Leah y mi madre nunca se conocieron, por varios motivos. Más que nada porque cuando Leah y yo íbamos lo suficientemente en serio como para que surgiera el tema, mi madre ya estaba bastante enferma. Leah se lo tomó bien la mayor parte del tiempo; no preguntaba mucho y no parecía ofenderse. Cuando visitaba a mi madre en su casa, antes de trasladarla, solía volver con miedo de cosas ridículas, pasaba días enteros con terror de que se cayeran los techos, de que me mordieran, de que algo reptara por mi pierna, y Leah tenía paciencia con esas cosas de una manera que más tarde llegué a reconocer como un rasgo central en su modo de ser. Las primeras noches posteriores a mis visitas, me dormía con un pánico inexplicable y Leah me tranquilizaba, me decía que estaba allí conmigo, apoyaba sus manos en el hueco de mi espalda. Descubrió que era fácil calmarme repitiendo palabras cuyas formas me gustaban, y así susurraba fragante, pelaje, artimaña, hasta que me dormía.
De vez en cuando, y por lo general de manera inesperada, me preguntaba si ese nivel de paciencia se sostendría en caso de que algún día un estudio probara que yo tenía chances de desarrollar la misma enfermedad que mi madre. Cada tanto me miraba al espejo e imaginaba que disminuía de repente y presionaba las manos en los costados de la cara como para evitar el colapso. ¿Me cuidarías?, quería preguntarle, pero como era incapaz de hacerlo, el pedido se enroscaba en sí mismo y salía en forma de ¿me pasas la salsa?, ¿podrías cambiar el canal?, mira esto. Durante mucho tiempo no me di cuenta de que yo no era, de hecho, la única persona a la que podía pasarle algo así. Me miraba al espejo e imaginaba que solo yo era, en algún sentido, finita.
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No me doy cuenta hasta mucho después de que no esperaba contactarme con nadie que de veras pudiera ayudarme. Las llamadas al Centro se han establecido como una rutina parecida a cepillarme el pelo, a pasarme el dedo por los dientes y decretar que están limpios. La mañana en que por fin lo logro, ya estaba planeando el resto del día: una pila de saquitos de té, cucharas y pastillas de vitaminas, emails sin leer, correo sin abrir y sábanas limpias, la sal escondida, los bordes de la bañera limpios de residuo. En la mesa: dos platos, el borde del pan con el centro agujereado, una jarra de agua del día anterior a la que le está creciendo una costra. No hemos hablado de la noche anterior, aunque la cama en la que duerme Leah ya está seca y su comportamiento parece no verse afectado. He googleado y los resultados me parecieron poco útiles: Razones para vomitar líquido claro: ¿Tienes gastroenteritis aguda? ¿Has bebido demasiada agua? ¿Te has provocado el vómito?
Leah está encerrada en el baño tarareando algo que tal vez sea una canción que reconozco, pero estoy casi segura de que no. Escucho el sonido de los grifos, el sonido de su voz, y pienso, por alguna razón, en el desorden de la repisa del baño de mi madre: la crema facial y el repelente para insectos, el perfume Blue Grass que siempre guardaba en su caja con las letras célticas en color crema y turquesa. El espacio a nuestro alrededor es una garra a medio cerrar, que nos aprieta pero no nos aplasta, y de esa manera confusa en la que últimamente se manifiesta mi deseo, desearía tener más confianza en mi capacidad para respirar.
Estoy mirando por la ventana cuando la música de espera se interrumpe en medio del estribillo y aparece una voz que me pregunta con aire formal cómo puede ayudarme.Empiezo a recitar los números de manera automática –número de rango, número de transferencia, etcétera–, pero la voz me interrumpe para asegurarme que ya tiene todos los detalles que necesitan.
–Lamento que haya sido un proceso tan largo comunicarse con nosotros –agrega, en un tono que podría transmitir casi cualquier emoción.
Los vecinos de arriba están mirando una telenovela en la que una mujer grita con una voz que trata en vano de ser convincente diciendo que esto no es en absoluto lo que ella quería.
