Eugeniusz despertó a media mañana. Se tocó la mollera y sintió las puntas de los pelos que volvían a crecer. Tendría que visitar pronto al barbero si no quería perder su aspecto de santo medieval. Miró sobre su mesa la máquina de escribir. Antes de recorrer el mundo haciendo milagros, necesitaba una doctrina. En un futuro se le conocería como el eugenismo. Habría eugenistas. Quizás en un principio serían perseguidos. Sólo en un principio. Ensartó una hoja y giró el rodillo. Daba lo mismo que el teclado no fuera polaco. Cualquier texto de trascendencia para el espíritu había de escribirse en latín. Estuvo un tiempo inmóvil sin saber cuál sería la primera palabra que desencadenaría un mundo nuevo de ideas. Desde esa mañana, él ya no sería un vil cura, sino un teólogo. Vivía para la verdad, y esta era esquiva, caprichosa. No se dejaba atrapar sino tras un largo cortejo. Qué sencillo le resultaría ser un novelista, que se mueve en el mundo de las mentiras. Si así fuera, las ideas le vendrían en cascada. Cualquier frase servía para iniciar una novela. El inspector Rubinstein vio pasar un caballo sin jinete… La duquesa aborrecía al hombre con quien se iba a casar… Alguien le avisó que el granero se incendiaba… Entre la muchedumbre, madame Poinsett sintió que le palpaban el trasero… El invierno se anunció con una ventisca… El general Zaleski dejó caer su espada… En un instante había iniciado seis novelas. De haber querido, hubiese iniciado otras mil. Pensó en el novelista, lloriqueando por una novela perdida, destruida o robada. La próxima vez que lo viera, le daría un tirón de orejas. La verdad era una; las mentiras, infinitas.

Se tumbó en la cama, se revolvió en las sábanas. Luego miró el techo hasta que recordó una idea que provenía de sus años del seminario. Había razonado que la oración debía ser algo íntimo en lo que uno no podía hacerse responsable de los demás. ¿Qué significado podía tener la palabra nosotros? ¿Cómo incluir la conciencia de otros en mis rezos? ¿Quiénes estaban incluidos y quiénes no? Lo lógico era rezar el padremío, decir perdona mis ofensas como yo perdono a los que me ofenden, porque las almas se salvan o se pierden una por una y no en tropel. Quizás estaba bien pedir el pan nuestro, al fin este se comparte, pero habría que ser más personal al decir no me dejes caer en tentación y líbrame de todo mal.

Volvió a la máquina de escribir. Le gustaba esa etiqueta con la marca Enigma. San Eugenio de Varsovia iba a resolver algunos enigmas y a crear otros con ese teclado. La conectó. Hizo una breve calistenia con los dedos y pulsó el título: pater mi.

En el papel aparecieron otras nueve letras. No formaban palabras en una lengua que Eugeniusz conociera. Volvió a intentarlo y las nueve letras fueron otras. Luego oprimió tres veces la P, y obtuvo tres letras distintas.

La versión del padremío mantendría intacto el verso de hágase tu voluntad, y ahora resultaba evidente que se estaba haciendo una voluntad distinta a la de Eugeniusz.

Le pareció que en esa máquina intervenía una fuerza poderosa que debía venir del más allá. ¿Y si lo escribo a mano?, preguntó en voz alta, ¿qué vas a hacer? Su misma imaginación le respondió. La mano se le volvía de sal o la pluma se convertía en serpiente.

Mejor bajó al refectorio a beberse un café bien cargado.