Una vez terminada la guerra, el Ejército Rojo pasó de nuevo por Varsovia de retorno a su lugar. No parecía una tropa victoriosa sino una caterva de expatriados. Cargaban colchonetas, lámparas fundidas, teléfonos inservibles, bañeras de cobre, camas de latón, cobijas y tapices, también vestidos, sombreros de copa y casi tantas máquinas de coser como relojes. De pulsera, de pedestal, cucús. Llevaban carretones para llevarlo todo.

Daban ganas de echarles un trozo de pan.

Pero había que tener cuidado. Todavía estaban armados y eran capaces de matar por un trago.

Luego llegó la noticia de que su gobierno los usaba como bestias de carga. Tan pronto cruzaban la frontera se les confiscaba cuanto trajeran encima. Se cuenta que las lágrimas más enternecedoras de la guerra fueron las de esos hombres al entregar sus trastos a la implacable aduana.

No eran guerreros con ideales abstractos. Su ansia de pelear y mantenerse vivos era para volver a casa y mostrarles a sus hijos esa pequeña locomotora mecánica que avanzaba de verdad y hacía sonar un silbato, entregarle a su mujer la máquina de coser y un reloj al anciano padre. Entonces tomarían de nuevo el azadón y a trabajar de vuelta su parcela sintiéndose los amos de la tierra entera.

En cambio, regresar a casa sin un cacharro, equivalía a haber perdido todas las batallas.

Las columnas rezagadas fueron trocando su preciosa carga a lo largo del camino por la única moneda con valor universal: vodka. Y así, antes de que en Varsovia hubiese mercancías básicas, se comerciaba ya con artículos de lujo.

Pase a ver nuestros relojes suizos de alta precisión.

No se decía que fueran de segunda mano, sino de mano amputada.

Compre, caballero, mancuernillas de civil asesinado. Compre, señora, vestidos de noche de mujer ultrajada noche y día.

Si nota rasgaduras en las medias de seda es porque las arrancaron entre pataleos.

Máquinas de coser de abuela despojada.

Y con tanto anillo en la vitrina, uno podía imaginar igual cantidad de dedos arrojados al lodo como bachas de cigarro.

Collares que vale más no decir cómo se obtuvieron.

Juguetes mecánicos, porque los niños están castigados.

Plumas finas que escribieron testamentos.

Cuchillería, vajillas a medio quebrar; al fin que ya tuvieron su última cena.

Gramófonos, damas y caballeros, porque es hora de bailar.

Cuando había noticias sobre soldados que atravesaban la ciudad, Feliks se dirigía al derruido puente Poniatowski con garrafas de vodka y algunos billetes.

Compraba cualquier cosa, excepto sombreros de copa.

¿Asaltaron a la sociedad de magos?, le preguntó a un soldado rojo.

Luego trascendió que había sido una broma de los austriacos.

Sacaron ropa antigua de los desvanes e hicieron creer a los soviéticos que era el último grito de la moda.

A Feliks no le eran indiferentes los juegos, y acabó por comprar tres sombreros.

Puso dos en venta, y se acostumbró a usar el tercero, de terciopelo, con una banda gris que remataba en moño. Hasta le llegaron a decir que lucía elegante, todo un señor. Pero ni siquiera entre los diplomáticos hubo quien comprara el otro par.

Desde el día en que Feliks abrió su tienda en la avenida Marszałkowska se acumularon curiosos en el escaparate. Le llamaban la tienda de rapiña, y al parecer nadie echaba de menos la librería que existió en ese mismo lugar hasta el momento en que la visitó un soldado de la Wehrmacht con lanzallamas.

El mercado negro había florecido desde que cayó la primera bomba sobre Varsovia, pero sus operaciones se realizaban en cafés y traspatios. Ahora la mercancía se mostraba en un aparador.

Feliks se llenó los bolsillos con zlotys y divisas extranjeras sin querer pensar en que su negocio habría de cerrar muy pronto, salvo que llegara el beneficio de otra guerra.

Al llegar a casa, Feliks alzó los brazos. Soy un héroe de Varsovia, proclamó ante sus hijos.

Y mirando en el espejo su reflejo de rostro infantil le vino una sensación de inmortalidad.

Era uno de los pocos barrios a la izquierda del Vístula con energía eléctrica. Así es que echó a andar el gramófono y bailó sin pareja delante de la familia.

Ah, hijos míos, les dijo mientras se secaba el sudor. Vivimos días maravillosos.

Ellos sonrieron, no porque entendieran sus palabras, sino porque les divertía ese hombre de aspecto acogedor con sombrero de copa y meneos que pretendían ser un baile. Cada uno se abrazó a una pierna. Olga los miraba con tibieza, sin darse permiso de también ser una niña.