No hubo escena de alegría, abrazos y besos. Olga se había echado encima otra cuota de años. Lo invitó a pasar. En la mesa yacían tres zanahorias, una patata y un apio. Feliks se vio tentado a bromear. Decir que hasta en prisión le daban mejor comida.

Tuve que inscribirme en el partido, dijo ella. Llegan a diario convocatorias. Para desfilar, para aplaudir. Tenemos la peor carta de racionamiento, pero da lo mismo. En ningún lado se consigue nada. Los vecinos tosen, se ríen, discuten, y yo todo lo escucho.

Aunque Feliks no quiso llevar cuenta de los días en prisión, tenía un cálculo aproximado. Unas semanas no eran para que su mujer le hablase como a alguien que pasó media vida en Siberia. Y sin embargo esa lógica no funcionaba ante la evidencia. Ahora vivían en un par de cuartuchos con paredes desmigajadas. Por ningún lado se veía el fonógrafo. Olga estaba cansada. Trozos de periódico tapaban las grietas junto a la ventana. Feliks fue hacia allá. Extrajo uno de los embutidos de papel: un ejemplar del Nowy Kurier Warszawski que no podía contener nada interesante. A través del cristal cuarteado vio un patio que no era suyo. Con basura, pilas de ladrillo, trapos viejos, lodo. Más allá, una calle que no conocía.

Se le ocurrió que tal vez había perdido la cuenta, que había pasado diez o quince años en la prisión de Mokotów, o quizás en un gulag, cortando leña, picando piedra hasta que un golpe en la cabeza le hizo perder toda noción del tiempo. Habría de buscar a sus amigos para beberse un trago y habría de hallarlos muertos.

Olga había pedido permiso para marcharse a Kielce, a casa de sus padres. Sus hijos estaban allá. Hizo una larga enumeración de aflicciones. En los peores momentos de la guerra nunca pudo apoyarse en un hombre hecho y derecho. Todo lo habían perdido porque él quería jugar con su radio. Estaba harta de vivir con un niño. Feliks bloqueó su entendimiento. Apenas veía una mujer que movía los labios. Le daba lo mismo si lanzaba sus quejas en clave Morse. Él era quien había sido secuestrado por unos bandoleros. Él venía de un reino donde hasta el más bragado sabía llorar. Él era quien estuvo hacinado con seis, ocho y hasta once individuos malolientes y roncadores en una celda menor que ese piso, donde se pierde la dignidad y la esperanza y también la vida. Él era quien venía de un mundo donde se aprendía a ser tan sumiso que ahora mismo, en vez de romperle el hocico a su mujer, podía mirarla con la serenidad de quien contempla un atardecer.

Atendió de nuevo a Olga cuando criticaba su enfermiza necesidad de escuchar cuentos. Ella sacó un papel de alguna gaveta. Lo echó sobre la mesa. Feliks reconoció su firma, supo que se trataba de uno de esos documentos que prefirió no leer.

La casa, ella manoteó el aire. Ahí vive un comunista con su amante. Esa cerda duerme en mi cama, se sienta en mi silla, embarra los mocos en los tapices. Y la tienda… No quedó nada. Se repartieron la mercancía. Nunca me diste un arete, un anillo. Ahora cualquier puta bolchevique se los gana a cambio de unos besos.

Si no bajas la voz, dijo Feliks, esta noche volverá el auto negro. Vendrá por ti, y ya verás que acabas dando más autógrafos que una estrella de cine.

Olga se echó sobre una silla que crujió ante su peso. Mañana me voy.

Feliks sentía enormes deseos de beber. De imaginar que la vida era otra. Fue hacia Olga y le besó la frente.

Las mujeres suelen dejar a sus maridos porque llega el día en que no los reconocen; tú me abandonas por ser el mismo hombre del que te enamoraste.

La patata rodó por la mesa y cayó al suelo. Daba lo mismo recogerla que dejarla ahí a pudrirse.

En otro lugar del tiempo, Feliks y Olga se abrazaban. Tenían un libro en las manos.

Érase una princesa. Érase un rey.

Érase lo que quieras que sea.

En Siedlecka 45, segundo piso, una luz gris nubló el rostro de Feliks frente a la ventana.

Olga ante la mesa era una mancha oscura.

Si algún consuelo había, estaba en el color de las zanahorias.