedorros.
—¿Y entonces a dónde debo ir?
—Ve al Yellow Submarine, que por absurdo es más local. O al bar del Hotel Riviera.
De pronto Silanpa le dijo:
—Oye, espera una cosa: ¿me dijiste que el tipo amputado, el de los huesos, está vivo y en la cárcel?
—Sí, no me estabas parando bolas.
—Es que hay mucho ruido acá en el avión, perdona. ¿Y cómo se llama el tipo?
—Marlon Jairo Mantilla, ¿te suena?
—Me suena la historia, pero no el nombre —dijo Silanpa—. Creo que la cosa no es por el lado del periodismo sino de… ¿dónde leí una vaina así?
—¿La historia del tipo?, ¿sus delitos? —dijo ella.
—Un psicópata al que le amputan brazos y piernas y lo dejan vivo. Había matado a una mujer. Espera un momento, eso lo leí en una novela. Déjame mirar un segundo en Google, no me cuelgues.
Julieta oyó el bip del teclado y, al fondo, el sonido de los parlantes del avión.
La voz de Silanpa volvió:
—Ya lo encontré —le dijo—, es una novela del escritor Santiago Gamboa, espera, espera… Se llama Volver al oscuro valle. Se publicó hace unos años. Pégale una mirada a ver si te coincide.
—¿Una novela? No, pues eso sí que sería una casualidad —dijo Julieta—. ¿Y qué pasa en la novela?, ¿quién le corta los brazos al tipo?
—Una especie de agente secreto argentino —respondió Silanpa—, un tipo enigmático que vive en Alemania y acaba viajando a Colombia.
Esta vez fue Julieta la que pegó un grito.
—¡¿Qué?!
Su teléfono rodó por el suelo.
—¿Aló?, ¿aló? —dijo Silanpa.
Julieta se repuso.
—¿Estás seguro de lo que me acabas de decir? —dijo ella—. ¿Un argentino que vive en Alemania y viene a Colombia?
—Sí, un hombre extraño, una especie de profeta del apocalipsis. ¿Por qué?
—¿Viste las noticias hoy? —dijo Julieta.
—No. Estuve todo el día con lo del viaje, ¿qué pasó?
—Encontraron a un argentino asesinado en Villa del Prado. Desmembrado y con signos de tortura. No jodas, Víctor. ¿Qué me estás diciendo?
—Pues te va a tocar leer el libro. Y tengo que colgar, esto empezó a carretear…
—No me contaste qué vas a hacer a La Habana.
—Voy a ver si logro entrevistar a los del…
En ese punto la llamada se cortó.
Julieta, con el corazón a mil, entró a Google y buscó el libro de Gamboa. Ahí estaba, Volver al oscuro valle. La descripción preliminar coincidía con lo que había dicho Silanpa.
No podía ser.
¡No podía ser!
Compró la edición eBook para leer de inmediato. Se recostó en la cama con el texto en su pantalla y una libreta de notas. Tenía tal sobresalto que olvidó su té y fue al salón a servirse una ginebra. De la nevera sacó hielos y limón.
A las cuatro de la mañana seguía leyendo, acompañada del bramido del aguacero. Era increíble. ¡En esa novela estaba todo! La historia de Marlon Jairo como él mismo la contó y una versión de cómo y por qué fue mutilado. También la historia del gurú argentino. Los países en los que vivió, según la novela, coincidían con los pasaportes que le encontraron al asesinado.
Había muchas más cosas, claro.
¡No podía ser!
Escribió más de una docena de páginas sin notar que la noche transcurría. Cuando intentó dormir se dio cuenta de que en sólo dos horas sonaría su despertador.
Por la mañana estaba hecha pedazos, pero aún agitada por las revelaciones de la víspera. Muy temprano le escribió a Johana: «Hay que buscar a la médium, la vecina del argentino asesinado».
Luego llamó a Jutsiñamuy.
—Estimada amiga, ¿cómo me le fue con el cortado?
—Bien, fiscal, muy bien. Estoy elaborando lo que me dijo, pero creo que tendré que volver a hablar con él.
—No habrá inconveniente, me avisa y volvemos a hacer el trámite.
—Mil gracias, fiscal. Quería hablar con usted de otra cosa —dijo Julieta—. ¿Vio lo del argentino asesinado?
—Sí, una carnicería. Los agentes que fueron a levantarlo están en ayuda psiquiátrica.
