Miri

Pienso que es más fácil sentir calor cuando una parte nuestra está fría. Estoy acostada en la cama con los pies destapados y trato de sentir eso, de perseguir la sensación de algo que sube por mi pierna, pero la pierdo. Se acerca el otoño y Leah volvió hace casi dos meses; por las mañanas hay una luz delgada y sin color, y arañas por toda la casa. Los vecinos miran fútbol americano en la televisión a horas inusuales, Leah abre los grifos y yo pienso en mi madre más de lo habitual.

La mañana antes de su funeral yo había tomado seis ibuprofenos con un trago de brandy para cocinar, y la combinación de ambos había desencadenado un curioso efecto Doppler por el cual las sensaciones parecían afectarme en desorden: el olor de la comida antes de probarla, la sensación del vaso en la mano mucho después de darme cuenta de que lo había soltado. La recepción fue en casa de mi tía, dado que la casa de mi madre estaba demasiado lejos para resultar conveniente, sin mencionar que estaba bastante deteriorada. Recuerdo muy poco de la ceremonia, aunque sé que en un momento Leah me llevó afuera, al porche trasero, y me dijo que sería mejor que nos quedáramos ahí un rato. Recuerdo que dije Lo siento, aunque no recuerdo en respuesta a qué, a veces digo cosas así. No sé bien por qué. Recuerdo estar de pie ahí mismo y que la luz me golpeara de a partes, primero la cara, después el dorso de las manos, el pecho, la piel de abajo del mentón. Recuerdo el frío, mirar el jardín de mi tía y más allá, una pared de pizarra inclinada hacia el jardín del otro lado, donde un hombre quemaba residuos con una lata de querosén que sostenía a la altura de los hombros. Recuerdo mirar el humo, una cosa extraña, como de druida, llamas potentes en la tarde blanca. El hombre había apilado hojas y cajas de cartón, barriles podridos y verdosos de musgo, el cuerpo grueso de una fogata que se estrechaba hasta convertirse en un eje humeante que escupía cenizas. Habría sido fácil imaginar una figura humana en el centro de esa conflagración, aunque yo sabía que no era conveniente. Muy fácil imaginar algo corpóreo tomando forma entre las cenizas: los barriles convirtiéndose en hombros redondeados, las escobas y los baldes desdentados despojándose de su claridad y volviendo a tomar forma como posibles cuellos y cabezas y caras humanas que se derretían. Quiero entrar, recuerdo que le dije a Leah, pero ella negó con la cabeza y dijo que podíamos rodear la casa y quedarnos ahí un rato si el humo de la fogata me molestaba.

+

Como instalé el nuevo teléfono, no me queda más remedio que usarlo. Programo el número del Centro en la función automática del receptor, de modo que ahora solo tengo que apretar un botón para arrancar el día. Por las mañanas, corto rodajas finas de limón sin piel, las pongo en agua y hago de cuenta que es un desayuno para Leah, coloco el vaso en una bandeja y espero que la ofrenda no sea percibida como sarcástica. Agua fría con limón es una de las pocas cosas que he descubierto que toma sin chistar, aunque en ocasiones la descubrí echándole sal de mesa a la mezcla y le quité el vaso. Cuando come algo, lo que sea, siempre son cosas saladas, lo cual me preocupa; parece tener antojo de aceitunas y anchoas y se lame la sangre que mana de sus encías a primera hora de la mañana. Algunos días imagino que el agua salada la enloquece, y trato en vano de meter naranjas en su dieta o aplasto frambuesas con la superficie plana de un cuchillo e imagino que las meto a escondidas en la pasta de dientes. Cuando era chica mi mamá me contó sobre el escorbuto y desde entonces lo imagino mirándome de reojo con la misma frecuencia que un resfrío común. Considero los síntomas de Leah, me convenzo de que sus sangrados y cambios de piel se deben a una simple falta de vitamina C. Los síntomas tempranos, leo en la pantalla de mi teléfono, oculta bajo las mantas como una adolescente que le envía un mensaje a alguien que le gusta, incluyen debilidad y cansancio, dolor en las manos, brazos y piernas. Si no se trata, disminuyen los glóbulos rojos, hay enfermedades en las encías, cambios en el pelo y puede haber sangrado en la piel. Miro a Leah y trato de imaginarme la conversación: yo inclinada sobre la mesa para decirle Querida, creo que tienes escorbuto, y Leah asiente, mira hacia arriba y dice Sí, creo que sí. Gracias a Dios que lo mencionaste.

