Marianka llegó cansada luego de una difícil jornada en el hospital. Descubrió en la habitación el carbón ovalado.

Es maravilloso, dijo. Lo acarició con más dulzura que a un niño. Con esto podemos calentarnos todo el invierno.

No exageres. Bien utilizado nos dará para una semana.

Los ojos de Marianka no fueron tan ilusionados cuando Kazimierz le obsequió el anillo. Él se preguntó cómo seducirían los hombres a las mujeres en los tiempos por venir. ¿Con un trozo de jamón? ¿Suelas de goma? ¿Café de verdad?

En cada piso se calentaba una habitación; las demás se clausuraban. Mucho mejor resultaba si el vecino de abajo elegía justo la que estaba a los pies; el de arriba, la que se hallaba en el techo. Se quemaba carbón, leña, muebles, libros, lo que hubiera. Los periódicos hacían exhortos diarios para evitar los incendios y la muerte por intoxicación. Cada día Marianka traía un puñado de carbón que escamoteaba del hospital. Lo ponían en la estufa con escape hacia la ventana. Si bien sabían que durante lo más rudo del invierno, habrían de echar dentro los gases. Más valía envenenarse un poco que congelarse.

El trozo de carbón no estaba junto a la estufa, sino justo abajo de donde pendió el retrato de Kasia y Gosia.

Hay algo de tierno en él. Marianka toqueteaba el carbón. Es como una enorme sandía recién llegada de las minas de Silesia. ¿Cuánto te costó?

Él murmuró palabras sin sentido.

Ella tomó una vara metálica. Se disponía a picar el carbón cuando Kazimierz la detuvo.

Espera, dijo. Creo que es Sirota.