Ludwik regresó al pedestal del monumento de Chopin. Ahí donde debía erguirse el compositor, estaba la pata de palo del barbero. Disculpa, amigo, te dejamos olvidado. Si te hubiese hallado otra persona, ahora estarías dando fuego para calentar un potaje. Se preguntó si sería mejor dejarla ahí, ponerle una placa que no hablase de conciertos ni mazurcas, sino de un varsoviano que sabía cortar el pelo como los ángeles. En las placas valía exagerar. De hecho, en el propio cementerio Powązki estaban enterradas ochentaitrés mejores madres, sesentaiséis hijos predilectos, veintiocho esposos más fieles, cuarenta guerreros más valientes. El barbero podía ser el hombre de la tijera divina, de la navaja celestial. O mejor, de la navaja justiciera. De voz en voz surgiría la leyenda del polaco que degolló a innumerables enemigos mientras los afeitaba.

Pensó esto mientras se alejaba del monumento. Quizás clavaría la pata en la tumba del manco. Aprovecharía el remate en forma de cuenco para sembrar ahí unas flores.

Detuvo un ciclotaxi y le pidió viaje al cementerio.

Dos calles adelante, el ciclista soltó la pregunta. ¿Qué es eso? Parece una prótesis de la era de los Piast.

El ciclista tenía razón. La pata de palo no pertenecía a esta época. ¿Y un barbero que extirpara verrugas? ¿Que anduviera con sus cosas a caballo? Ese hombre venía del pasado.

Mejor lléveme al crucero de Gęsia y Smocza, pidió Ludwik.

Una vez ahí, se sentó a esperar sobre un fragmento de pared. Dejó la pata en un claro para que fuese visible. Nunca supo gran cosa sobre el barbero. Si tuvo mujer en su vida, ella vendría a esa esquina a buscarlo. Una mujer de tiempo atrás, con un busto descomunal y mirada altiva. ¿Buscas a tu hombre? No va a volver. Yo me haré cargo de ti.

Ella se dejaría llevar de la mano del sepulturero.

Él sabe que todas acaban por hacerlo.