En la celda oscura, triste porque esa noche no estaba bebiendo con sus amigos, Feliks se preguntó por qué, entre infinitas posibilidades, ocurrían justo las cosas que ocurrían. Exceptuándose él mismo, en el grupo de condenados pudo haber un banquero, un actor, quince oficinistas, un fabricante de helados, un profesor de filosofía. Si sus amigos de borrachera hubiesen sido un tal Zygmunt, un Bartosz y un Ludwik distinto al otro Ludwik, las cosas se habrían desviado a tal punto que él estaría ahora en casa en cama en brazos de su mujer. Siempre era más, mucho más, lo que dejaba de ocurrir que aquello que sí ocurría. Aquella tarde hizo tres amigos; a cambio quedó una ristra de muertos que nunca conoció. ¿Cuántas existencias me perdí por estar con un sepulturero, un cura y un conserje? Feliks podía pensar en carretadas de variaciones cuyas consecuencias serían tenerlo libre; sin embargo, en una lotería de incontables billetes, él había sacado el premio mayor: una estadía entre cuatro paredes sucias, con pésima comida y torturas y amenaza de muerte.
Maldito el rey Popiel, dijo.
No era rey, murmuró una voz desde la negrura, sino príncipe.
Feliks no podía dormir. Empezaba a malquerer a Olga porque no venía a rescatarlo.
¿Alguien podría contarme un cuento?
Le respondieron varios ronquidos.
Poco después, sonó la voz baja del capitán Bojarski: ¿Te sabes el de Pan Twardowski?
Sí, pero igual quiero escucharlo.
El relato dio inicio con susurros, hasta que alguien protestó. No se oye. El capitán Bojarski subió la voz. Era clara y potente, de declamador. Hace muchos años, en la antigua ciudad de Cracovia, vivía un hechicero… Alguien encendió una vela y la puso en el centro de la celda. Los hombres fueron despertando y rodeando la tenue llamarada que se multiplicaba en los ojos de cada uno. Podía decirse que estaban en el bosque, en torno a una fogata. El viento soplaba fuerte y los abedules crujían; por allá pasaba una piara de jabalíes. Aullaban los lobos. Alguien trajo un vaso con agua y lo fueron pasando de mano en mano, dándole pequeños sorbos, mientras avanzaba la historia del hombre que quiso engañar al diablo.
La voz del capitán Bojarski volvía delicioso el relato. No rechinaba como la de Olga. Sería un lujo tenerlo en cama para las noches de insomnio.
Fue dándose un lance tras otro. Quiero ser sabio, dijo Pan Twardowski, saber lo que está vedado a los hombres. El diablo apareció, como siempre con un pacto. Existía un modo de escapar y un modo de perderse por los siglos de los siglos. En el relato había noche y día, aunque siempre más noche. Mujeres, embrujos, amenazas, muerte. Llegó el momento en el que Pan Twardowski había de dar la mayor prueba de su poder, invocando el espíritu de Barbara Radziwiłł. El capitán Bojarski alzó su mano de cuatro dedos y la llamó. Barbara, escúchame. Barbara, ordeno que te presentes ante mí. Feliks pudo ver un resplandor que iba tomando forma de mujer, más blanca y sensual y santa que cualquier aparición de la virgen.
La vela chisporroteó y se apagó. Pero la celda continuó iluminada, los ojos siguieron relumbrando. Pan Twardowski tenía poder sobre la vida y la muerte, sobre pasado y porvenir, aunque ya no era el dueño de sí mismo. Los presos se volvieron nobles en un castillo y Barbara Radziwiłł les hablaba, no por la gracia de un pacto con el diablo, sino por la magia de un relato que embelesa el alma.