—Necesito hablar con una vecina de ese argentino que dice ser médium, la que alertó a la policía. Salió en el noticiero aunque sólo un segundo. Una tal Verónica algo. ¿Me ayudaría a conseguir los datos para llamarla?
El fiscal se sorprendió.
—¿Y eso? —preguntó Jutsiñamuy—, ¿me va a dejar para después lo del cortado?
—No, fiscal. Tengo una corazonada, creo que podría ser la misma historia —le dijo—. Es largo de explicar, pero necesito hablar con esa mujer.
El fiscal dio tres golpecitos con los dedos en su escritorio. Tomó nota en su libreta y le dijo:
—De ser así, sería tremendo golpe. Si logra encontrar un nexo la nombro vicefiscal de investigaciones especiales.
Se rieron.
—Ya escribí el encargo, amiga. En un ratico le averiguo el dato y se lo mando.
—Gracias, mil gracias.
—Tiene la voz agitada, Julieta, ¿todo bien?
—Dormí poco —se disculpó ella—, esta historia apenas comienza y ya me tiene frenética.
—No se tome las cosas tan a pecho.
—Ay, y otra cosita… ¿Habrá una lista de lo que encontraron en el apartamento del argentino? Me refiero a armas, amuletos, cosas raras.
—Seguramente que sí, voy a ver qué consigo. Y no pregunto más porque me pone más trabajo y estoy ocupadísimo.
—Perdone, fiscal. Le aseguro que vale la pena.
Colgaron.
El conjunto residencial La Esperanza estaba en los perímetros de Villa del Prado, una zona que tuvo su esplendor al final de los setenta y ochenta, cuando una cierta clase media bogotana con impulso aspiracional aceptó irse a vivir al lejano norte sacrificando la cercanía de la ciudad por amplias zonas verdes y áreas comunes de juego, socialización y deporte. La novedosa idea de la residencia-club. Estos condominios, traídos a Bogotá por la constructora Mazuera, pusieron en circulación una especie de american dream local, importando el concepto de barrio prefabricado e hiperseguro, con una estricta vigilancia desplegada en muros exteriores, rejas, cámaras 24 horas, ronderos por las calles internas, casetas de entrada con guardias armados que anuncian a los visitantes, en suma, lo que se llamó un «conjunto cerrado», es decir separado de las vías públicas de la ciudad. Lo que por supuesto incluía la irresistible sensación del privilegio (excluyente, la idea del club) de «estar adentro», de pertenecer, y la tranquilidad de vivir socialmente entre iguales, una clase media que enciende con entusiasmo los motores y tiene la mira puesta en la siguiente casilla, pues hay condominios para clases altas en otras zonas. La movilidad social, como en el Monopoly, es también un desplazamiento físico sobre el tablero.
Por desgracia, con los años, el destino mostró tener otros planes no tan alegres para La Esperanza y Villa del Prado, y al volverse Bogotá un atosigante culo de botella por el tráfico, la zona perdió su estatus. Ir y venir a la ciudad teniendo como única salida la tenebrosa Autopista Norte y sus atascos, con esos dispensadores de monóxido de carbono que son los buses intermunicipales y camiones de carga, hizo que la gente sensata se fuera de ahí espantada, vendiendo a lo que fuera. Por eso hoy el barrio se ve viejo, percudido, devaluado. De la clase media aspiracional, con binóculos y remo, pasó a ser hogar de una cierta clase media baja de anhelos más modestos, aunque siempre con la idea de que su tránsito ascendente no ha concluido.
Al frente de la portería de ingreso al conjunto ya no había panaderías ni comercio familiar, como en otras épocas, sino un montallantas y tres talleres de buses del SITP. En la esquina funcionaba un minimercado que ponía en el andén mesas de madera con yuca, papa y plátano maduro, usando para el pesaje una báscula enganchada a lo que antes debió ser un perchero, hoy lleno de grasa y raspones. Al lado, sobre el andén y robando electricidad del poste de luz, estaba la fritanguería Donde Jimmy, que impregnaba el ambiente de olor a chorizo frito, rellena y bofe desde muy temprano, y que debía ser un severo golpe psicológico para aquellos vecinos que aún porfiaban en el progreso del barrio.
Julieta y Johana llegaron en un Uber hacia las tres de la tarde. Habían llamado antes al número que les dio el fiscal y Julieta pudo hablar con la señora, explicándole quién era y por qué quería verla.
—Me interesan estas historias —le dijo Julieta—, yo creo que personas como usted son las únicas que nos pueden alertar sobre los asuntos misteriosos e incomprensibles de la vida.