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Recuerdo una de las veces que Leah se fue. No la vez en particular sino un momento mucho antes de que trabajara para el Centro, una época en que las expediciones todavía eran poco frecuentes: breves inmersiones frente a la costa de Escocia, semanas de trabajo en barcos pesqueros, viajes de investigación a lugares que yo podía encontrar en los mapas. Lo recuerdo así: finales de septiembre, restos lavados de un verano líquido. Las estaciones siempre cambian más rápido en el agua, la luz del mar es otoñal mucho antes de que el frío haya alcanzado la ciudad, y ese día yo estaba lejos de la ciudad, había viajado muchos kilómetros para despedir a Leah. La tarde que partieron yo miraba desde la plataforma con otras tres o cuatro esposas, una de las cuales se quejaba de que tenía frío hasta que un empleado de la torre petrolera le ofreció un chaleco salvavidas en un intento de hacerla callar. Hace más frío cerca del agua, decía, una y otra vez, tendría que haber pensado en eso, tendría que haber traído algo más abrigado.
Recuerdo cómo la embarcación se deslizaba sobre el agua, su larga nariz de metal y su torre de mando esculpida, la manera en que parecía sumergirse y menearse como una anguila, con luces blancas a lo largo de la espina dorsal y el pináculo. La vi flotar sin oscilar, daba la impresión de colgar dentro del agua más que de estar sobre ella, medio sumergida, amenazando con hundirse. Recuerdo que me volví hacia la mujer de mi derecha y le dije que no estaba segura de que un barco así pudiera soportar el peso del océano, que la tripulación quedaría aplastada, que teníamos que hablar con alguien. Esta mujer, no recuerdo de quién era la esposa, solo me sonrió, me dio la mano y dijo que las primeras veces siempre se sentían así. Una espera que vuelvan planos como Flat Stanley, dijo, y yo le dije que no era mi primera vez y le pregunté quién era Flat Stanley. Ella me preguntó si de veras nunca había leído esos libros y en la conversación que siguió aparté la vista del agua el tiempo suficiente para perderme el momento en que el navío se sumergía. Cuando volví a mirar, ya no había nada: gaviotas que se mecían y una superficie quieta, la sensación débil de algo que se agolpaba en mis muñecas, como si por un momento mi corazón se hubiera detenido.
La cuestión es que, por todo lo que sé y por todo lo que he experimentado, parece poco probable que la nave pudiera sumergirse tan rápido y con una perturbación tan mínima de la superficie. Pero aun así, eso es lo que recuerdo, y a menos que me contacte con las otras esposas que estaban ese día en la plataforma, ninguna de cuyos nombres recuerdo siquiera, no hay manera de confirmar la veracidad de la situación. Lo que recuerdo, entonces, se convierte en lo que sucedió: Leah se fue como se va el verano del océano, no poco a poco sino todo de una vez.
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La última vez fue diferente; en primer lugar, yo no estaba ahí. Después de la fiesta de despedida del Centro, me fui a casa y Leah no, y esa noche soñé con colores de auroras y me desperté a las tres de la madrugada con una luna llamativamente blanca en la ventana a la que decidí no considerar perturbadora.
Tres semanas no es mucho. Una puede esperar un paquete tres semanas y pensar muy poco en ello. Por un tiempo me mantuve en una cuerda floja de cuidadosa normalidad, consideré llamar a amigos y pedirles que me entretuvieran, trabajé y escuché la televisión de los vecinos y, en términos generales, no pensé demasiado en nada.
Cuando habían pasado tres semanas y Leah no regresaba, el Centro me llamó para avisarme que había habido una demora. ¿Cómo es que puede demorarse un submarino?, pregunté: casi al borde de la risa me imaginé autopistas con peajes bajo el mar. No era nada para preocuparse, dijeron. El navío estaba equipado provisionalmente para varios meses, el oxígeno continuaría reponiéndose. ¿Pero no serán varios meses, verdad? La voz al otro lado de la línea me aseguró que no.
Un martes a la hora del almuerzo fui sola al cine, llené mi cartera con dulces de contrabando que comí en la oscuridad, sacando cada uno de su envoltorio de plástico con un ruido que habría sido emocionante y antisocial si hubiese habido alguien a quien molestar. Después di vueltas por la ciudad como si fuese un día de lluvia, aunque el día estaba despejado y mi cabeza inclinada sin razón. Como bien sé ahora, algo ya estaba muy mal, pero me pregunto cuánto entendía en ese momento, qué significado podía asignarle a un mal día, a un dolor de estómago. Por lo general no estaba segura de cómo debía comportarme. El Centro llamó otra vez para decirme que no había nada de qué preocuparse y yo traté de hacer preguntas pero me resultó difícil discutir con la vivacidad de la voz en la línea. Bueno, gracias, recuerdo haber dicho, incapaz de conjurar los malos modales requeridos para protestar otra vez ante esa confirmación sin sentido, les agradezco mucho su llamado. Recuerdo que estaba ansiosa por no ofender a la persona cuyas actualizaciones eran por lo general inútiles, pero que, pensaba, podía dejar de llamarme si decía algo incorrecto.
