Eugeniusz volvió al claustro y sintió las miradas burlonas de los seminaristas sobre su coronilla rasurada. Quiso recordar algún pasaje bíblico que los hiciera escarmentar, pero luego de una noche de alcohol y desvelo el cerebro no andaba muy ágil. Se preguntó cuánto tardaría en crecer una mata de pelo que anulara la tonsura; si habría de visitar al barbero al menos una vez a la semana o si existiría una pomada para mantener un lustre permanente. A él le gustaba su nuevo aspecto y le complació que sus poderes provinieran de un conjuro opuesto a la larga cabellera de Goliat.

Sólo después de dormir unas horas se le aclaró un poco la mente. Recordó un fragmento del antiguo testamento donde unos niños se burlan de la calva de Eliseo. En respuesta, el profeta les envía unos osos que descuartizan a cuarentaidós de ellos. ¿Cómo había de olvidarlo, si lo que más le seducía de la Biblia era su faceta como manual de represalias?

Seguía echado en la cama. Tenía la boca seca. Se debatía entre el deseo de beber agua y la pereza, las ganas de seguir ahí tumbado en la penumbra.

Se dio cuenta de que el cerebro quería jugarle una mala pasada. Los eventos de esa mañana, el momento en que Kazimierz abría los ojos, se le presentaron como parte de un sueño. Fue a su mesa. Ocurrió en verdad, se repitió, no lo soñé. Miró la máquina del novelista, pero no tenía papel en el carro, así es que tomó un libro de oraciones y en la última página escribió: Hoy resucité a un hermano. La letra era clara, la tinta negra había impregnado bien el papel. Lo escrito es eterno, se dijo. Volvió a la cama y le vino otro temor. Existía el riesgo de olvidar que en ese libro de oraciones había escrito su verdad. Arrancó la página y la ensartó en un clavo que salía de la pared.

Ahora sí podía dormir de nuevo, con la seguridad de que ni el alcohol ni el sueño le borrarían los recuerdos. Sonrió antes de perder la consciencia, justo cuando cayó en la cuenta de que el poder de Goliat no dependía del cabello, sino de la estatura.