La mujer se miró al espejo y vio que tenía las mejillas sonrosadas. La periodista era amable y convincente.
—Venga después de almuerzo a cualquier hora —le dijo la señora Verónica—. Soy viuda y pensionada o sea que me muevo poco. La espero.
El portero del conjunto, cuya chaqueta de uniforme azul parecía sufrir la misma curva descendente del barrio (brillaba en el cuello, perdía hebras en las mangas y tenía los botones distintos), les tomó el nombre y las hizo esperar frente a la entrada de vehículos. Lo vieron levantar el citófono y anunciarlas. Luego se asomó a la rejilla y les dijo:
—Sigan, ¿conocen el camino?
—No —dijo Julieta.
—Vayan por ahí hasta el tercer bloque. A la derecha. Es el D. Apartamento 806.
Entraron.
La señora Verónica las esperaba en el corredor, frente al ascensor. Entraron y se acomodaron en la sala. Muebles modestos tapizados en polipiel gris, mesa de centro en vidrio con un jarrón oriental comprado en Cachivaches (Julieta vio la etiqueta raspada del precio), un juego de ajedrez de cristal, una bailarina de Lladró que parecía falsa, dos perros de porcelana. En una mesa auxiliar varias figuras sacras: el Cristo negro de Buga en diálogo con la Virgen de Guadalupe y la diosa Baal.
—¿Cafecito con almojábana? —les propuso.
—Uy, sí —aceptó Johana—, con este frío…
—Gracias —dijo Julieta—, se lo recibo sin la almojábana.
—Mire que están deliciosas —insistió la señora—, qué se va a poner a hacer dieta si está regia.
La señora trajo todo en una bandeja que ya tenía preparada. Les sirvió los cafés.
—¿Entonces son periodistas? —les dijo—, yo antes de casarme escribía poemas, pero lo dejé con el matrimonio, que es tan cansador y no deja tiempo para la literatura.
—¿Y su marido a qué se dedicaba? —preguntó Julieta.
—Contador público, oficina de catastro. Murió hace ya tres años de una enfermedad incurable. Siempre fue muy fumador y al final eso lo mató. Enfisema.
—Ay, caramba —dijo Julieta—, cómo lo siento. Le tengo pánico a eso.
—Es un sufrimiento enorme —dijo la señora—, se inhala y no se puede exhalar. A veces me viene a la mente esa mirada de miedo y dolor del pobre Néstor. Así se llamaba, Néstor Quintero.
—Mis condolencias, doña Verónica —dijo Julieta—. ¿Y cuándo empezó usted a tener visiones?
La señora agarró la jarra de café y sirvió un poco más en todas las tazas.
—Es un tema doloroso para mí, disculpen si me emociono y me sale alguna furtiva —dijo—. Fue cuando quedé embarazada de mi hijo. Todo iba bien hasta que en el quinto mes surgieron problemas. Teníamos un gato que mi marido adoraba, Maelo, y no se supo bien si fue por esa causa pero me diagnosticaron toxoplasmosis. A los pocos días me puse gravísima y el médico dijo que el niño, porque era un niño, podría tener lesiones cerebrales y nacer ciego. Me quedé sin alma. Había sido un hijo muy deseado y buscado. ¿Todo eso se iba a perder por un gato? Los médicos nos recomendaron el aborto terapéutico, pero yo me negué. Me hospitalizaron y entonces, sola por las noches, empecé a oír la voz de mi hijo. Una voz clarita que hablaba en un idioma que yo entendía pero que no era este mismo, y me decía, «no llore tanto, no llore, igual todos vamos a estar tristes», y así, siempre repetía que el tiempo de estar alegres se había ido, unas frases muy enigmáticas para ser tan niño, y todo eso resonaba dentro de mi cabeza. Me gustaba quedarme sola en el cuarto del hospital, cerrar los ojos y oírlo, hasta que una mañana entró el médico y dijo, señora Verónica, hay que tomar una decisión, también está en peligro su vida, le pido el favor de ser razonable, y agregó, Dios me está diciendo al oído que quiere a ese santico en su cielo, pero ya, ¿me entiende lo que le digo?
La señora Verónica se quitó una lágrima, pero los gestos de su cara configuraron una extraña sonrisa.
