–Hablemos en serio –dijo la terapeuta–. No creo que ninguna de las dos esté escuchando con la suficiente atención.
Cuando dice eso, está hablando de mí.
–Muy bien –digo–, estoy escuchando. –Pero al parecer eso demuestra mi tendencia a la beligerancia y tenemos que empezar el ejercicio otra vez.
La terapia es gratis, la financia el Centro bajo el acuerdo de que luego recibiremos más asistencia, aunque los detalles son algo confusos. Esto es lo más importante que logré conseguir cuando al fin pude hablar con alguien por teléfono. Traté de mencionar otras cosas, traté de hablar de los cambios evidentes en Leah, traté de pedir una explicación, pero la voz en la línea era implacable ante mis cuestionamientos, y me aseguró varias veces que las inmersiones prolongadas podían conllevar toda clase de problemas y que no debía preocuparme de más. Lo llamamos la falla de la vuelta a la superficie, dijo la voz, con tanta jovialidad que casi me sentí grosera por preguntar. Es muy común, más común de lo que crees.
Para empezar, la terapeuta nos muestra una serie de tarjetas con manchas de tinta y nos pide que digamos qué vemos en cada figura con forma de mariposa.
–Un genio –digo yo–. Un cono de helado. ¿El test de Rorschach no fue desacreditado a mediados de los sesenta? Una enchilada.
–Lo que yo veo –dice Leah, mirando fijo cada figura– es un ojo, y un ojo, y un ojo, y un ojo.
La terapeuta deja las tarjetas boca abajo en la mesita y toma una serie de notas en un bloc de espiral antes de preguntarme qué sentimientos tengo hacia mi madre. Cuando digo que no estoy muy segura de por qué eso sería relevante, ella explica que tiene un acercamiento a la terapia de pareja que implica una «escucha profunda», y agrega que la experiencia de la infancia a menudo puede ser la raíz de una disfunción en las relaciones adultas.
–Lo que haremos juntas aquí –dice– es unir los puntos.
Al parecer yo soy demasiado propensa al proceso del reproche. Dejé que el reproche se instalara sobre mí como un sistema climático, hinchándose húmedo en la curva de mi frente y electrificando mi dentadura. La terapeuta nos dice que nos hagamos preguntas, insiste en que el silencio entre nosotras se puede romper con algo tan simple como que una de las dos abra la boca. Yo escribo mis preguntas en fichas, como si estuviera repasando para un examen, y después las doblo y las guardo en algún lugar donde Leah no pueda verlas. Escribo Por qué te fuiste si te habían dicho que todo esto era esperable. Escribo Qué era tan fascinante ahí abajo que no quisiste volver.
Hay que decir algo, dice la terapeuta, para librarse de la bronca. Hay que decir algo, le digo en una voz que ella califica enseguida de improductiva, acerca de no irse seis meses cuando los plazos de tu operación solo estipulaban tres semanas.
La mañana de la terapia fue difícil persuadir a Leah para salir de casa. Ya no disfruta del proceso de vestirse, las telas sobre la piel le producen dolor y gruñe ante la perspectiva de usar zapatos, de caminar. Al volver a casa, encuentro una uña entera dentro de su bota, aunque ella parece no darse cuenta y va a sentarse en el sofá. Sin saber muy bien lo que hago, voy hasta la pileta de la cocina y pongo un poco de sal de mesa en un vaso de agua para que Leah la tome.
+
No estoy segura de qué hora es, y por lo tanto no estoy segura de si es o no apropiado que Sam esté aquí. Al parecer hace varios minutos que está tocando la puerta y los vecinos tuvieron que dejarla entrar al edificio, aunque ahora no hay señal de ellos y su televisión acaba de pasar de la novela a las noticias.
–Solo quería ver si puedo hacer algo.
Por alguna razón trajo comida, un pollo envuelto en papel de aluminio, y lo saca de las profundidades de su bolso con una expresión incómoda.
–Esto se veía menos raro en mi cabeza –dice–. Pensé que sería un lindo gesto.
Es un mal día, Leah se arrastra por el departamento como un ancla pequeña, agarrándose de los muebles. Tomo el pollo y le pregunto si hay posibilidad de que lo pospongamos para otra ocasión.
–No se siente del todo bien –digo, como la secuestradora sonriente de una película de terror que habla de manera amable con el cartero–. No quiero que la cosa se ponga peor.
–Leí sobre esto –dice Sam–, la enfermedad de la descompresión. Quiero decir que lo googleé, que es lo mismo que leer, supongo. Afecta a los buzos, los pilotos, los astronautas, cualquiera que trabaje en aire comprimido. Al parecer cuando la presión disminuye se forman burbujas de nitrógeno en la sangre, los tejidos y demás cosas. Quiero decir, cuando suben a la superficie. Parece que causa mareos, sarpullidos, fatiga, amnesia, incluso cambios de personalidad. Cosa de locos. La verdad es que no sé por qué te estoy contando esto. Es que pensé… dijiste que no se sentía bien, que le estaba costando adaptarse, y me pregunté si había algo que yo pudiera hacer para ayudar. Es decir, no digo que no lo hayas pensado, si es que se trata de eso. Por supuesto. No estoy tratando de dar un diagnóstico. Es solo que no me has contado demasiado y me pareció que estaría bien venir a chequear. O, no sé si bien, pero tal vez ayudaba.
