El novelista pensó en tantos otros destinos que pudo tener su novela. Aquella tienda de rapiña estaba repleta de hurtos de los soviéticos. ¿Por qué no habrían ellos de tener su obra maestra?
Si uno sigue el curso del Volga, desde su origen en la meseta de Valdái hasta donde se lo permita el Partido, habrá de encontrarse una noche con la ciudad sólida y progresista que lleva el nombre de Stalingrado.
El crimen pasional del capítulo cuatro sería un crimen de Estado. Allá sobraban los escribanos que dominaban el arte de corromper textos. Un beso entre dos amantes lo convertían en dos camaradas estrechándose la mano; una cantilena de borrachos en un himno de obreros; una infidelidad en una traición. No tendrían problema en remplazar su Vístula por el Nevá o el Volga o el Don, y Varsovia por Leningrado o Stalingrado o Rostov. Ríos y ciudades les sobraban. Mi obra maestra se volvería un panfleto del realismo socialista. Ante esa posibilidad prefería ver su novela en manos alemanas, así llegara el crimen pasional luego de seis páginas de disquisiciones acerca de la prevalencia de la razón sobre el impulso. Y una vez entrado en especulaciones, pensó que un judío pudo llevarse la novela bajo el brazo a la Argentina. Entonces hablaría del Río de la Plata y Buenos Aires. Su heroína sería inevitablemente una muchacha de Lublin a la que llevaron con promesas de matrimonio para luego prostituirla en el nuevo mundo. La única bondad era que, en manos de un judío, su crimen pasional sería un crimen pasional.
El novelista metió en el rodillo de la máquina un aviso para cierta asamblea de trabajadores. Ajustó los rotores y comenzó de nuevo a escribir su novela. Terminó el primero y único párrafo. Ya le estaban cansando sus propias palabras, el curso del Vístula. Fue a la ventana sin leerlo. Allá al fondo, por la calle Targowa, pasaba una marcha. Cientos de personas gritaban consignas. Por delante llevaban una pancarta que abarcaba media calle. El novelista no alcanzaba a distinguirla. Se preguntó qué habría escrito su máquina. El contingente continuó su avance hasta perderse de vista. Tenía que ser de apoyo al gobierno, de lo contrario los estarían persiguiendo con piedras y palos.
Volvió a su escritorio, a su máquina. Sacó la hoja y leyó en voz alta:
Los pasos se fueron alejando. El olor a pólvora embriagaba. Por la angosta abertura de la puerta entraba un rayo de luz y salía un hilo de sangre; tan brillante que debía ser de sol, tan púrpura que debía ser de ella.
No lo reconozco, el novelista regresó a la ventana, pero hay tantos miles de miles de libros que no he leído.
Los marchistas habían esparcido algunos volantes que ahora retrocedían con el viento por la calle. Era papel fresco, limpio. Si salía a recogerlo podrían considerarlo un reaccionario que pretende ocultar la propaganda oficial.
Un rayo de luz. Un hilo de sangre. El texto podía venir de algún oscuro escritor húngaro. Metió en un cajón la hoja recién escrita. Ya tendría tiempo de buscar a su verdadero autor.
Sólo en la madrugada, mientras daba vueltas y vueltas en el jergón, se le ocurrió que pudiese ser el desenlace del capítulo cuatro.