Cuando pasaron dos meses, consideré por un instante unirme a un grupo de apoyo para esposas de militares y lo descarté, consulté carteleras de anuncios en los puestos de diarios pero no encontré nada más que coros y grupos de Adictos Anónimos, una línea telefónica para fumadores y un grupo de lectura para mujeres con Trastorno de Ansiedad Generalizada. Despegué volantes que habían sido pegados para tapar otros más viejos, imaginé que sacaba una tarjeta de algún lugar oculto y la sostenía hacia la luz: ¿Su esposa está bajo el mar? Llame a este número. Al final me llevé un volante que promocionaba un servicio de limpieza a una tarifa bajísima y me fui del puesto de diarios sin comprar nada.
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Con esto no quiero decir que no me haya mantenido ocupada. En ese momento todavía trabajaba y me veía con Carmen, a la que solo informé un poco de lo que estaba pasando. A fin de cuentas, yo ya había estado sola antes; sabía de los modos en que se teje el tiempo, las horas de televisión, las latas de sopa y las cajas de dátiles que hacen falta para llenar un día. Los amigos de Leah llamaban a intervalos irregulares, sobre todo Toby o Sam, quienes se habían convertido también en mis amigos en los años posteriores a nuestra primera cena juntos. Hablábamos bastante seguido, y así llenaba mis días, le escribía a Sam sobre los libros que estaba leyendo y tenía largos hilos de mensajes con Toby sobre los programas que pasaban en la televisión de los vecinos, un tema que nunca dejaba de fascinarlo. ¿Crees que tienen algún tipo de operación ilegal ahí arriba y que la televisión es solo para tapar el ruido?, me dijo una vez. Por alguna razón, yo era imprecisa sobre la situación, le decía a Carmen y a Sam que Leah estaba retrasada pero que no había nada de qué preocuparse, que volvería como mucho en un mes. Bueno, dijo Sam, ¿no te gustaría venir a comer con nosotros esta noche? Le dije que me encantaría, pero que una amiga se había ido por el fin de semana y le había prometido cuidar a su gato. Después de cortar me pregunté por qué había dicho eso, crucé hacia la heladera y miré los paquetes de comida china vencida, la bolsa de limones que se ponían negros.
Por las mañanas salía a correr, me rendía en algún punto intermedio, me compraba un café y volvía caminando con el sudor que se secaba frío sobre mis brazos. Estaba cansada, por la noche me dolía la mandíbula, los huesos. Escribía mis solicitudes a becas, enviaba correos a mis clientes, miraba la televisión, compré por internet un par de botas baratas. A veces imaginaba que llamaba al Centro, pero no lo hacía. En general creo que no parecía tan preocupada como podría haberlo estado.
Esto no es un intento de sonar insensible. Lo que tienen que entender es que, desagradable o no, todo eso ya había pasado antes, de una u otra manera. Los barcos de pesca solían demorarse y las inmersiones a menudo se extendían, de la misma manera en que se cancelan los trenes de la tarde a causa del granizo o porque alguien se queda atrapado en las vías. Todo era parte del trabajo, con sus retrasos y frustraciones habituales. Más de una vez Leah había quedado demorada sin explicación y había vuelto a casa tarde y oliendo a sal. A veces creo que prefieres estar allá abajo, le dije, sosteniéndole la cara con las manos y preguntándome si quería que sonara como un chiste o un reproche, te vas tan abajo que olvidas que tienes que volver.
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Fui a una fiesta que organizaron los amigos de Leah. Poppy, de aquella cena lejana, gesticulaba por el generoso loft que compartía con su novio Dan intentando burlarse de sí misma. Honestamente, no sé muy bien por qué fui. Nunca me había gustado mucho Poppy, su peinado que cambiaba de manera abrupta y su modo de interrumpir los finales de las frases de los demás, como la música que empieza a sonar para acortar los discursos de agradecimientos. Es posible, supongo, que estar tres meses sin Leah me estuviera afectando más de lo que quería reconocer. A veces, al mediodía, me metía debajo de mi escritorio y dormía durante la pausa del almuerzo. Estaba más segura de lo habitual de que había algo raro en el color de mi lengua. La compañía, en cualquiera de sus formas, de repente me parecía más atrayente que antes. Antes de salir de casa me había pasado los dedos por las cejas para alisarlas y observé la lluvia de piel muerta con cierta consternación. Me pregunté hacía cuánto que no me lavaba la cara.
