Del novelista se decían muchas cosas, incluyendo esa sandez del alma en pena de Sienkiewicz. Versiones menos atolondradas aceptaban que, en efecto, era un escritor que se afanaba en una obra maestra o al menos digna. Un hombre taciturno que asistía al café Ziemiańska sin buscar la compañía de nadie; sin embargo, los artistas solían fanfarronear con voces muy altas y desde cualquier mesa se experimentaba la sensación de estar con ellos.

Un día él tendría su libro debidamente impreso, con su nombre en la portada. Entonces se sentaría con los escritores a compartir la taza o la copa y el tabaco. En vez de silencio y timidez, podría echar el humo del cigarro en la cara de sus compañeros mientras emitía algún juicio sumario sobre la literatura contemporánea.

El propio Iwaszkiewicz asentiría y pediría una ronda por su cuenta. ¿De dónde salió este muchacho?, preguntaría. ¿Por qué nadie me habló de él?

Pero antes de sentarse en esa mesa, tendría que encerrarse a trabajar, pues aunque el novelista no ponía su talento en tela de juicio, se sentía inseguro sobre el resultado de ese talento. Le asaltaban dudas sobre cada una de las trescientas y tantas páginas que había escrito. Únicamente la primera frase se mantenía intacta, tal como el día en que la concibió:

Si uno sigue el curso del Vístula, desde su nacimiento en los montes Cárpatos hasta donde dios le preste fuerzas, habrá de encontrarse una noche con la ciudad taciturna y misteriosa que lleva el nombre de Varsovia.

En el 39 se multiplicaron los rumores de guerra. El novelista supo que debía terminar su obra lo más pronto posible si no quería encontrar cerradas las casas editoriales, las librerías vacías de novelas, un mundo con escasez de papel. Lectores muertos. A la vez se preguntaba si no debía esperar a que las aguas se apaciguaran. En esa época de tensión, la gente optaba por libros de estadistas, profesores, generales, periodistas, charlatanes. Leer novelas era una mariconada.

Se encerró a escribir, irritado porque la historia le marcara un plazo.

Y la historia llegó autoritaria en septiembre, con bombo y platillo, para avisar que las cosas ya no serían como eran.

Cayeron bombas.

Ladraron los perros.

Los edificios se incendiaron.

Y con ellos ardieron los personajes del novelista.

Cada palabra se esfumó en un papel más negro que la tinta.

Hay quien dice que la novela no se quemó; salió volando tras un estallido y los testigos vieron deambular por los aires esas mariposas plenas de intimidades, emociones, revelaciones y belleza, mucha belleza. Otra versión es una mezcla. Habla de las mariposas que ascienden y revolotean con su propio fuego. Una más, cuenta que las páginas no siguieron el curso del río Vístula desde su nacimiento hasta Varsovia, sino desde Varsovia hasta el Báltico.

La novela se perdió. Es lo esencial.

Y al novelista no le alcanzaba la memoria para recuperar lo que en otro tiempo imaginó.

Pese a las firmes sospechas de que seres queridos se hallaran chamuscados bajo los escombros de tanto edificio humeante, muchas personas se jugaban su última carta de esperanza en los hospitales. Los visitaban para preguntar si ahí tenían un niño o una niña o una mujer o persona con tales y cuales características. Deambulaban por entre camas con gente vendada, dormida, inconsciente.

A veces se daba el milagro.

El novelista recorrió las salas de hospital. ¿No tienen aquí una novela de trescientas veintiocho páginas escritas a una cara y a doble espacio con carrete de tinta para una Erika portátil, muchas anotaciones a mano, algunas erratas y márgenes de tres centímetros? Empezaba así y asá y al final tenía la palabra fin.

No, señor, aquí no está.

Busque bien, doctor, tal vez las hojas se traspapelaron y el final pasó al principio y el principio al clímax y el clímax al final. En ella hay una muchacha triste porque no regresa su amado.

Es que no tenemos ninguna, señor, ni de cien ni de veinte páginas, ni policiaca ni de amor.

Si se salía del hospital con las manos vacías, lo siguiente era buscar en los cementerios, antes de que echaran los cuerpos sin identificar en la fosa común.

¿Es verdad, Ludwik?

Lo del hospital no me consta. El novelista vino al cementerio algunas veces. Yo le sugerí que hiciéramos una lápida. Le pregunté por el título de la novela. Si hablaba de mujeres preciosas. ¿Cuándo la había perdido? Él me dijo que todavía no la daba por muerta.

Yo opino que una novela nace cuando se publica. Kazimierz se puso los lentes para dar más autoridad a su comentario. Aquí estamos hablando de un embrión.

¿Se sepultan los embriones?, Feliks salió de su sopor.

Se tiran a la basura.

El novelista prefería imaginar su novela destruida y no deportada por los nazis. Esa opción le parecía siniestra. Luego de una temporada en un campo de reeducación, manoseada, torturada, traducida y adaptada, algún escritor germano se alzaría a la fama con una novela que comenzara de este modo:

Si uno sigue el curso del Danubio, desde su nacimiento en la Selva Negra hasta donde el Führer le preste fuerzas, habrá de encontrarse una noche con la ciudad espléndida e imperial que lleva el nombre de Viena.

La novela sería un éxito porque las mujeres sueñan con hombres que bailan valses, no con varsovianos ebrios y sin ritmo. Ahí donde la muchacha estaba triste porque no volvía su amado Piotr Bojarski, en la versión germana no había regresado el conde Rudolf von Waldenfels. La casucha en el campo se sustituía por un palacio. Entre más ejemplares se editaran, entre más premios y loas recibiera el usurpador, más se iría hundiendo el novelista en el desconsuelo.

Por eso la gente se compadecía de él. Muchos varsovianos habían perdido su casa o seres queridos o una pierna o un brazo. El novelista había perdido el alma.