La mujer que está sentada frente a mí es alta, más alta de lo que estoy acostumbrada, y se mordisquea tanto la piel del labio superior que en un momento de nuestra conversación tiene que hacer una pausa para llevarse una servilleta de papel al centro de la boca.
–Disculpa –dice–, es un hábito horrendo.
Yo asiento y le alcanzo mi servilleta porque también he hecho eso muchas veces. Estamos en el café al que suelo ir con Carmen y me pregunto, de un modo que entra y sale de mi mente como una luz que titila, cuánto hace que no sé nada de Carmen.
–¿La gente también intenta llevarte café? –pregunta la mujer cuando vuelve del mostrador trayendo dos tazas de té y una porción de tarta de manzana de aspecto deprimente–. No sé. Tal vez sea solo mi experiencia. Cuando le conté a la gente lo que había pasado, al principio todos querían llenarme de cafeína todo el tiempo, como si yo quisiera estar muy despierta para todo esto, ¿sabes?
Su voz es curiosamente formal, con un acento que no puedo identificar, y se me ocurre que debe ser parecida a Jelka, salvo que no puedo recordar en absoluto cómo era Jelka. Nos vimos una vez, desde luego, en la recepción que dio el Centro antes de que partieran, pero recuerdo poco de ella y solo puedo superponer a ella la imagen de esta extraña. Su nombre es Juna, y tiene que repetírmelo dos veces, y lo pronuncia con una J que se dobla hacia el sonido de una Y. Es más alta que yo, va mejor arreglada, sus venas azules se bifurcan en sus muñecas como raíces y creo que tiene mi edad o un poco más, aunque varias cosas en ella hacen difícil saberlo con seguridad.
–Seis tazas extra, decía mi amiga –sigue hablándome, poniendo los ojos en blanco de un modo que es a la vez amistoso e impersonal, como si esta fuera una anécdota que podría contar en la oficina–. Me traía unos cafés enormes, como baldes, y yo pensaba seis tazas extra y estaré por el techo. Aunque no tendría que quejarme, lo sé –agrega, y se sube una manga y después la otra con un gesto preciso que no es para nada interesante, salvo por el hecho de que nunca conocí a nadie que se moviera de esa forma–. Es importante que la gente sea amable contigo, pero también súper irritante. Es difícil encontrar el equilibrio de lo que eres capaz de aceptar sin querer pegarles.
Asiento, le doy unos sorbos a mi té y me pregunto qué hago aquí. No me agradaba la idea de dejar a Leah y había llegado a considerar llamar a Sam para que fuera a quedarse con ella mientras yo salía, pero después pensé que desde luego no podía, que no había manera de incluir a un tercero en esta etapa avanzada de la situación. En vez de eso, dejé a Leah en la bañera con la televisión encendida, pero lo más lejos posible del agua, prendí su máquina de sonido en el nivel medio y le dije que volvería lo antes posible. Casi había abandonado la idea de encontrarme con la hermana de Jelka; me dije a mí misma varias veces, incluso esa mañana mientras me vestía, incluso mientras me ponía los zapatos para salir, que tenía que llamarla y cancelar, que estaba a punto de hacerlo, que era lo próximo que haría.
–Gracias por el té –digo ahora, solo por decir algo, y Juna asiente, toma un bocado de tarta de manzana y pone cara de desagrado.
–Esto es horrible –dice, y sigue comiendo, lo cual me divierte lo suficiente como para hacer que me siente un poco más derecha–. Estoy muy contenta de que hayas aceptado verme –agrega, otra vez con un tono curiosamente formal, entorpecido por la tarta de manzana–, sé cómo son las cosas.
–Está bien –digo, y ella asiente, y me mira con franqueza por un instante.
–Perdón por haber llamado tan temprano –dice–. Cuando te llamé, quiero decir, era muy temprano. No era mi intención, pero no estaba durmiendo bien y me arriesgué a que tú tampoco. Pensé que sería bueno hablar –dice, aunque ya ha dicho esto varias veces, por teléfono y otra vez más cuando llegué al café y la encontré esperándome–. Mi hermana y tu esposa… –dice–, ¿la llamas «esposa»?, lo siento, no estaba segura.
Esto me desconcierta, asiento y ella vuelve a ajustarse las mangas.
–Bueno –dice–, mi hermana y tu esposa estaban en el submarino juntas, como sabes.
–Lo sé, nos conocimos –digo–, tu hermana y yo. Solo una vez, en la fiesta antes de que partieran. Creo que tú no estabas.
No sé si lo que sigue es una interrupción, aunque ella no se comporta como si lo fuera. Asiente, se suena el nudillo del dedo índice con el pulgar en un gesto que parece familiar.
–He estado postergando ponerme en contacto contigo por mucho tiempo –dice–, y al principio no estaba segura de cómo localizarte, o qué se suponía que debía decirte. Últimamente he estado diciendo muchas cosas incorrectas, y estoy tratando de no hacerlo tanto.
–¿Me llamaste todas esas otras veces? –le pregunto, y esto es sin duda una interrupción: los dientes afilados de su tenedor golpeando sobre la mesa–. Alguien me ha estado llamando a horas extrañas –digo–, nunca responden cuando atiendo el teléfono, aunque ahora no siempre atiendo.