La música estaba fuerte. Una conversación borrosa entre personas desconocidas, y Sam, en algún lugar a mi lado, me tocó la cadera con el dedo para que me moviera. En la cocina, Poppy discutía con Dan sobre algo relacionado con la textura de la salsa que estaba preparando. Sam encontró una botella de vino, agarró tres vasos de plástico de una mesa y sirvió uno para cada una, sosteniendo su vaso dentro del vaso vacío, que guardaba para cuando llegara Toby. Miré sus manos aferrando los vasos y extrañé muchísimo a Leah: extrañé nuestros espacios, decir algo al unísono y volvernos hacia la otra como diciendo menos mal que eras tú. Parpadeé, me di cuenta de que Sam decía algo. Tendrías que beberte eso, repitió, estás un poco pálida. No respondí nada, me imaginé que mi boca se llenaba de agua, deseé escapar al baño y comprobar el color de mi lengua.
Más tarde, Allegra, la amiga de Leah que había estado en aquella cena, se acercó a preguntarme cómo estaba. Tenía puestas unas zapatillas y un largo suéter blanco, y recuerdo que quise decirle que me gustaba su ropa, pero después tuve la certeza de que no le importaría saber lo que yo pensaba. Se sentó a mi lado en el alféizar de la ventana y me preguntó cómo estaba, cosa que nadie había hecho hasta ese momento. Le dije que era difícil y ella asintió y chocó su vaso de plástico contra el mío. Te entiendo, dijo, y me pregunté distraídamente por qué ella y Leah nunca habían salido. Sabes que puedes llamarme si necesitas hablar, dijo, aunque solo sea para quejarte. Es una mierda, lo sé. Le agradecí, sintiendo una breve calidez que después olvidaría casi de inmediato. Es muy lindo de tu parte, dije, y después: Este vino es asqueroso.
Cuando llegué a casa encontré un mensaje del Centro en la contestadora que sugería –con una voz que parecía estar mirando su reloj– que tratara de no preocuparme, que todo iba exactamente según lo planeado. Volví a escuchar el mensaje varias veces, imaginando que oía otra voz en el fondo, tal vez dándole instrucciones a quien llamaba sobre qué debía decir.
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Empecé a perder un poco la noción del tiempo. El Centro seguía llamando, pero con menos frecuencia. En ese momento pensé varias veces en tratar de encontrarlos, buscando en vano en su página web una dirección o alguna información de contacto aparte de su conmutador. El verano se escabulló dentro de los ladrillos inflando el edificio hacia afuera, poniendo presión en las paredes. El espacio encima del horno se hinchó y goteaba una sustancia viscosa, como un cuerpo perforado entre las costillas. Empecé a volverme negligente con los correos electrónicos, a dormir mal y en horarios del día mal elegidos. ¿Esto es normal?, me escribió Sam, y tuve que pensar más tiempo del que hubiese querido antes de darme cuenta de que se refería a la duración de la ausencia de Leah. Dicen que es todo normal, le respondí. ¿Sabías que los submarinos son capaces de producir su propio suministro indefinido de aire? Las únicas limitaciones son la cantidad de comida a bordo o que haya algún defecto tecnológico grave. Había buscado esa información online unos momentos antes y esperaba que ella no se diera cuenta.
Encontré online un grupo virtual para mujeres a las que les gustaba fingir que sus maridos se habían ido al espacio. No estoy muy segura de cómo llegué ahí, aunque creo que probablemente haya sido una consecuencia de mi búsqueda infructuosa de algún grupo de apoyo que de verdad me sirviera. Pasé varios días moviéndome por los foros de mensajes, leyendo conversaciones entre mujeres sobre sus maridos de fantasía, aprendiendo la jerga, sin publicar nada. MMEEL [mi marido en el espacio] era un acrónimo común, lo mismo que AE [antes del espacio], DT [con destino a la tierra] y VM [volvió mal].
