Tocó el turno al café Ziemiańska. Unas columnas y un montón de piedras apiladas ahí donde estuvieron las mesas de los poetas, dramaturgos, novelistas. Alguien había pasado un lanzallamas antes o después del derrumbe. La carta de vinos estaba chamuscada. Los vinos se habían evaporado.

Ya no olía a café.

No quedaba ni un verso garrapateado en alguna servilleta.

Feliks mencionó que él le había escrito un poema a Olga cuando eran niños. Hablaba de sus ojos y comparaba su boca con una cueva de la que salían murciélagos en el ocaso. No le gustó, pero yo creo que era bueno.

Y tú, Eugeniusz, ¿qué les dices a las mujeres al oído?

Él se sonrojó.

Anda, Ludwik lo azuzó. ¿De qué sirven los amigos si uno se guarda los pecados?

Entre trago y trago, sin convencerse de querer hablar, les relató su primera experiencia. Había terminado en fracaso porque al buscar frases amorosas recurrió a un antiguo tratado: Quiero enseñorearme de ti, le dijo, depositar en tu entraña mi simiente primordial.

Luego aprendí a quedarme callado.

Un ramo de flores, Eugeniusz, un perfume. ¿No les enseñan eso en el seminario?

Desde la calle, un hombre los miraba con insistencia.

Es el novelista, dijo Feliks.

Ludwik fue hacia él. Conversó un par de minutos y regresó.

¿Te contó algo?

Quiso hablarme del inicio de su novela. Le dije que ahora no.

Yo lo encontré la semana pasada. Me contó que en el capítulo cuatro había un crimen pasional.

Algunos aseguran que es el alma en pena de Sienkiewicz.

No creo que Sienkiewicz esté penando, Eugeniusz sacudió su botella vacía para que alguien se la renovara.

¿Y yo podría ser el alma en pena de alguien?, Ludwik repartió el alcohol.

Creo que la Biblia no lo descarta.

Me gustaría ser el alma de una niña que murió a los doce años, allá en el siglo dieciocho. Una niña que hubiesen enterrado viva.

Yo ya me cansé de ser yo. Kazimierz se puso de pie, se sacudió el empolvado pantalón. Quisiera reencarnar en alguien distinto.

A nuestra edad, dijo Ludwik, cualquiera se cansa.

En tu cementerio tienes mucha gente que dejó de ser. ¿No podríamos tomar la vida que dejaron?

¿Te gustaría ser la señora Kukulska?

Kazimierz circuló por entre sus amigos, apoyado en las puntas y meciendo las caderas.

Ven acá, preciosa, Ludwik abrió los brazos.

Cuéntame tus pecados, Eugeniusz se arremangó la sotana.

Yo sí quiero ser yo, dijo Feliks.

Cállate, niño. Llegará el día en que comprendas lo terrible que es ser uno mismo.

Eugeniusz le pellizcó el trasero. Soy el señor Kukulski, amada mía, y nadie dirá que nunca te toqué.

Anda, Eugeniusz, enseñoréate de esta dama.

Vengan a mi cementerio cuando quieran, anunció Ludwik. Tengo miles de personas que ya no son.

El padre Eugeniusz, con ojos cerrados, tenía abrazada a la señora Kukulska. El reino de los cielos a cambio de tus caricias.

Kazimierz le dio un puñetazo.

El sacerdote de la santa iglesia cayó de espaldas, encantado de saber lo que era un pleito por una mujer. Mis amigos, ¿para qué poner la otra mejilla si con la primera caí fulminado?

Crimen pasional, como el capítulo cuatro.

Levantaron la mirada. El novelista se había marchado.

¿Qué sigue? ¿Enterramos al cura?

Todavía estoy vivo, dijo Eugeniusz.

Ludwik ondeó la mano, tronó los dedos, chistó. Si no viene un mesero me iré sin pagar la cuenta.

El servicio es pésimo.

Pero la bebida es excelente.

La próxima vez nos vemos en el cementerio. Ludwik alzó la copa. Les daré trato de rey.

Eugeniusz recostó la cabeza sobre su mochila con los últimos sacramentos. Muy pronto se quedó dormido.

Hubo silencio.

Una brisa húmeda.

Un relámpago sin trueno.