Sí, queridos amigos, cuando Stanisław August Poniatowski, el último de nuestros bien o mal amados reyes, dio su anuencia para que se construyese el cementerio Powązki, tenía presente una verdad muy sencilla: los varsovianos solemos morir. Claro que la guerra aceleró las cosas, pero nuestra ciudad tenía en tiempos de paz alrededor de cincuenta difuntos diarios; eso nos da cerca de cien mil durante el periodo en que nos ocuparon los nazis, así que habrá que descontarlos de las estadísticas finales. Era un desatino que luego de un bombardeo me llevaran cadáveres de tuberculosos o de alguien que rodó por las escaleras o de un viejo que no pudo más con su vejez o de una mujer que se quedó en el parto; eran muertos de segundo orden, pues no llevaban la aureola de víctimas, sino de meros impertinentes. Y sin embargo, para todos hay espacio. Tenemos cementerios para cada credo y clase social y rango militar; con lápidas individuales y colectivas. Los tenemos también para epidemias, y si gozáramos de terremotos o inundaciones, ya nos habríamos inventado camposantos para esos cataclismos. Hay también criptas en iglesias e incontables fosas comunes y clandestinas. Eso sin tomar en cuenta que ahora buena parte de la ciudad es un cementerio. Las plazas están repletas de tumbas temporales que se están volviendo permanentes; y basta levantar un poco de escombro para hallarse a una familia entera en la cocina, un niño en el ropero, una madre en huesos, un abogado bajo su escritorio, una beata sin rodillas. Se remueve una losa y ahí está la abuela todavía con sus agujas de tejer.
Ludwik no mencionaba nombres de muertos o deudos ni fechas. Evitaba los detalles específicos de su oficio, y sus amigos suponían que no se trataba de una discreción natural sino del modo de inducir a que le diesen más alcohol, pues después de una ración de vodka le vendría la voluntad de parlotear precisamente cuando su lengua, torpe y flácida, se resistiera a hacerlo.
Entonces decía cosas como: ¿Recuerdan a la señora Kukulska? Créanme, amigos, era más bella de lo que se contaba. Luego bajaba la voz para agregar: Tengo para mí que su marido nunca la tocó.
Discutían si un cadáver podía ser bello, si de veras Ludwik tenía el modo de sondearle la castidad, si los muertos eructaban o abrían los ojos en la Noche de San Juan.
Tildaban de falsas muchas de sus anécdotas, pero qué más daba la verdad si se podía imaginar a la señora Kukulska inmóvil y desnuda.
El padre Eugeniusz disfrutaba la compañía de hombres que podían emborracharse, hablar de mujeres y de la vida sin mencionar a dios. Le gustaba que le llamaran por su nombre, y que, a diferencia de las mojigatas de iglesia, le tuvieran poca tolerancia si decía alguna estupidez.
Salud, hermanos.
Sorbían el pico de las botellas y soltaban preguntas que Ludwik había respondido en numerosas ocasiones.
¿Es verdad que hay muertos que están vivos?
Eso es bien sabido. Bailan, cantan, hacen el amor.
¿Y se matan unos a otros?
Eso nunca.
¿Es verdad que en invierno guardan los despojos en un cobertizo hasta que llegue la primavera?, preguntó Feliks.
Ludwik movió la cabeza en vaivén. La naturaleza es sabia; en invierno ni la tierra se escarba ni los muertos apestan.
Eso lo entiendo si hay que enterrar a uno o dos. ¿Pero qué haces con miles de varsovianos esperando la primavera?
La botella de Ludwik estaba vacía. Kazimierz hubo de darle otra.
¿Es cierto que envuelven a los muertos en una manta y venden de nuevo los ataúdes?
No llegaba la respuesta porque alguien preguntaba a cuántos metros de profundidad debía estar una fosa común.
¿Qué es el polvo blanco que le echan a los cadáveres?
¿Existen los fuegos fatuos?
¿Puedo verla?, le susurró Kazimierz a Ludwik.
¿A quién?
A la señora Kukulska.
Ludwik lo observó un rato para saber si hablaba en serio. Amigo mío, un pollo muerto despierta más el apetito que uno vivo. Con las mujeres no pasa lo mismo.
Pregunté si podía verla.
Date una vuelta el día que gustes. Vayan todos, porque hay que levantar una losa muy pesada.
Feliks se acercó a una ventana sin cristal y puso la mano sobre el sombrero para que no se lo llevara el viento. Luego de apoyarse en una viga fracturada, escupió hacia la plaza Napoleón. No escuchó el aterrizaje.
Se hallaban en el quinto piso de la torre Prudential. El plan original había sido llegar hasta la azotea y mirar desde allá el mar de piedra en que estaba convertida la ciudad.
No llegaron tan alto. Eran tres hombres arriba de sesenta años y uno con pocos recursos físicos. Hallaron fragmentos de escalera y varillas retorcidas que les sirvieron para ir trepando. Cuando buscaban la ruta al sexto piso, Ludwik se sentó en un rellano.
Subir sobrios es complicado; bajar borrachos será la muerte.
Cada quien colocó en el centro su aportación para la velada. Sumaron cinco botellas y un par de embutidos. De inmediato se pusieron a beber.
La noche refrescó y el esqueleto de edificio fue poca cosa para atajar los vientos. Feliks se lamentó por no haber llegado hasta la azotea. Desde allá habría jugado a reconocer calles y sitios. Un juego difícil. Ahora mismo tenía enfrente la plaza Napoleón, pero había que descubrirla bajo las toneladas de ladrillo, concreto y cascajo.
Padre, dijo Ludwik, bendícenos el vodka para emborracharnos a gusto.
Ante su negativa, el propio Ludwik se arrodilló y alzó un par de botellas por sobre su cabeza.
Deus nostro fiat aquam vitae benedictus et nos beberis.
Ten cuidado, le advirtió Eugeniusz. Es obvio que no sabes latín, pero jugando con las palabras podrías dar con una secuencia que fulmine tu alma para siempre.
Ludwik se tambaleó junto a una abertura en el suelo que lo enviaría a una caída de quince metros. ¿De verdad existen esas palabras?
Sí, respondió Eugeniusz; aunque no las he descubierto.
Escríbelas en un papel cuando las tengas. Te prometo que no lo leo. Lo llevaré en mi cartera como una cápsula de cianuro.
No podría. Apenas las termine de escribir seré exterminado.
¿Y de qué te sirven tantos años de sacerdocio? ¿No puedes pedir perdón?
Ya basta. Dio un trago. Hoy quiero ser un laico disoluto.
¿Entonces por qué traes tu mochila con la extremaunción?
Para que me dejen salir del convento, Eugeniusz se desabotonó la sotana.
Y por si te caes en ese hueco, se sumó Kazimierz. Desde acá arriba te echamos el agua santa.
No hemos brindado por la vida, dijo Feliks.
Los cuatro se acercaron y chocaron las botellas.
Por la gracia de estar en este mundo, propuso Ludwik, y los otros corearon el brindis.
Luego de varios tragos, ya no importaba si Eugeniusz era cura o capellán, franciscano o jesuita o fariseo, pues en ese quinto piso del derruido edificio Prudential los cuatro ebrios eran por igual hijos amados en los que algún dios lejano tenía sus complacencias.