Kazimierz sacó del frasco la mano de cuatro dedos. La dejó secar unos minutos para desechar el olor de alcohol. Era una mano grande, flexible. El pulgar tenía uña. Los demás dedos no. La usó para lisonjearse el pecho. Hizo varios ensayos hasta dar con esa delicadeza cercana al cosquilleo que transmite halago y placer.

En la habitación, Marianka estaba tumbada, inconsciente luego de su jornada en el hospital. Kazimierz se acostó junto a ella y pasó la mano del muerto por la espalda desnuda.

Marianka despertó y se descubrió en la habitación de siempre. Como siempre, sin su hombre.

Intentó dormir de nuevo, con la sensación de haber experimentado algo más sólido que un sueño.

La segunda vez que Kazimierz la acarició con mano ajena, Marianka mantuvo los ojos cerrados. Piotr, susurró. Se dejó tocar. Palpó el rostro, el cuerpo que tenía delante. No era Piotr, nunca sería él. Y sin embargo se sintió transportada al pasado, a esa cama de hospital, entre moribundos que deliraban con fiebre y gritos.

La mano pasó de su espalda al cuello, al pecho. Piotr había vuelto. Apestaba a sudor, a pólvora.

La fantasía se volvió tan real que acabó por engañarla.

Y Marianka abrió los ojos.

Ahí estaba Kazimierz. Una hiena saboreando carroña.

Ella había visto mucho en esos seis años. En el hospital tuvo quemados, amputados, vientres que no cerraban, rostros que ya no estaban, gangrena que no cedía. Moribundos que irremediablemente se enamoraban de ella porque era la última mujer que verían. Porque se negaban a morir por algo abstracto como la patria. No, Marianka, muero por ti. Ella les ponía la mano en el hombro para que no se fueran solos. En esos momentos, su mano era toda una mujer; todas las mujeres.

Ser enfermera equivalía a ser viuda, y en los días más cruentos de la insurrección esas mujeres de blanco enviudaban una, dos, diez veces por jornada y se preguntaban si el uniforme habría de ser negro, con velo y una lágrima estática en la mejilla.

Ahora ante sus ojos estaba Kazimierz. Viejo. Seco. Con una sonrisa purulenta. También era un sentenciado a muerte.

Marianka no veía la mano que la acariciaba. Le bastaba con sentirla.

Acercó su rostro al de Kazimierz y lo besó. Como si lo amara, como si en otro tiempo le hubiese dicho incontables y banales frases.

Sin ti no podría…

Tus ojos…

Porque ella sabía que ahí en la cama, trenzando su cuerpo, no estaba tan sólo ese Kazimierz sino todos los hombres que la amaron, cada uno de los que murieron delante de ella, los que no volvieron de los campos de batalla. Todos los hombres que desearon a una mujer.

Tú y yo…

Siempre tuya…

Y ahora era su privilegio dejarse poseer por todos los hombres de la tierra. Los vivos y los muertos.

Porque en esa totalidad tendría que estar Piotr.

Piotr cuando se amaron. Piotr cuando le aseguró que volvería. Piotr cuando lo llevaron al cuarto de calderas.

El obsceno cuarto de calderas de la prisión de Mokotów.

Llegó a empujones con las manos atadas por la espalda, los ojos vendados. Dolorido de tanto golpe. Tuvo que pensar en Marianka mientras a su espalda jalaban el gatillo. No pudo haber pensado en otra cosa.

Suena el balazo.

El rostro de Piotr queda sin expresión. Nada indica que alguna vez amó a una mujer.

En el rostro de Kazimierz no hay alborozo.

En el de ella no hay espanto.

La mano del muerto yace entre los dos.

Mullida.

Purpúrea.

Hermosa.