MMEEL era un compañero tan amoroso, podía decir una publicación típica, un amigo y gran compañero, un padre maravilloso, pero desde que volvió las cosas son diferentes, me pregunto si VM.
MMEEL seis años y contando y tal vez se quede otro más. Sé que nosotras, las esposas de los DT, lo tenemos difícil, pero a veces me preocupa no contar con las reservas naturales de paciencia que se necesitan para lograrlo. Puede ser muy difícil no hacer nada más que esperar que termine esta MaM [Misión a Marte] sin siquiera un mensaje para avisarme que está bien. La mayoría del tiempo es más fácil no pensar en él en absoluto.
Debajo de cada publicación había una decena de comentarios: mujeres que aportaban sus propias experiencias ficticias con maridos perdidos en misiones imposibles, maridos orbitando las lunas de Júpiter, maridos esparcidos por el espacio. Después de un tiempo me empecé a preguntar si la emoción de la fantasía no estaba tanto en la idea de que sus maridos regresaran sino en el deseo de que se fueran.
Soy nueva aquí, tipeé una vez, DT, buscando hablar. Me detuve en el mensaje varios minutos pero al final decidí no publicarlo, dado que ninguno de los acrónimos me iba del todo bien como para tomarme la molestia de hacerlo.
Imaginaba los síntomas de mi madre y los leía en mi modo de tragar, en mi modo de dar forma a las palabras. Caí presa de terribles patrones de pensamiento, me imaginé cubierta de quistes, con cáncer, desarrollando una piel intratable. Fui al doctor varias veces, detallé dolencias imaginarias y me preguntaron si había algo que me estuviera causando ansiedad. Siempre he sido así, quise decir, solo que ella lo mejoró. El doctor me explicó que lo insidioso de la hipocondría está en su lógica progresiva, en cómo pretende tener sentido. Es muy fácil localizar un síntoma y luego ir en busca de otro y unirlos de tal manera que cuadren dentro de casi cualquier diagnóstico. Si experimentas fatiga, problemas de visión y manos temblorosas, la conclusión lógica es la esclerosis múltiple. Para un hipocondríaco, cualquier otra inferencia suena básicamente a una negación de los hechos. Intenta ser un poco menos lógica, dijo el doctor. A veces los síntomas solo ocurren, no sabemos muy bien por qué.
El clima estaba cambiante, húmedo, bulboso y cálido. Un día me senté junto a la ventana del dormitorio toda la tarde y miré a las hormigas voladoras que cubrían el vidrio, se amontonaban en el borde de la canaleta y desbordaban hacia afuera cayendo al camino de gravilla. Esa noche, a eso de las diez u once, sonó el teléfono, pero cuando contesté, la persona al otro lado se negó a hablar. El número que aparecía en la pantalla del teléfono era el del Centro, pero nada pudo persuadir a la persona de decir algo, y tras cuatro minutos de silencio oí de nuevo el tono de llamada. Después de eso me senté en el suelo de la cocina y pensé en Leah, en la forma de sus pies y en el modo en que hablaba de su padre, la voz especial que usaba para hablar con los gatos, sus retos amables, su entonación, sus uñas. Pensé en la vez que nos besamos en el cine y un tipo se masturbó detrás de nosotras y yo me quejé con el gerente. Pensé en la vez que lo hicimos en el suelo del baño de su tío, donde nos estábamos quedando antes de una boda. Pensé en que solía gustarle que yo le dijera lo que tenía que hacer en la cama. Pensé en el día en que se me ocurrió por primera vez que si ella se moría, no quedaría nadie en el mundo a quien yo amara de verdad. Creo que se puede amar a alguien mucho tiempo antes de darte cuenta de eso, notarlo como se nota un defecto facial, un impedimento del habla, alguna imperfección que, una vez que reconocemos, ya no podemos dejar de ver. ¿Recién ahora te das cuenta de que la gente se muere?, me dijo Leah cuando expresé en voz alta ese pensamiento, acurrucada a su lado en el sofá con las rodillas apretadas contra la parte de atrás de las suyas. La gente no, solo tú.
Al comienzo del cuarto mes de ausencia de Leah, presencié un disturbio en el foro de mensajes de las esposas de los astronautas imaginarios. Una mujer acusaba a otra de no tratar su fantasía con la debida cortesía y el hilo rápidamente devino en un frenesí de recriminaciones sobre cómo el trauma imaginario de una esposa se comparaba con el de otra.
hace siete años que mmeel se ha ido, publicó una mujer, MaP [Misión a Plutón]. ninguna señal. ningún contacto. nada. se presume que la tripulación está muerta. no hay esperanzas de rescate. piensa en eso antes de decirme que mi historia es «forzada».