El pollo está caliente debajo del papel de aluminio y considero soltarlo, considero decirle que se vaya a la mierda, considero decirle que pase y que se ocupe de lo que sea que yo no estoy pudiendo resolver.
–Lo siento –dice, cuando ve que me quedo callada–. Soy la más cretina del planeta.
Las dos nos quedamos mirando el pollo que está entre nosotras, el jugo que se escurre por un agujero del papel hacia el suelo.
Mucho más tarde, cuando ya se ha ido y yo he vuelto a no hacer demasiado en la zona del sofá, me escribe un mensaje.
Lo siento, me dice, no tendría que haberte llevado un maldito pollo. Tendría que haberte llevado un café y preguntarte si querías hablar.
+
–No creo que esto esté bien –digo, en el baño, para nadie. Estoy fregando el borde de la bañera con una esponja y la película que se desprende con cada pasada es de color rosa, menos granulada que las semanas anteriores, como si algo en Leah se estuviera volviendo más grueso. Trato de que no me toque los dedos. No estoy segura de que este asunto tenga alguna correlación con ella, con su tamaño o su forma, como una capa que se desprende. Se le ha dado por usar una bata de toalla larga hasta el suelo y es difícil hacerse una idea clara de cómo se ve debajo de ella, si esto es un cambio de piel o un colapso.
Mira esto, quiero decir, e imagino que sostengo la esponja frente a su cara y le pido una explicación. Me imagino pidiéndole que me explique cuál es el problema, imagino que le pido que me abrace. Mi Leah no se comportaría así, quiero decirle. No estaría tan callada, no dejaría tres centímetros de sí misma cada vez que se da un baño.
Todavía es reconfortante, de algún modo, pensar en mi Leah, aunque esos pensamientos vienen acompañados de la ola habitual del dolor por que mi Leah no es la persona a quien tengo conmigo ahora. Mi Leah era divertida y rara y usaba más que nada ropa interior de hombre. Mi Leah hacía ruido cuando se mordía la piel alrededor de las uñas y se sabía el nombre de todos los actores, pero nunca recordaba la letra de una canción. Mi Leah me llevó a la playa cerca de la planta nuclear donde solía ir a caminar con su padre: enero, el mar cubierto de niebla, demasiado frío y demasiado temprano como para que hubiera alguien aparte de nosotras. Yo me saqué los zapatos y las medias y me corté los pies con las conchas de las ostras tratando de mostrar entusiasmo mientras corría hacia el agua. Fue esa mañana cuando vimos la medusa, o pulmón del mar; un dejo de hielo en mi garganta como una astilla, como algo que se había soltado del aire para alojarse en mi carne.
Siempre he pensado que por algún motivo la orilla del agua es particularmente fría, un casi lugar extraño que parece, al tacto, tener una temperatura menor. Es algo que Leah siempre atribuyó a la diferencia de temperatura entre los dos elementos, la liminalidad helada entre el agua y la tierra. De pie en el lugar donde se funden la una con la otra, siempre he tenido la certeza de sentir esa súbita confusión. El aire oscila tenso entre un estado y el otro. Al mirar hacia el agua y sentir que mis pies están conectados a algo más sólido que la incerteza que se precipita ahí delante, siempre me he sentido pesada, literal, una criatura tangible conectada a la tierra.
La única vez que sentí algo muy distinto de eso fue cuando vi la medusa. Fue un término que me enseñó Leah, ese día, de hecho. Me tomó la mano, la besó y me dijo que «pulmón del mar» era un término antiguo que antes solo usaban los pescadores para describir la capa de hielo que se forma en la superficie cuando el aire cambia de temperatura lo suficientemente rápido para congelar el agua que salta cuando el mar está picado. El efecto que se crea es el de una especie de plataforma flotante, una extensión de agua apenas sólida como una enorme aguaviva a la deriva, que los marineros alguna vez tomaron por los órganos de alguna estructura interna del mar que se había soltado y flotaba hacia arriba.
Todavía la recuerdo: una anomalía flotante de materia, sólida pero no del todo, extendida más allá de la Barra de Hado. Recuerdo la sensación de mis pies sobre la tierra firme y mi mano dentro del apretón de Leah, y la visión desconcertante de algo casi sólido un poco más allá. A la distancia parecía ser algo sobre lo cual se podía caminar, aunque, claro, si una la pisaba habría cedido de inmediato dando paso al agua que estaba debajo. Me volví hacia Leah, y a pesar de que tenía su mano alrededor de la mía, sentí un alivio extraño de encontrarla ahí conmigo, de ver que no se había movido más lejos por la playa para buscar caracoles dejándome tambaleante en este lugar incierto. El pulmón de mar se movió apenas, haciéndome sentir que el suelo sobre el cual me apoyaba también podía estar moviéndose, podía ser menos firme de lo que yo suponía. Apoyé la mano libre sobre mi pecho y me pregunté cuán firme podía ser, cuán tangible podía ser cualquier cosa en mí. Parada en el borde, lo sentí. El frío del aire deseando convertirse en otra cosa.