Estoy atrasada con el trabajo, me resulta difícil sentarme y no sudar, no volver a levantarme, convencida de que hay algo en mi silla. Demasiado cansada, con manchas de sudor que amarillean las axilas de mis camisetas. Mi bandeja de entrada está repleta de consultas, clientes que se apresuran a expresar su descontento apenas reconocen una crisis. Un cliente ha empezado a escribir hasta tres veces por día: Por favor envíanos la confirmación de que has empezado a trabajar en la propuesta de la beca. Como ravioles enlatados y trato de recordar lo que significaba preocuparse por el tono desagradable de un email. En algún lugar del departamento, Leah volvió a abrir los grifos.

Varias mañanas después tenemos una pelea al respecto; Leah está sentada a la mesa de la cocina y mira la tostada que he puesto enfrente de ella, la naranja que puse a su lado, el kiwi y la mermelada de frambuesa.

–No, no quiero esto –dice, y entonces le digo que yo no quiero pagar la mitad de la cuenta de agua de este mes, y ahí empezamos. Le digo que se comporta como una invitada, como una persona que llegó volando a mi casa y se sentó como si fuera suya. Ella dice que no sabe qué decirme. Quiero gritar di cualquier cosa, di que yo sabía en lo que me metía cuando te fuiste, di que me contaste cómo era el trato, que me diste toda la información. Di que fue mi elección estar de acuerdo con eso, que no es tu culpa aunque te hayas ido tan lejos durante tanto tiempo. Di que fue mi elección mudarme al cuarto de invitados. Di que es mi elección entrar al baño cada mañana cuando ya sé lo que voy a encontrar.

–No creo que estés comiendo las cosas adecuadas –digo, en cambio.

–¿Terminaste? –me dice, y después, de repente, agarra la naranja y la tira contra la pared. Golpea los ladrillos con el sonido algodonoso y húmedo de un órgano interno. Miro rodar la naranja por el suelo y pienso en reírme, me imagino alguna parte interna y blanda de Leah deslizándose sobre los azulejos de la cocina y desapareciendo debajo de la heladera.

+

Cuando era adolescente, Leah trabajó en un acuario. Era la clase de historia sucia-glamorosa que me encantaba de ella, una imagen en la que quería revolcarme: mi Leah a los diecisiete años, con el pelo en capas, alimentando a los delfines con un traje de neoprene cortado en las rodillas. No la conocí a esa edad, por supuesto, aunque he visto fotos. Al principio me mostró un álbum y se tapaba la cara cuando yo me reía de su pelo teñido de negro, su aro en la nariz y sus cejas demasiado depiladas. Solo estaba probando, dijo, mi mamá odiaba la tintura de pelo así que me lo teñí a pesar de que se veía horrible, ya sabes. En una foto, una Leah adolescente está en cuclillas junto a un alto tanque cilíndrico que contiene lo que ella me identificó como un pulpo gigante del Pacífico llamado Pamela. Éramos amigas, dijo, con una voz que me pareció que se esforzaba por sonar casual, ¿sabías que pueden sentir sabores con la piel? Los pulpos, quiero decir. En los viejos tiempos yo disfrutaba eso, la lista aparentemente interminable de datos inútiles de Leah, adquirida en una adolescencia dedicada a cargar el agua de los tanques de los peces payaso y animando a los niños a manipular criaturas pinchudas en las piscinas donde los dejaban tocar. Una vez me contó una historia en la que luego pensé muchas veces, y que reproducía en mi mente como una película favorita. Leah, a los dieciocho años: una noche, después de hora, llevó a una novia al acuario, tomaron vodka mezclado con limonada de supermercado y se besaron en el suelo frente al tanque oceánico, a la vista de los cardúmenes bamboleantes de atunes blancos, sardinas y medusas, percas marinas cobrizas y tiburones martillo. Según la historia, ella había metido las manos intrépidas dentro de los jeans acampanados de la chica y entonces la había llevado al cuarto del pulpo para que conociera a Pamela, aunque al hacerlo había descubierto que la criatura había muerto en su tanque en algún momento a última hora de la tarde.