Yo solo pienso, respondió otra, que si de verdad estuvieras tan destrozada por la ausencia de tu marido no estarías aquí posteando detalles tal como lo estás haciendo.
Revisa las normas de la comunidad, agregó al discurso una tercera que al parecer se creía la policía del sitio. No vengas aquí a buscar historias de otros. Ofrece el mismo respeto que tú esperarías. «Que la gracia esté contigo en el espacio».
Dice que no tiene contacto pero la semana pasada publicó que su esposo le mandó un último mensaje mientras orbitaba Plutón, se metió una cuarta, no estamos diciendo que sea una mala historia, solo decimos que trate de ser coherente.
Leí todo ese hilo entero en el curso de una hora. Cuando terminé, me bebí varias copas de vino en rápida sucesión y tipeé en la sección de comentarios que Plutón ya no era un planeta. Además, agregué, sin darme cuenta de que había apretado el botón de las mayúsculas, para empezar, si no quieren a sus maridos, ¿por qué se toman la molestia de inventarlos?
Enseguida de publicar eso, cerré mi laptop y marqué el número que tenía del Centro. La llamada entró directo al buzón de voz, así que dejé un mensaje del que ahora recuerdo muy poco.
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En esa época soñaba mucho, y en colores molestos: agua pálida que goteaba desde la alacena, las vértebras de una espina dorsal extraña esparcidas en el alféizar de la ventana. Una noche soñé con una congregación: cincuenta mujeres con sombreros formales que decían ser las acólitas de la Iglesia del Bendito Sacramento de Nuestras Esposas Bajo el Mar. La iglesia era alta, una franja de techo se precipitaba hacia arriba como un rayo y miraba de reojo las distantes vigas abovedadas para luego caer bajo nuestros pies, hacia las profundidades. Me sentaba con las piernas dobladas en un banco y miraba hacia el vasto abismo donde debería haber estado el suelo, el presbiterio, el altar y los transeptos. El espacio entre nosotras hervía con algo parecido al movimiento: una oleada oscura de algo de otro mundo. La mujer que aquella vez me había preguntado sobre Flat Stanley se ponía de pie mirando hacia el altar, con los brazos extendidos y el pelo flotando extrañamente hacia arriba. La congregación levantaba las manos imitándola, y yo miraba hacia el frente esperando una canción, una bendición, una plegaria para los perdidos. El USS Johnston, decía la mujer en el altar, es el naufragio más lejano que se ha localizado hasta ahora, a más de seis mil metros. Las piezas conocidas del naufragio consisten en dos torrecillas, un eje de transmisión, una hélice, dos chimeneas, un mástil y varias piezas no identificadas de escombros. En el momento del hundimiento, solo se salvaron ciento cuarenta y uno de los trescientos veintisiete tripulantes del barco. Al menos noventa lograron abandonar la embarcación antes de que se hundiera, pero nunca se los volvió a ver. Hubo un murmullo en la congregación, un sonido que tardé bastante en reconocer como Amén.
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En el quinto mes empecé a suponer que estaba muerta, lo cual hizo las cosas a la vez más fáciles y más difíciles. No sentí nada y después, abatida por completo, quise saber desesperadamente cuál había sido su último pensamiento, y si había sido sobre mí. Llamé llorando a Sam, pero cuando me interrogó, al principio solo pude decir que había muerto el gato que estaba cuidando. Oh, cariño, dijo ella –el peso cálido, nocturno, de su voz, el crujido distante de los edredones–, mi madre solía decirme que los gatos saben cuándo es momento de irse. Teníamos una gata cuando yo era pequeña, y un día, cuando tenía alrededor de dieciséis años, no podíamos encontrarla por ningún lado y supusimos que se había escapado. En fin, dos días más tarde la encontramos, toda acurrucada en una caja de mantas de pícnic en el cobertizo del fondo del jardín. Ella sabía que era hora de marcharse, ¿sabes?
Mi respuesta fue seguir llorando, y le dije que lo había inventado, que no sabía por qué había dicho eso sobre el gato.
Lo sé, cariño, me dijo, lo presentí. Tenía la voz somnolienta pero siguió hablando y creo que la quise mucho por eso.