—Le dije al doctor que le entendía, tampoco era boba, pero le pedí que me dejara a solas y cerré los ojos, y entré en comunicación con el niño, que me dijo, «hágale caso, mamá, no vamos a ser felices, va a haber mucho dolor, hágale caso», y también dijo, «el tiempo del dolor es un camino sin llegadero, que va de ninguna parte a ninguna parte», así me dijo ese niño, tan raro, así que al final acepté y me hicieron la intervención. Poco después ya no lo tenía, lo habían sacado, pero al cerrar los ojos en el hospital él me seguía hablando. Dejó conmigo su voz y me dijo, «hizo bien, mami, gracias por liberarme, qué dolor tan fuerte el que sentía, gracias, mami, gracias, porque el dolor que teníamos por delante era más largo, sólo nos quedaba el alma del dolor y el espíritu profundo del dolor», y yo le entendí a mi hijo y lo solté, y al fin me relajé. Poco después salí del hospital, pasó el tiempo y esa voz se fue alejando. Intentamos tener otro hijo pero no hubo manera. En esa época no había tantas posibilidades.
Se retiró una lágrima diminuta, hizo una sonrisa de resignación y continuó hablando:
—Poco después el marido de una amiga sufrió una trombosis y quedó en coma. Fui a visitarlo al hospital y ahí volvieron las voces. Cerré los ojos y sentí que él me hablaba y me decía, «estoy bien pero ya quiero irme, dígale por favor a Chela que la quiero mucho, pero lo mejor es que yo me vaya». Le transmití el mensaje a la esposa, pero no me creyó. No sabía qué hacer, y cuando el marido enfermo volvió a hablarme le pedí que me diera una prueba para que ella creyera, y entonces dijo: «Indíquele a Chela que en el bolsillo interior de mi chaleco negro se quedó un cheque que hay que ingresar a la cuenta». Así se lo transmití a la esposa y, claro, apareció el cheque. Y me creyó. Tanto que unos días después ella me pidió el favor de hablarle otra vez al marido y pedirle la clave de la tarjeta débito, que la estaba necesitando, y se la conseguí, así que quedó muy agradecida y me juró que no le iba a contar a nadie de mis poderes. Así fue como empecé a tener comunicaciones extrañas hasta que yo misma fui aprendiendo a manejarlo y pude acercarme a moribundos o a personas recién muertas, y es que siempre es mucho lo que le falta a uno por decir cuando se muere, ¿no?
Julieta tomó notas rápidas en su cuaderno. Johana tenía en su mano la grabadora encendida.
—¿Y cómo fue lo del vecino de arriba?
—Bueno, algo muy inesperado —dijo la señora Victoria—. Yo apenas lo conocía, pero resulta que ese señor vivía preciso acá encima, en el 906. Era argentino, una persona correcta y tranquila, nunca le sentí ni los pasos. Alguna vez, recuerdo, me pareció oír que empujaba un mueble, pero nada más. Era como si no existiera. Hace unos días, hará una semana larguita, pasé una noche terrible con algo que no me dejaba dormir, y cuando al fin lo logré tuve unos sueños espantosos. Al otro día me levanté apaleada, con un dolor de cabeza horrible, y por más que tomé dos aspirinas efervescentes no me sentí bien. Yo no sé si ustedes crean en estas cosas, pero sentí la presencia del mal, una especie de nube negra y una temperatura muy rara. Pasó el día y no se me quitó, y por la noche, otra vez, tuve pesadillas y vi cosas feas. Eso seguía ahí. A los cinco días se volvió insoportable. Oí gritos, golpes, insultos. El aire seguía viciado, pero no de olores sino con esa especie de tela de araña que era invisible para los demás. Una mañana miré aquí arriba, hacia el techo, y entendí que toda esa porquería venía del apartamento 906; me atreví a subir, pero sólo hasta el corredor del ascensor. No me extrañó ver que debajo de la puerta hubiera una cantidad de publicidad sin recoger. Sabía que la persona de esa casa, el argentino que había visto un par de veces, estaba adentro y no andaba bien. No lograba oír algo concreto, pero sí destellos de una escena horripilante. Una inmensa gritería. Tan tenebroso que ni siquiera me atreví a acercarme a la puerta. Fue cuando llamé a la policía.
—¿Y les contó esto que me está contando?
—No con tanto detalle, obviamente —dijo la señora—, ellos son gente ignorante. Sólo les dije que me parecía raro que el vecino de arriba no hubiera vuelto a salir de su casa. Cuando vinieron, el portero les confirmó lo que había dicho. Fue ahí que me atreví a subir y apenas llegué al corredor y me acerqué al muro empecé a oír con más claridad. Pero ya no sólo la voz de una persona, no, dentro de ese cuerpo había una multitud, un gentío enorme; todos gritaban y trataban de sobreponerse a los demás, ser la primera voz, ¿y sabe?, lo que me extrañó es que las voces fueran tan increíblemente diferentes; de mujeres y de hombres, de ancianos, de niños, con acentos raros.