Tiempo después, cuando volvía a esa historia, superponía a mi yo de dieciocho años con la novia, reemplazándola y dibujando mis contornos en tinta más permanente. En esa versión editada nos besábamos –la Leah de dieciocho años y yo– y después ella me llevaba al cuarto del pulpo, golpeaba el cilindro con los dedos y Pamela no estaba muerta. Subía desde una esquina y se acercaba temblorosa a nosotras con la flexión pulsante de una sombrilla que se abre y se cierra: el manto, las ventosas y la cabeza parecían algo preparado para estallar. Se desplazaba por el tanque hacia un costado y en esa escena (o sueño, o versión) yo sabía, gracias a mi asombrosa capacidad para saber ese tipo de cosas, que ella tenía intención de conocerme, que habría muerto para cualquier otra novia, pero que a mí me había esperado. Extendía la mano sobre el vidrio e imaginaba que sentía cómo cedía su gran cuerpo gelatinoso, los pliegues y las membranas interiores esponjosas, el lugar secreto donde sus tres corazones expulsaban sangre cobriza, azulada. Todo muy fantasioso, desde luego. Para cuando cumplí los dieciocho años, Pamela ya estaba muerta y yo todavía no había besado a ninguna chica.

Me deprimí tanto cuando murió, me dijo una vez Leah. En realidad no era mi trabajo cuidarla, sabes, yo solo era una voluntaria, pero a veces cuando los empleados con más experiencia la alimentaban, me dejaban tocarla. Abrían la tapa del tanque y ella venía hacia mí como hirviendo, con todos esos brazos que se abrazaban a los míos, todas esas ventosas, y entonces se quedaba ahí, mirándome. No intentaba arrastrarme hacia el agua exactamente, pero podía ser difícil hacer que me soltara antes de que ella quisiera. Me sostenía ahí, con el pecho contra el borde del tanque, un poco doblada hacia abajo, mirándola. Y entonces me soltaba. Decían que yo le agradaba… No sé si era cierto, pero era lindo.

Durante mucho tiempo, Leah había sido una mártir receptora de regalos que de alguna manera giraban en torno a los pulpos. Así como alguien que comete el error de dedicarse a un animal recibirá para Navidad regalos temáticos de pollos, elefantes o delfines por el resto de su vida, Leah estaba todo el tiempo escribiendo notas para agradecer joyas de pulpos, platitos decorativos de pulpos o espátulas con mangos con forma de pulpo que eran casi imposibles de sujetar. Yo, por mi parte, había puesto empeño en evitar ese tropo, excepto una vez, en el cumpleaños número treinta de Leah, cuando le regalé un set de postales promocionales del acuario en el que había trabajado. Era algo que encontré de casualidad en una publicación de eBay, un libro de tarjetas que tenían al menos quince años. Todas ellas decían «Las Estrellas de Nuestro Show» y mostraban imágenes de la tortuga gigante, el tanque de las nutrias, los delfines y la exhibición de pingüinos. La anteúltima tarjeta mostraba un pulpo color mandarina con el ojo izquierdo rotado hacia la cámara y los tentáculos por encima de la cabeza como si estuviera cayendo por el aire en lugar de estar en el agua. La etiqueta impresa en la esquina inferior izquierda de la tarjeta decía: Pamela - Pulpo Gigante del Pacífico - edad estimada entre 3 y 4 años. Le di las tarjetas a Leah y ella lloró y me besó, y cuento esta historia ahora no porque me haga quedar bien sino porque Leah siempre se llevó consigo la postal de Pamela en los viajes de trabajo que hizo después.

