Cansados de bailar, tumbados en el suelo, todavía alegres por el recuerdo de la alegría, bebieron otra ronda.
¿Así que apresaron a Feliks? Kazimierz tomó la palabra.
Olga asegura que es inocente.
No ha de serlo tanto quien vende mercancía de gente asesinada.
Matar en la guerra no cuenta como asesinato, dijo Eugeniusz. O tal vez sí.
Kazimierz abrió la boca, apartó aún más los labios con los índices hasta mostrar unas amalgamas doradas. Si nos hubiesen matado aquel día, Feliks habría puesto mis dientes en venta.
El barbero se había desmontado la pata de palo. Con ella cascaba las nueces.
Hoy no hemos hablado de la señora Kukulska, dijo Kazimierz.
Pasado mañana es su cumpleaños. Así lo dice la lápida.
Habrá que llevarle flores.
Ludwik se incorporó. Se deshizo de la modorra y agitó el puño. Hay que rescatar a nuestro amigo.
¿Quién quiere nueces?, el barbero ofreció los corazones soberbiamente pelados.
Tienes manos de artista.
Las manos hábiles para cortar el cabello lo son para todo.
La mujer de Feliks me dio tres opciones: entrar con metralleta, hacer un boquete en el muro o convocar una guerra civil.
En caso de guerra civil ejecutan a los prisioneros. Prefiero el agujero. Así los presos salen como aguas negras.
Eugeniusz se cubrió la cabeza con la capucha y se ató el ceñidor. Hay que hacerlo de inmediato. Si se pasa la borrachera volveremos a ser unos cobardes.
Yo prefiero ir a casa, dijo Mieczysław Fogg.
Ande amigo, vaya con dios, Ludwik le obsequió una botella. Gracias por la velada.
Los demás esperaron a que el barbero se pusiera la pata. Entonces salieron juntos.
Dejé mi carreta en la plaza Napoleón. ¿Adónde los llevo?
A la prisión de Mokotów.
Por esas cosas de la buena fortuna, caballo y carreta seguían ahí. En otra época los hubiesen llevado al gueto con la excusa de recoger cuerpos. La carreta saldría tirada por un par de hombres y a quién le importaba que el caballo no fuera kósher.
Los cuatro abordaron. Tomaron por Moniuszki y de ahí a la izquierda, por Marszałkowska. Antes de cruzar la avenida Jerozolimskie, el barbero señaló el hotel Polonia. Ahí trabajaba yo.
Sí, ya me lo dijiste. Ludwik le dio una palmada en la nuca. Pero no te creo.
Kazimierz se quedó mirando el caparazón de la estación de trenes. Desde su inauguración le había parecido tan desabrida que le gustaba más en ruinas. Al menos ahora expresaba algo.
El caballo avanzó por la noche con trote elegante. La brisa fresca fue adormilando a los pasajeros. Mas valía llegar pronto.
Al pasar frente a la tienda de rapiña, Kazimierz la recordó saqueada. Sin duda había sido un acto de las autoridades. Podría echarles a ellos la culpa del reloj que perdió en la apuesta, la joyería y los billetes que se robó. No del reloj de Sirota, pues ese pensaba portarlo ostentoso siempre en su muñeca izquierda.
Más brío, compañeros, vociferó Eugeniusz. Hoy es noche de fuga.
Torcieron a la derecha en Rakowiecka y fueron bajando la velocidad hasta detenerse en el número 37. Ante ellos se erguían los muros discretamente iluminados.
¿Alguien trajo un Howitzer o un ariete?
El barbero puede agarrar el muro a patadas.
Eugeniusz, de seguro tú conoces algunas coplas que derrumben por igual las murallas de Jericó y las de Mokotów.
Me parece que harían falta trompetas y laúdes.
Un guardia se aproximó con el arma desenfundada. ¿Qué hacen ahí?
Nada, señor, dijo el barbero. Ya nos íbamos.
Azuzó el caballo y pronto estaban a dos calles de distancia.
Que nadie diga que no lo intentamos.
A mí todavía me tiemblan las piernas, dijo Eugeniusz.