Feliks se había cuidado de no poner horarios de apertura en la puerta de su tienda. Así podía llegar y marcharse cuando quisiera. También se cuidó de no colgar ningún cartel porque ¿cómo le llamaría a su local? ¿Pillajería? ¿Comercializadora de saqueos? ¿Mercadería de los vencidos?

Esa mañana lo esperaba una mujer frente al escaparate. Él la saludó con una sonrisa, quitó los candados, subió la malla metálica. Tengo medias de seda, dijo, cuchillería de plata, café de verdad. La mujer pronunció algo en lengua extranjera y señaló unos aretes. Sí, respondió Feliks, son zafiros, y se sabe que adornaron las orejas de una Habsburgo.

Minutos después, Feliks estaba metiendo en una caja metálica un manojo de zlotys. Había que gastarlos pronto, pues sólo el diablo sabía cuánto valdrían mañana.

No tenía idea del origen de los aretes, pero las mujeres pagaban mejor cuando se mencionaba a la realeza. Era la historia del mundo: los hombres salían a hacerle la guerra a los reyes mientras ellas seguían soñando con príncipes.

Muchos curiosos se detenían a poner los ojos en el escaparate, aunque pocos se animaban a entrar. Para Feliks la exhibición estaba al otro lado del cristal. Por la avenida Marszałkowska transitaba gente que no la pasaba muy bien. La guerra había dejado mutilados, ciegos, tullidos.

Feliks pensaba que si a él le faltara una parte del cuerpo, su único anhelo sería recuperarla. Ahora tenía frente a su local a un hombre sin pierna que admiraba los relojes. Se preguntó si también pensaba en el amor.

Brincoteó e hizo cabriolas hasta que el cojo se marchó.

Aunque Feliks era hombre con mujer y dos hijos, su baja estatura, escasa cabellera, tersura y eterno gesto de felicidad le daban el aspecto de un formidable bebé. En la calle alguna anciana podía verse impelida a agarrarle un cachete.

Qué bonito niño.

Él mismo sabía reírse de su aspecto y, sin que viniera a cuento, le decía a algún cliente: No crea que soy el hijo del dueño.

Su segundo visitante fue un funcionario del nuevo gobierno que se interesó por un reloj. Sí, señor. Suizo. Quince joyas. Correa de piel exótica. El hombre lo miró con cautela.

Tiene una inscripción.

A. Goldberg. Mayo 6, 1937.

Podía ser Adam, Alfred, Abram, Aron… Vaya uno a saber si de aquí mismo o de Cracovia o Kielce o Lublin.

Feliks hubo de malbaratarlo. Por tratarse de usted, le dijo, y lo despidió con una sonrisa.

Prefería a las mujeres de los funcionarios. Sin importar cuánto elevara los precios, para ellas todo era barato. No para sus maridos. Ellos tenían algo de amenazante. Aún no se esclarecían las nuevas reglas para hacer negocios o pagar impuestos. Cada día se publicaban nuevos bandos: prohibiciones, racionamientos, castigos, amenazas.

A ese paso, el funcionario que ahora le compró el reloj simplemente lo tomaría del mismo modo que se lo quitaron al señor Goldberg.

Feliks no tenía cuentas pendientes con la vida ni sentía rencores contra nadie. Él y Olga habían sobrevivido sin un rasguño junto con sus dos hijos. El mayor había venido al mundo de manera anticipada durante el primer bombardeo aéreo. Por eso Feliks le cambió la versión de la cigüeña por una de aviones. Olga se molestaba. Le estás diciendo al niño que lo trajeron los alemanes. Mas él no dejaba de divertirse con la idea de un hijo llegado del aire a velocidad de Stuka.

Vivían al sur de Varsovia, lejos del centro. La casa había sido un regalo de los padres de ella y pudieron recuperarla al terminar la guerra. El interior había sufrido todo el desorden, la suciedad y los hurtos que puede provocar una partida de cosacos que pasó ahí una temporada. La fachada mostraba muescas de metralla que Feliks no tenía intención de reparar.

Así nadie dirá que no fuimos parte de esta gesta, le explicó a Olga.

