San Eugenio de Varsovia recorrió su ciudad. Se paró ante la catedral de San Juan y le ordenó reedificarse. Como ninguna piedra se movió, decidió otorgarle un plazo de tres días. Pensó en ir al distrito de Praga, pero el Vístula no dividió sus aguas y él no estuvo dispuesto a cruzar por el puente como cualquier mortal. Tenía rato de no pararse en el convento, pues cuando regresó de aquella noche de entierro el superior lo echó. Ve a hacer penitencia, le ordenó. A visitar a los enfermos. Durante la guerra lo obligaron a hacer visitas a los hospitales, mas siempre fue con los heridos. Mejor evitar a los enfermos. No fuera a ser un contagio.

La gente en la calle lo saludaba con una leve inclinación, los hombres se quitaban el sombrero a su paso. Estúpidos, murmuraba Eugeniusz para sí. Un día sabrán que debieron besarme los pies.

Había caído en la cuenta de que los escombros no se levantarían a su paso ni le crecerían piernas a los cojos, pero la noche anterior sí había ocurrido un prodigio. Sin duda Feliks era la persona que se hallaba enterrada en Powązki cuando él llegó, mas el milagro no había sido una resurrección simple, pues Ludwik tenía razón. ¿Para qué sacar del sepulcro a un hombre con agujeros en el cráneo? Esa noche debió ocurrir un proceso similar al de la carne que se convierte en pan o el pan que se convierte en carne, una transmutación del cuerpo y transmigración del alma para que el bueno de Feliks apareciera sano y salvo y contento en algún sitio de Varsovia. Aún no dilucidaba el proceso mediante el que se habría realizado el prodigio, mas no podía aceptar la mediocre explicación que dieron sus amigos. Necesitaba revisar sus textos de teología. ¿La carne podía convertirse directamente en otra carne o debía hacer escala en un pan? ¿Cómo se realizaba un intercambio de almas entre dos cuerpos distantes? Según había leído, existía el riesgo de que el alma viajera aterrizara en un cerdo. Luego había que echar el cerdo por un acantilado.

En su andar se encontró de nuevo con el novelista, que llevaba en sus manos dos kilos de patatas.

Un tesoro, Eugeniusz las palpó.

Fueron juntos a una destilería y las canjearon por un litro de vodka.

Tengo tu máquina, dijo Eugeniusz.

Sólo sirve para escribir obras maestras que ya están escritas.

El cura empujó la botella hacia el novelista. Bebe, hijo, y dime si te gustaría escribir mi evangelio.

El novelista dio un trago.

En el principio era el padre Eugeniusz y una ciudad en ruinas y la muerte y un río que fluía igual que cuando no había muerte ni ruinas ni ciudad ni Eugeniusz.

Sí, hijo, bebe más, dame las generaciones, déjame provenir de algún duque lituano.

Gediminas engendró a Algirdas, y Algirdas engendró a Vladislao Segundo, y Vladislao Segundo engendró a Casimiro Cuarto, y Casimiro Cuarto engendró a Segismundo Primero, y Segismundo Primero engendró a Segismundo Segundo, y Segismundo Segundo no engendró a nadie, por lo que aquí hace falta el mito de una honesta prostituta que el rey confunde con princesa, el niño que fue parido y abandonado, las veintiocho generaciones de hortelanos de apellido Nowak, y el alumbramiento de una mujer en el campo mientras ordeñaba la vaca, porque era necesario que Eugeniusz naciese un frío día de invierno con augurios de infortunio.

¿Eugeniusz? ¿No habrías de llamarme San Eugenio de Varsovia?

Eso viene después de tu martirio.

¿No basta con haber resucitado muertos?

Mi querido Eugeniusz, ¿no te enseñaron nada en el seminario? Cualquiera hace milagros. A la santidad se llega mediante el tormento. Tu iglesia no nació de los prodigios del nazareno, sino del suplicio de la cruz. Piensa en un método adecuado. Tiene que ser lento y público, así tendrás tiempo para pronunciar alguna sentencia.

¿La hoguera?, propuso Eugeniusz.

No, padrecito. La madera crepita, el humo hace toser y el ejecutado suele gritar. Es que el fuego le saca al hombre sus terrores más primitivos. El crucificado se está muy quietecito, mientras que en la hoguera se lucha en todo momento por huir.

Eugeniusz fue proponiendo más métodos. Todos los rechazaba el novelista.

¿Aceite hirviendo? No harás más que chillar. ¿Silla eléctrica? Muy contemporáneo. ¿Guillotina? ¿Horca? ¿Paredón? Ahí no hay tormento.

Eugeniusz se exasperó. Ya sé adónde me quieres llevar, y no lo acepto. La cruz ha triunfado porque es bella para representarse en pintura y escultura, salvo con San Pedro de cabeza. San Sebastián es un poco grotesco con su aspecto afeminado y tanta flecha atravesada. La gente puede adorar las imágenes de santos devorados por leones, porque las imágenes suelen ser de un momento en que apenas tienen rasguños. Pero un empalamiento no lo acepto. ¿Quién querría una estampa, una figura, un retablo de san Eugenio de Varsovia en su mortificación?

Entonces serás un milagrero; nunca un santo.

Eugeniusz dio varios tragos a la botella. No es la tonsura ni los resucitados lo que me da la santidad, sino este líquido. Poca falta me hacen los mimos de un pontífice o la fe de los creyentes. Un poco más de este elíxir de los dioses y estaré a la derecha de quien de veras manda en estas cosas.

¿Tenemos suficiente?

Eugeniusz sacó otra botella de su mochila de últimos sacramentos. Anda, ya verás cómo hacemos milagros.

Una docena de tragos más allá, Eugeniusz flotaba entre querubines. Del cielo bajaba una voz que decía: Este es mi hijo el bienamado.

¿Puedes sentirlo, amigo mío?

El novelista asintió con los ojos cerrados. Puedo ver cientos de hojas en blanco que poco a poco se empiezan a llenar de palabras. En la página ochentaidós comienza el capítulo cuatro, en la trescientos veintiocho surge la palabra fin. Las hojas se reúnen en un libro, la portada es una imagen del Vístula y hay filas de lectores en la librería. Es mi nombre el que está impreso en las pastas, no el de un nazi ladrón, no el de un ruso, no el de un sueco.

Llegó un policía a decirles que no podían beber en una plaza pública. Eugeniusz le lanzó un soplo divino para hacerlo desaparecer.