—¿Y qué decían?
La mujer se levantó y caminó hasta la ventana poniéndose dos dedos en medio de las cejas.
—Bueno, son frases sueltas, gritos aislados, «aquí estaremos siempre», por ejemplo, o «lo primero es la dignidad y lo segundo también es la dignidad», o «se están llevando los árboles y nos dejan el humo de los incendios», o «guardemos el humo», o «somos los seres del humo y el aire templado», o «nuestro mundo volverá a nacer del humo», cosas así, inconexas, yo creo que esa persona debió sufrir mucho en vida, aparte del horror de lo que le hicieron, y eso demuestra que estaba metido en quién sabe qué cosas. A la gente de bien no vienen a matarla a la casa.
—Bueno, aquí matan todos los días a gente que trabaja por la comunidad —dijo Julieta—. Van y los sacan de sus casas.
Johana escondió la cara, miró hacia la ventana.
—Sí, claro, cómo soy de bruta… Cuando puse ese ejemplo no pensaba en ese tipo de asesinatos, sino en los que se ven en el medio de las mafias, de los narcotraficantes. En fin, ya me entiende.
Julieta le puso una mano en el brazo.
—No estoy aquí para juzgarla —le dijo—, no se preocupe. Más bien dígame, ¿en las cosas que usted oyó se podía entender que al señor lo habían matado? ¿O de pronto algún indicio de quién podía haberle hecho eso?
—Fíjese que no puedo saberlo, porque cuando oigo mi mente está entregada y prácticamente no puedo procesar lo que digo. Soy una médium. Las cosas pasan a través de mí y otros deben analizarlas. Es lo que está en la cabeza de la persona que muere. Las voces de los que estuvieron con él a veces se quedan, pero oírlas es difícil. Son ecos y se llaman hierofanías. Puedo intentar recuperar algunas, es lo que estoy haciendo con usted ahora. Pero mientras pasa dentro de mí es una especie de chorro que atraviesa y sigue su camino. Es difícil, le repito. Yo no sé si usted lo sabe, señorita, seguramente que sí, pero las vidas de las personas se repiten y son aburridas. Por eso tenemos adentro una especie de protesta que sólo logra salir en el momento de la muerte. Cada persona vive su vidita como puede y la mayor parte de la gente ni se da cuenta de que no hacen más que repetir y repetir ese guion que ya está gastado y es malo. Una telenovela de las normales, con sus altos y bajos. A mí me da una tristeza enorme saber esto, preferiría no saberlo y vivir como vive el resto, ignorante, feliz.
—Bueno, usted es una persona privilegiada —dijo Julieta—. Poder entender eso le da una fuerza sobre los demás. Está por fuera del guion y eso ya es mucho.
—Y ustedes dos, niñas, ¿quiénes son?
—El guion de mi vida es uno de los peores —dijo Julieta—, de los que más se repiten y que ya nadie, ni en telenovelas bobas, quiere ver. La vida de Johanita es más interesante.
La mujer miró a la colaboradora, que había permanecido callada.
—Tú hablas poco pero piensas mucho —le dijo a Johana—, casi te puedo oír de tanto que piensas.
—Uy, no me asuste —dijo Johana, intentando sonreír.
—No hay que tener miedo. Lo que uno es está por dentro y viene a ser la suma de lo que nunca dice. Por eso los sabios hablan poco.
Johana se la quedó mirando, intrigada.
—Pero si los sabios no enseñan lo que saben —dijo Johana—, ¿qué utilidad tienen?, ¿para qué les sirve ser sabios?
La señora la miró levantando las cejas.
—Esa es la pregunta clave, niña, ¿de qué sirve saber? Yo creo que es una de las grandes preguntas de la vida. He leído manuales de filosofía y no soy experta, pero le aseguro que la cosa no está muy clara, ni siquiera para los grandes filósofos.
—¿Y qué dicen sus muertos? ¿Ellos sí saben más que nosotros? —preguntó Johana.
—Pues sabes que ni tanto —dijo doña Verónica cambiando de tono—. Para muchos, morir consiste en llevarse la misma confusión para otro lado.
—¿Y usted se puede comunicar con cualquier muerto? —quiso saber Johana, con cierto temor.