Lo peor que padecieron durante los años de guerra fueron humillaciones, sustos y escasez. Comoquiera a Olga le correspondió temer y llorar. Feliks tenía la cabeza quién sabe dónde, y vivió el asunto como un juego emocionante. Aprendió algo de alemán, se familiarizó con los trucos de los mercados negros de alimentos, alcohol, cigarros y objetos de valor. Jugó a la guerra con sus hijos y llegó a treparse en la azotea para mirar los ataques nocturnos.

Un espectáculo terrible. El más hermoso.

Si Olga quería hablarle de algún bando de los alemanes, de la posición de las tropas soviéticas o cualquier otro asunto que le pareciera relevante, él le pedía que mejor le contara un cuento. El de las bellotas mágicas, le decía. El de la princesa y el ganso.

Ella detestaba la actitud despreocupada de su marido, y fue acumulando cada vez más resentimiento contra él.

En lugar de apoyarme en un hombre, le decía, tuve que cuidar a tres niños.

Él opinaba distinto sobre sí mismo. Salvé a tres polacos de ser ejecutados y fui pieza clave en las operaciones militares.

Si bien su cuerpo blandengue y pequeño nunca sirvió para andar corriendo con fusil, Feliks entendía de cables, electrodos y señales. En 1944 se alzaron los varsovianos contra sus ocupantes, y él puso la parte que le correspondía.

Un líder de la insurrección los había visitado cierta tarde.

¿Tienen electricidad?

Olga titubeó. Feliks fue hacia el interruptor y se puso a encender y apagar la luz.

Señora, el comandante no quiso exigir, sino pedir, necesitamos conectar un radio y enviar algunos comunicados.

Hágase la luz, váyase la luz, era la cantinela de Feliks. El interruptor claqueaba.

No lo sé, el rostro de Olga iba del claro al oscuro. Puede ser peligroso.

Hágase la luz, váyase la luz. Soy dios, y luego antidiós. Hágase la luz…

El comandante se impacientó. Dígale a su hijo que deje de jugar.

Ella se sonrojó. Es mi marido.

Conecte cuantos radios quiera, dijo Feliks. Tenemos suficiente energía para electrocutar a medio Reich.

Entraron otros tres hombres, instalaron un artefacto y se pusieron a transmitir en clave Morse. En los siguientes días estuvieron yendo y viniendo. Se enteraron de que Feliks conocía el lenguaje de los puntos y las rayas y le permitieron enviar algunos mensajes a Londres.

Ya no cifraban los comunicados. Informaban sobre retiradas y avances de los que estaban al tanto los nazis. Más importante era que la transmisión tomara pocos minutos para que el enemigo no pudiera ubicarlos. Del otro lado, un compatriota recibía los mensajes y los traducía al inglés.

Diles que el enemigo retrocedió, dictaba el comandante a Feliks.

Corrieron como liebres, escribía él.

Diles que necesitamos pertrechos.

Escopetas y albóndigas, leían en Londres.

Los soldados se ausentaban y Feliks les ofrecía que dejaran el radio. Lo podemos esconder debajo de la cama.

Olga se negaba. Hay pena de muerte para quien posea un aparato de esos.

Querida mía, le decía él, la guerra es cosa de hombres.

Dejaban el transmisor envuelto en una sábana y Feliks no se aguantaba las ganas de encenderlo y enviar algún mensaje por su cuenta. Le gustaba imaginarse en medio del fuego enemigo, con la pieza clave de información. Mas como nada tenía que reportar, enviaba alguna línea de sus cuentos preferidos. En Londres, un equipo de criptógrafos trabajaba jornadas enteras tratando de esclarecer el significado de “La princesa Sigfrida amaneció con hambre” o de “Cuatro osos salieron de su cueva al terminar el invierno”. Acabaron por echar los mensajes en la bandeja de los apócrifos, aquellos escritos por agentes alemanes precisamente para hacerles perder el tiempo.

Al final, los sublevados se quedaron sin electricidad.

Sin armas.

Sin radio.

Sin fuerzas.

Muchos de ellos, sin vida.

Al final, aunque todo salió mal, todos se creyeron héroes.

También Feliks.