Cuando nos conocimos, Leah trabajaba en investigación y conservación para un instituto que se especializaba en la protección de ecosistemas costeros y de aguas profundas. Eso fue antes del Centro, de hecho, mucho antes de que existiera, lo cual suele sorprender a la gente. Supongo que tiene que ver con el nombre, Centro para la Investigación Marina, un nombre anodino que implica longevidad, un sentido aristocrático de haber existido siempre, de ser una institución de larga data, cosa que, por supuesto, no es. La cuestión es que Leah no se pasó al Centro hasta muchos años después de habernos conocido, y trabajó casi toda su veintena en el mismo proyecto pequeño. En una de las primeras citas se sirvió aceite de oliva, mojó el pan y me contó sobre una compañía en la que esperaba trabajar algún día, que se especializaba en aplicar adaptaciones físicas de especies submarinas para la innovación industrial. Habían desarrollado una nueva clase de picaporte que imitaba la estructura de la piel de tiburón y hacía más difícil que se pegaran los gérmenes y los virus. La piel del tiburón está hecha básicamente de millones de dientes diminutos, dijo, sirviéndose vino y hablando con la boca llena. Se llaman dentículos dérmicos, ¿no es genial? En términos prácticos, la piel de un tiburón tiene casi tanta capacidad para hacerte daño como su boca. No es mi área, en realidad –yo estoy más en la biología convencional– pero aun así me encanta la idea de encontrar un modo de aprovechar esas pequeñas rarezas para crear algún servicio. Comimos un plato ruso de carne guisada con eneldo y hablamos como suele hablar la gente en las primeras citas, con aire extravagante y confesional, donde cada afirmación era un intento de verdad que nos definiera: Soy la clase de persona que llora con las películas, soy la clase de persona que trabaja mejor sola. Después del restaurante tomamos unos tragos de ron y jengibre en un bar que era nuevo para ambas, hablamos de comidas y lugares favoritos. La noche estaba pesada, el aire cerrado y húmedo como una franela, y había reportes de relámpagos esféricos golpeando los cables de electricidad a menos de un kilómetro de mi casa. En un momento dije Soy católica, así que creo en el castigo pero no en la recompensa. Cuando nos besamos el primer beso, con las palmas húmedas y las lenguas pegajosas de jengibre pensé en la piel de tiburón y metí la mano en el espacio donde la camisa de Leah se había salido del pantalón. La mañana siguiente me desperté muy temprano, la ventana de mi dormitorio estaba llena de segmentos nítidos de luz.

+

Al principio no estoy segura de qué es ese sonido, entonces lo reconozco, es Leah gritando. Es miércoles, o tal vez jueves, y no estoy despierta, salvo en lo requerido para saltar de la cama como un resorte. Al principio el grito parece incorrecto, distorsionado dentro de otra cosa. Me lleva varios instantes reconocer que esa interferencia es la máquina de sonido de Leah, sus gritos están medio ahogados por el ruido que se hincha, supura, se hunde como una boca que se abre a la fuerza y gotea algo espeso. Está oscuro y no puedo encontrar el interruptor de la luz, y el ruido es más fuerte en el pasillo, más fuerte aún cuando llego a la barrera que es la puerta del dormitorio de Leah. En algún lugar distante de mí misma reflexiono que todas las películas de terror empiezan así: sin luz, con una voz en la oscuridad, los pies enredados en las sábanas, una mano que queda suspendida en el aire cuando la puerta se abre hacia atrás. Empujo la puerta, observo la habitación que solía ser de las dos. Leah está ahí y la cama está empapada, y me lleva más tiempo del que debería, aún en la oscuridad, darme cuenta de que el agua viene de ella. Estoy de pie en la entrada y ella grita y sigue gritando, al parecer no es consciente de mi presencia, y el sonido solo se interrumpe cuando su cuerpo se contorsiona, convulsiona y ella vomita una lluvia de agua sobre la cama. No estoy segura de lo que sucede después, solo que los gritos se revelan casi por completo inconscientes porque cuando la sacudo para despertarla deja de gritar, me mira con la boca hinchada de sal y parece no reconocerme en absoluto.