—Más o menos. Necesito acercarme. ¿Quién se te murió? Tienes a alguien atravesado en la garganta. Se te nota a leguas.
—Mi hermano —dijo Johana—. Se llama Duván Triviño. Desapareció hace un año en Buenaventura. No hemos podido saber nada.
—Ay, mi niña, un desaparecido… Esa es otra. ¿Tienes algo de él?
Johana se quitó una pulsera de cuero con chaquiras.
—Esto era de él.
Luego abrió la billetera y sacó una foto.
—Mírelo, hoy tendría treinta y cuatro.
La señora miró la foto de cerca, luego de lejos. Pidió a Johana autorización para hacer una copia con su celular y agrandarla. Johana le dijo que sí.
—Déjame esto unos días y yo trato de ver, ¿bueno? —le dijo, luego escribió algo en una libreta—. Ya anoté el nombre y la fecha aproximada. A ver si puedo ayudarte. Hablemos la próxima semana.
Se dieron un abrazo.
Luego miró a Julieta como diciendo, ¿puedo ayudarla en algo más?
—Le pido un favor —dijo Julieta—, el último. Piense en esas voces que oyó en el piso de arriba, intente concentrarse y si oye algo o recuerda algún detalle que pueda ser esclarecedor de lo que le pasó a ese pobre hombre, le ruego que me llame.
—Claro que sí, señorita. Con mucho gusto. ¿Pero ya se van tan rápido? ¿Qué les molestó?
—Usted fue muy amable —dijo Julieta—, no queremos ocuparle más tiempo y tenemos que seguir trabajando.
—Las dejo por lo del trabajo, porque si no acá se me quedan hasta la hora de la comida. Tengo en remojo unas lentejitas.
Se despidieron en la puerta y salieron. Antes de bajar intentaron subir al piso noveno por la escalera, pero un agente de policía las detuvo.
—Sólo pueden pasar los residentes.
—Somos periodistas —dijo Julieta, mostrando un viejo carnet de prensa de la revista Cromos—. ¿No podemos al menos mirar desde el corredor?
El agente, un tipo joven de frenillo que estaba inmerso en un chat cuando ellas llegaron, dijo que no con la cabeza.
—Yo no tengo ningún problema en que se acerquen, ¿sí? Pero después viene mi superior y vea… —se puso el índice en el cuello y lo movió de un lado al otro—. Llevo es del bulto. Y le digo algo: no hay nada que ver. La puerta está cerrada. El chiquero de adentro ya lo limpiaron, se llevaron todo. Haga de cuenta el mismo corredor de abajo. La puerta es blanca. Es lo único que se ve.
—Gracias, agente —le dijo Julieta—. ¿Y los dueños del apartamento no han venido?
—No podemos contestar preguntas sobre el caso, ¿no le digo? Pero venga, así pasito le puedo confirmar que no. Acá no ha venido es nadie.
—Una última cosa —dijo Julieta—: ¿no ha oído ruidos adentro? Los vecinos dicen que se oyen voces, como si hubiera un grupo de personas discutiendo.
—Uy, no, señorita, no me asuste. ¿Aparecidos? De eso no he oído nada. Esta mañana bien temprano sí hubo algo raro. Se lo puedo contar porque no creo que tenga importancia.
—¿Qué pasó?
—Oí sonar el teléfono. Varias veces.
—¿Qué hora era?
—Debían ser por ahí las siete y media, las ocho menos algo. Me pareció raro. Semejante matada tan berraca y que luego lo llamen a uno.
—Sí, muy raro. Gracias por el dato.
Al salir, Julieta llamó a Jutsiñamuy.
—Acabo de hablar con la vidente, fiscal —le dijo—, la vecina del asesinado argentino, ¿se acuerda? Hay algo interesante. Antes de irnos subí a mirar el apartamento y hablé con el guardia. Está precintado. Me dijo que esta mañana oyó sonar el teléfono a las siete y pico, ocho menos algo.
El fiscal Jutsiñamuy se quedó sorprendido.
—Eso suena muy raro. Pero ese caso lo está llevando un colega y no queda bien que yo me meta si no tiene alguna relación con lo del cortado y los huesos de La Calera.
—Sería interesante ver al menos quién llamó —dijo ella—. ¿No cree? Cuando los muertos reciben llamadas la cosa se pone buena.
—Está bien, voy a ver qué encuentro. Pero me tiene que contar toda la vaina, porque hasta ahora yo no le veo la relación.