–No –dice ella, sin antipatía–, te llamé una vez, y me atendiste.
La miro, observo con detalle su clavícula, las cuentas de coral brillante en su cuello. Tiene el aspecto de ser una persona compuesta, lúcida, con pocas chances de desarmarse. Cuando interrumpo no alza una ceja, solo cruza una pierna encima de la otra y asiente. Es alguien que se come la tarta decepcionante que ha pedido, alguien que me permite desbaratar la conversación.
–Recibí unas llamadas –digo–, las recibo hace mucho, incluso desde antes de que Leah volviera, y pensé que eran del Centro, pero ahora no lo sé. ¿Notaste que su página web ha desaparecido?
No sé por qué hablo así. Hace mucho que no hablo con nadie que no sea Leah, hace mucho que no hago nada que no sea sentarme al lado de la bañera a mirar la televisión, hervir huevos y poner sal en vasos de agua del grifo. Al otro lado de la mesa, Juna sigue asintiendo, inclina la cabeza hacia un lado y hacia el otro de un modo que puede significar que me entiende, o tal vez solo sea el intento de aliviar una tortícolis.
–Sí, yo también lo noté –dice–, estaba esperándolo. He estado intentando hablar con algunas personas, sabes, investigar algunas cosas. Creo que sé de qué se tratan las llamadas que has estado recibiendo, pero creo que es mejor que me dejes empezar por el principio.
Noto que su piel está cubierta de maquillaje creando una ilusión óptica de suavidad que, mirándola de más cerca, apenas llega a cubrir sus pozos y cicatrices. Ahora entiendo un poco más la formalidad de sus gestos, su modo de arremangarse para evitar manchar sin querer la tela con maquillaje, el modo en que levanta el mentón cada quince segundos, como recordándose mantener la piel alejada del cuello de la ropa. Sigo observando su piel cuando ella vuelve a hablar y tardo un instante en comprender el significado de sus palabras.
–Necesito contarte que mi hermana está muerta –dice–, y necesito contarte lo que sé.
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Tengo la cara dura, como si me la hubiese lavado con jabón para las manos, y la muela que estuvo inactiva en el fondo de mi mandíbula durante tanto tiempo, de repente ha vuelto a dolerme. Estoy en la cocina y Leah en el baño, y no sé hace cuánto que estoy aquí o cuánto hace que volví a casa, pero la luz del sol se despega de las superficies de la cocina como papel hecho jirones. Dejé hablar a Juna durante un rato y entonces le dije que había tenido suficiente pero que tal vez podía llamarme por teléfono en otro momento u otro día, y entonces me fui sin pagar mi té y cuando me di cuenta tuve que volver sobre mis pasos. No pasa nada, dijo Juna cuando casi me choqué con ella fuera del café, ya lo pagué. Es lo menos que puedo hacer. Y después me acompañó parte del camino a casa mientras me contaba una historia larga y bastante incomprensible sobre una pareja que conocía, que al parecer tenían relaciones poliamorosas con la mitad de sus conocidos en la ciudad. ¿Sabes, cuando dos personas andan por los cincuenta, dijo, y no son para nada interesantes, pero de alguna manera su matrimonio abierto ha consumido la vida de todos los que los rodean? Lo siento, no sé por qué te cuento esta historia. Creo que solo intento hacer ruido.
Ahora, en la cocina, veo que me he preparado otra taza de té a pesar de que ya tomé una en el café. La máquina de sonido de Leah está haciendo un ruido extraño y trepidante, como si algo se hubiese soltado en el mecanismo interno, haciendo que el ruido de siempre suene irregular y descentrado. Me paro de espaldas a la mesada y le doy sorbos al té que no quiero, y trato de recordar todo lo que me contó Juna. No quería contarte por teléfono, dijo varias veces, pensé que verte cara a cara sería más fácil, no lo sé. Me contó que su hermana está muerta y que al principio el Centro le había dado información contradictoria, después pareció que empezaban a monitorear sus llamadas y al final bajaron la persiana por completo. Se había visto obligada a averiguar cosas por su cuenta, me dijo, tenía cosas que quería mostrarme. La detuve aunque tendría que haberla dejado hablar más, y me dijo que lo entendía. No quería que estuvieras sola, por más trillado que suene, dijo, podemos volver a hablar, si quieres.
Ahora pienso en todo eso con una sensación vidriosa, como si pudiera llevar la mano a la cara y encontrar que está hecha de un material endurecido, como si mis pensamientos, escrutados de cerca, también resultaran ser así. Pienso en todo esto cuando la máquina de sonido se apaga de golpe en la habitación de al lado y Leah hace un ruido a medio camino entre un grito y una larga exhalación, y me doy cuenta de que está parada en la entrada del vestíbulo, desnuda y todavía mojada, y que uno de sus ojos ya no es un ojo sino un globo extraño, semisólido, que visto más de cerca parece estar hecho solo de agua. Cuando explota, le cae por la cara como una yema escapándose de la clara, y yo me tapo la boca y la nariz con la mano como anticipando un olor.