Marianka se echó sobre el colchón. Lo había traído del hospital. Estaba casi nuevo y con tenues manchas de sangre. Ella había conservado su empleo, si bien la mayor parte de las enfermeras salieron sobrando tras la firma de los tratados de paz.

Todo era negrura en la habitación. Marianka fijó la mirada en el techo y acabó por distinguir ciertas formas que se alejaban, como hojas que caen de noche.

Los ojos no aceptan la oscuridad, dijo. Se inventan un tenue caleidoscopio para seguir viendo algo.

Feliks me prestó un reloj y lo perdí en una apuesta. Kazimierz se acomodó junto a ella.

¿Conseguiste empleo?

También me dio un libro sobre las órbitas de los planetas. Ahora sí estaré listo para solicitar la cátedra de astronomía.

Abrazó a Marianka, intentó besarla, y ella se zafó.

Cuando vuelva Piotr, te va a matar.

Aunque Marianka no acostumbraba compartir asuntos personales, esa noche necesitaba hablar.

Fue en los días de la insurrección, dijo.

Piotr había llegado al hospital con su anular derecho arropado en la mano izquierda. Ella le limpió y desinfectó la herida. Luego comenzó a vendarla.

¿Y el dedo?, reclamó Piotr.

Podemos dedicarle una misa o echarlo a la basura. Marianka lo arrojó sin ninguna ceremonia sobre un montón de gasas ensangrentadas.

¿En qué dedo me voy a poner el anillo cuando nos casemos?

Ella sonrió, feliz de que ambos hubiesen sentido lo mismo en esos minutos que tenían de haberse encontrado.

El anillo se usa en la mano izquierda, le respondió.

Él miró su vendaje. Le gustó porque parecía el de un boxeador.

Marianka lo dejó ir, pero se encargó de hospitalizarlo todas las noches.

Junto a la cama donde sus gemidos se confundían con los estertores de los moribundos, un tablero indicaba que Piotr tenía tifoidea, cólera morbus, erisipela aguda, quemaduras de segundo grado, gangrena o neumonía, condiciones de las que sanaba cada mañana de manera prodigiosa en espera del nuevo padecimiento de la jornada.

Mañana toca heridas de metralla.

El jueves, respiras gas mostaza.

Eso es de la otra guerra, protestó él; mas ella le habló de la nostalgia.

Piotr no se presentó la noche en que le tocaba sufrir de insuficiencia respiratoria. Tampoco el fin de semana en que Marianka quería sorprenderlo con un contagio de gonorrea.

Ella se enteró de que los nazis lo habían tomado preso.

Terminó la guerra y los alemanes se quedaron sin prisioneros. Pasaron días y semanas sin que Piotr volviera. Entonces corrió el rumor de que los comunistas lo habían encerrado.

Marianka se lamentó de la forma tan precipitada en que se había deshecho del dedo. Si lo hubiese conservado en un líquido aséptico, hoy Piotr estaría con ella. Él recorrería su cuerpo y la haría gemir y llorar y reír.

Voy a esperarlo, dijo Marianka. El tiempo que sea necesario.

Kazimierz sentía curiosidad desde hacía tiempo por conocer la historia de Piotr. Ahora que la había escuchado hubiese preferido ignorarla. Piotr había tomado sustancia con las palabras de Marianka. Ahora era un soldado, un prisionero. Era un hombre.

Él también se puso a mirar hacia el techo.

¿Lo ves?, ella señaló la oscuridad. Son como hojas que caen de noche.

Sí, respondió él, aunque no veía nada.