Feliks despertó bien entrada la madrugada. Algo se escuchaba en el pasillo y no eran pasos de los guardias. Un objeto se acercaba rápidamente; luego se alejaba con lentitud. Tras varias repeticiones, Feliks vio que por debajo de la puerta entraba una arandela atada a un cordel. La tomó y sintió que alguien daba suaves tirones al otro lado. Advirtió que su ritmo correspondía a la clave Morse. Se ató el cordel en un dedo y comenzó la conversación.

Era el capitán Bojarski. Estaba encerrado en la celda al otro lado del pasillo. La explicación fue la habitual. A los interrogadores se les había pasado la mano. Lo tendrían encerrado en esa celda hasta que sanara de los golpes.

Feliks avisó a sus compañeros. Hubo contento por saberlo vivo. Le preguntaron por su estado. Casi muerto, respondió.

Si bien les maravilló el dispositivo de comunicación mediante ese hilo que sin duda provenía de una camisa pacientemente deshilachada, pronto se les agotó el tema de conversación.

Cuenta un cuento, pidió Feliks.

Difícil, respondió Bojarski.

Cuenta, Feliks dio unos tirones que amenazaban con romper el hilo.

Luego de unos instantes, volvieron las señales.

Dos hermanas bellas. La narración llegaba de modo telegráfico. Mayor morena. Menor rubia. Llega príncipe. Ellas deben recolectar frambuesas.

Feliks captaba las palabras e iba comunicándolas a sus compañeros.

Qué aburrición, dijo uno.

Del otro lado, ajeno al desinterés por su relato, Bojarski continuó enviando puntos y rayas sobre la suerte de las dos hermanas y su carrera en busca de frambuesas, pues el príncipe elegiría por esposa a quien más juntara.

¿Por qué no se fija en la forma de sus caderas o el tamaño de sus pechos?, reclamó alguien.

Rubia gana, llegó el mensaje de Bojarski. Morena no acepta derrota. Se aproxima tragedia.

Un guardia cortó el hilo. Continuó con su ronda sin decir nada.

El pasillo medía tres metros. Un abismo entre las dos celdas. Allá se habían quedado las dos hermanas y el príncipe, incapaces de contar su historia o de evitar su tragedia. Allá Bojarski seguía enviando señales sin destinatario, rayas y puntos, letras y palabras.

Por la ventana llegaron algunos resplandores. Los mismos relámpagos sin lluvia que iluminaban el edificio de Kazimierz.

Feliks comprendió que el cuento no se había interrumpido. Se había acabado.