Kazimierz miró la hora en el reloj de Sirota. Marcaba las cuatro. Quién sabe si de la mañana o de la tarde, pero esa posición de las manecillas significaba que en Varsovia serían las once de la mañana, más o menos. El mecanismo para ajustar la hora estaba descompuesto. Kazimierz decidió que era buen momento para acudir al liceo. Si no podía regular las manecillas, había de esperar a que al reloj se le acabara la cuerda. Luego echarlo a andar en el momento justo.
Se presentó ante el escritorio de la recepción. ¿Conoció usted a Gerszon Sirota?, preguntó a la muchacha. Ella alzó la vista y volvió a bajarla. Kazimierz se arrellanó en la banca y abrió el libro de Copérnico en una página cualquiera. Se puso las gafas y fingió que lo leía, cosa que no hubiera podido hacer así sus ojos fueran los que tuvo en la adolescencia. ¿A quién se le ocurría escribir en latín? Sólo alcanzó a leer la primera línea, que con letras enormes decía Nicolai Coper-, luego el texto se iba empequeñeciendo como en aquel rótulo del doctor Aronson. Se quedó estático unos minutos pensando en los anillos de Saturno.
Salió de su sopor al escuchar que alguien le hablaba.
Su máquina, señor, es cosa del demonio.
Kazimierz reconoció al novelista sentado junto a él.
No me la has pagado.
Ni un rublo ni un marco le voy a dar por ella. Mire lo que escribí.
Kazimierz llevó los lentes más allá de sus narices para examinar el texto. La letra eme no se marca bien, dijo, y veo que rellenaste a mano algunos signos. ¿Te parecen motivos para no pagar la máquina?
Esa no es mi novela. Yo oprimí las teclas para escribir algo sobre el nacimiento y flujo del Vístula y eso fue lo que apareció en el papel.
La historia de un hombre que se convierte en bicho me parece más interesante que la de un río que avanza.
Vi que la máquina tenía unos discos extraños. Les modifiqué la posición y resulta que ahora estoy escribiendo un clásico ruso. El novelista le arrebató el papel. Me encantaría ser Tolstoi o Kafka, pero sólo si Tolstoi o Kafka no hubiesen existido. Millones de hombres medianos no tienen problemas por ser iguales entre sí; en cambio es imperdonable que un genio se parezca a otro.
¿Y por qué vienes a verme aquí? Esos son temas para hablarse en otro lugar, con una botella.
Lo que menos esperaba era encontrarlo aquí. Vine por lo que está en el otro lado del papel.
Kazimierz distinguió el cartel perfectamente.
Como no puedes ser uno de esos escritores, quieres convertirte en mí.
Le aseguro que prefiero seguir siendo yo.
¿Entonces por qué vienes a usurpar mi puesto? Sólo yo soy el conserje de este liceo.
De algo tengo que vivir mientras recuerdo mi novela.
Ven como maestro de literatura o vete a vender globos. Kazimierz ya se cansaba de toparse con tanto insolente en esa banca. La cubeta y el trapo son míos; quédate tú con los versos y la condición humana.
Se colocó el libro bajo el brazo y se paró ante la muchacha. Señorita, ¿sabe si aquí se ofrece cátedra de astronomía?
La directora no está, dijo.
Ambos salieron al bullicio de la calle. Un viento fresco del norte les avisó que pronto llegarían los días de abrigo.
Ni conserje ni literatura ni astronomía.
Un niño sin brazos les pidió dinero. Kazimierz se siguió de largo; el novelista también.