Ven conmigo, le dijo Eugeniusz.

El novelista empujó la carretilla y lo siguió. Anduvieron por entre calles que cada vez tenían más autos, bicicletas y peatones. Ya no se veían prisioneros alemanes haciendo el trabajo de recoger escombro. Los habían llevado a Siberia para que se murieran en el trayecto, y los polacos se mostraron muy dispuestos a hacer las mismas faenas por el mismo plato de sopa.

Llegaron a Nowy Świat y de ahí se dirigieron a las ruinas de la iglesia de la Santa Cruz.

Nos acaban de reparar el confesionario, Eugeniusz palpó la madera maciza y oscura. Abrió la portezuela y se metió.

El novelista tomó el puesto del penitente. Ni uno ni otro hablaron por espacio de dos minutos. Eugeniusz golpeó la malla con la mano abierta.

¿Tienes algo que decir?

No.

¿Malos pensamientos? ¿Adulterio? ¿Envidias? ¿Deseos de venganza? ¿Avaricia?

Nada.

Entonces no sirves para novelista. Vete, y no escribas más.