Marianka tenía la mañana entera mirando el frasco de la mano del muerto, que ahora estaba inmersa con los dedos hacia arriba. Dentro no había peces que burbujearan, pero ella igual se dejaba fascinar. ¿Puedo ponerle el anillo?

Es la mano derecha, dijo Kazimierz. Sirve para acariciarte y golpearte.

Los extremos del amor, ella cerró los ojos. Acepto.

Él extrajo la mano. Con ella le dio una bofetada. El alcohol salpicó, escurrió por la mejilla de Marianka.

Acuéstate, le ordenó Kazimierz o Piotr, el vivo o el muerto.

Ella protestó. Dio un paso atrás.

Él volvió a levantar la mano. Ahí la sostuvo hasta que Marianka se echó boca abajo en el colchón. Kazimierz le alzó un poco la falda. Hoy no tengo tifoidea, quemaduras de tercer grado ni peste negra.

Empezó por los tobillos, igual que con la señora Kukulska.

¿Me amas?

Sí, dijo ella, y tembló. Quién sabe por qué.