Ludwik no les había confiado a sus amigos una faceta novedosa de su oficio. Desde la llegada del gobierno provisional a Varsovia, ocasionalmente podía encontrarse la tierra removida en una sección arrinconada del cementerio. Él tomaba sus implementos para acabar de apisonarla, confiando en que esos enterradores nocturnos hubiesen respetado las reglas de sanidad y profundidad, pues había que evitar a toda costa los malos olores y la posibilidad de una epidemia. En algunas ocasiones lo hacía de balde; en otras, le dejaban un sobre con cualquier cantidad.
Cada vez más mujeres transitaban vidas de lágrimas y dudas, preguntándose qué habría sido del hijo, del marido, del hermano. Los bolcheviques sentían pasión por los secretos, el silencio, la noche. Corrían rumores sobre varios sitios con fosas donde echaban a sus enemigos, y a Ludwik le conmovía que uno fuera precisamente su cementerio.
Si las autoridades le hubieran pedido consejo, él les habría indicado la mejor manera de esconder un cadáver. Tráiganlo a media mañana con un cortejo vestido de negro y una mujer llorando. La noche tiene más ojos que el día, señores, y aunque todo se guarde en secreto, se descubre todo.
La bala en la nuca era emblema de sus ejecuciones; sin embargo, Ludwik imaginaba que los echaban vivos al foso, amordazados y atados de pies y manos.
Cada sepulturero tenía sus aficiones. Algunos buscaban oro en las dentaduras, otros robaban el cabello de las jóvenes. Algunos devotos confirmaban que el difunto no estuviese circuncidado. En los primeros años del cementerio Powązki hubo uno con la obsesión de averiguar las últimas cenas. Ludwik llevaba en la mente algo más ordinario: los enterrados vivos. Llegó a pasar la noche sobre las tumbas de algunos recién sepultos, alerta a cualquier gemido, grito, pataleo. Lo hacía con la gente de buena posición social, pues le ilusionaba salvar al desdichado y obtener por ello una suculenta recompensa; y tan sólo con quienes hubiesen tenido lo que él llamaba una muerte resucitable. Descartaba a los muertos por bala o aquellos muy ancianos.
Su relato preferido era el de un noble inglés al que había rescatado el sepulturero del cementerio de Brompton luego de dos días. Volvió feliz a casa y sus hijos lo asesinaron, pues no estaban dispuestos a renunciar a la herencia. Morirse es una promesa que hay que cumplir, le dijo uno de ellos.
De rescatar a alguien, Ludwik lo llevaría a beber una cerveza. Le explicaría los riesgos de aparecerse en casa así como así.
Su fantasía funcionaba con hombres o señoras. No con una muchacha. ¿Acaso había algo más exquisito que el desamparo? A ella la dejaría luchar con la esperanza, escucharía sus gritos hasta que se apagaran y cada día vendría a venerar esa tumba que tan grande placer le ofreció.
Cuando hallaba la tierra removida le pasaba por la mente escarbar, identificar de algún modo al difunto e ir a buscar a la madre. Ya no lo espere, señora, yo le diré adónde puede llevarle flores. Una mera idea, porque no tenía ninguna intención de contrariar al gobierno.
Mejor apisonar la tierra, dejar claro que él no era un revoltoso. Al fin, su oficio era el mismo en una democracia que bajo fascistas o comunistas.
Lo importante es que me dejen en paz.
Por eso le molestó tanto la visita de Olga.
Feliks está preso en Mokotów, le dijo. Ustedes tienen que sacarlo.
¿Nosotros, señora? ¿Por qué?
Es inocente y asegura que les salvó la vida. Ahora ustedes deben corresponder. Invadan la prisión, hagan un boquete en el muro, ametrallen a los guardias, organicen una guerra civil.
De acuerdo, señora. Despreocúpese. Antes de una semana tendrá de vuelta a su marido.
Eso es cosa nuestra. Usted vaya con sus hijos a contar los días.
La mujer se retiró justo cuando las nubes se cerraban.
Ludwik no tenía idea de cómo sacar a alguien de prisión; ni siquiera pretendía intentarlo. Las mujeres necesitaban promesas. Se sintió satisfecho del modo en que se había deshecho de esa impertinente.
Un boquete en el muro, se dijo. Qué estupidez.