En algún momento Jelka sacó un muñequito de plástico de San Brandán de Clonfert y lo colocó junto a una de las linternas. Ahora estaba sentada en el suelo frente a él, acurrucada como delante de una chimenea, su cuello doblado a tal punto que las canicas blancas y protuberantes de sus vértebras se veían como algo que buscaba salir a través de su piel. Una vez me había dicho que uno rezaba con los santos, no a ellos, corrigiéndome alguna frase que debo haber heredado de Miri, que era, a lo sumo, una católica aficionada. Rezarle a un santo sería un gesto de idolatría, había dicho Jelka con una aparente mueca de superioridad, pero igual había continuado. Se reza para que un santo haga de intermediario ante Dios de tu parte. Espiritualmente hablando, es como bucear con un compañero.
El catolicismo de Jelka siempre había sido una parte curiosa de ella, un centro ardiente en una persona que por lo demás yo consideraba enérgica, racional y a menudo impasible, poco propensa al pánico, pero al mismo tiempo difícil de aplacar una vez que el pánico se había asentado. Habíamos trabajado juntas muchas veces en proyectos de investigación en el laboratorio anterior, nos habíamos transferido juntas al Centro, y yo siempre supe que ella era más inteligente que yo, un poco distante pero dada a compartir almuerzos, y muy poco abierta sobre cosas que Matteo y yo discutíamos seguido y sin reservas. Yo no sabía, por ejemplo, si ella tenía hermanos, pareja, padres a quienes quisiera: todas cosas que en general me gusta preguntar, porque sé que a Miri le interesaría saber. No sabía si alguna vez había estado enamorada, si consideraba importante el concepto de amor. No sabía qué podía pensar sobre Miri y yo, dos mujeres juntas. Una cosa que sí conocía sobre Jelka era a sus santos. De niña había sido monaguilla en su iglesia de Haarlem central y en la infancia había crecido con la convicción implacable de que, para cuando fuera adulta, las políticas de la iglesia católica habrían cedido lo suficiente ante la modernidad como para permitirle formarse como sacerdote. Dado que eso había resultado incorrecto, había seguido el camino secundario de formarse en ecología y conservación marina y, por último, antes de que nos conociéramos, había pasado varios años haciendo trabajo de campo en los arrecifes de coral de Nueva Caledonia. Una vez, cuando le pregunté (con una ligereza que debería haber sido embarazosa) si para ella el atractivo del océano estaba en algún sentido de universalidad religiosa, de que Dios estaba en todas partes, ella negó con la cabeza y me dijo No: lo que pasa es que estoy enojada porque no puedo hacer lo que quería hacer y me siento mejor en lugares donde no hay iglesias. Me sentí bastante humillada y no le hice más preguntas personales durante mucho tiempo, cosa que creo que ella esperaba.
San Brandán de Clonfert es el santo patrono de los marinos; más específicamente el santo patrono de los marineros, buzos, aventureros, viajeros y, por alguna razón, de las ballenas. Era uno de los varios santos que yo asociaba en particular con Jelka, uno de los varios santos cuya existencia aprendí a reconocer gracias a ella. Me contó una vez que de adolescente había tenido pasiones pasajeras por santos del mismo modo en que la mayoría de la gente las tiene por estrellas de cine, con cortos estallidos de ardor obsesivo por San Erasmo, San Agustín, Santa Clara de Asís, San Benedicto, Santa Genoveva y Santa Ana. A la edad de trece años había concebido una pasión especial por Santa Liduvina, una mística neerlandesa que quedó parcialmente paralizada luego de romperse una costilla en una caída en el hielo. Esa caída, había leído la Jelka adolescente con el sofoco típico de una enamorada, precipitó una vida de dolencias físicas, desde gangrenas y sangrado de la nariz y la boca, hasta partes del cuerpo que se caían, ceguera e incluso estigmas. Mi dato favorito de la historia, me dijo, era que ayunaba. Sentía tanto dolor, se le caían partes de la piel, pedazos del cuerpo, y aun así era tan devota que ayunaba por Dios. Yo era una mocosa sedienta de sangre, si lo piensas un momento. Me encantaba eso. Una vez leí en un libro que lo único que comía eran manzanas y dátiles, y lo único que tomaba era agua salada.
Recuerdo que contaba esa historia y que se llevaba la mano a los labios justo después, como comprobando un exceso de humedad.
San Brandán tiene una historia menos terrorífica, aunque a su modo no menos interesante. Santo y marinero irlandés, navegó por el Atlántico en busca del Jardín del Edén, encontrando en su camino demonios, grifos y monstruos marinos. Jelka me contó esa historia medio dormida, mucho tiempo atrás. Era medianoche en el triángulo de coral, un viaje en el que compartíamos camarote. Trabajábamos para un proyecto de conservación en tándem con nuestro antiguo laboratorio juntando datos sobre fluorescencia en especies misteriosas de peces, y las horas eran largas y llevaban a conversaciones cansinas y curiosas que divagaban y a la vez no iban a ningún lado. Hay historias diferentes, recuerdo que dijo, con la voz queda, moviendo las manos en la oscuridad, a veces el viaje es su propia búsqueda de la tierra santa y a veces el viaje es un castigo. Él hace algo mal y entonces un ángel lo envía al océano y lo hace navegar por nueve años. Excesivo, pero en general las cosas relacionadas con los ángeles son así.
En el mar, en la oscuridad, no hay tiempo: no de la manera en que se lo suele percibir. Puede ser difícil obligar a tu cuerpo a funcionar correctamente, difícil reconocer los cortes naturales entre despierto y dormido, consciente e inconsciente. Claro que hay dos maneras típicas de combatir esto, protocolos que siguen los submarinos: mantener un horario de guardias de veinticuatro horas, y operar con un sistema de luces que tenga un ciclo con varios estados de luminosidad y penumbra, dependiendo del momento del día. Sin ese tipo de certeza, el ritmo circadiano empieza a romperse muy rápido. Unos pocos días pueden ser suficientes. Así como estábamos ahora, sin electricidad en nuestra nave hundida, pronto se volvería muy difícil lograr que las cosas no salieran mal.
Me senté con Jelka y miramos la silueta del santo contra la luz de la linterna. En algún momento debo haberme dormido, aunque no estoy del todo segura de cuándo ocurrió.