La muerte de la novela, dijo el novelista. Tarde o temprano había de aceptarse.

Él iba delante del cortejo. Kazimierz y Feliks llevaban el féretro. Por detrás, el cura lanzaba agua bendita. Grande ira de Jehová es la que ha sido encendida contra editores, por cuanto no imprimieron las palabras de esta novela.

Al fondo, los esperaba Ludwik junto a un foso recién escarbado y una lápida. Novela sin título. Descanse en paz. Algo le falta al mundo por no haberla leído.

El féretro era el cajón de la máquina Enigma. Dentro iban trescientas veintiocho páginas atadas con un listón verde, numeradas a mano. La primera tenía escrito el inicio sobre el correr del Vístula; la ochentaidós, simplemente indicaba el capítulo cuatro; y la última decía fin. No eran albas como el vestido de una niña muerta porque el novelista apenas consiguió un papel amarillento venido de alguna fábrica soviética.

Al igual que con los muertos de carne y hueso, los asistentes prodigaron frases de encomio.

Excelente el ritmo.

Insuperable la tensión dramática.

Muy emocionante.

Pura poesía.

Siempre respetó la gramática.

Depositaron el féretro junto al foso. Eugeniusz hizo la señal de la cruz.

El señor, que pudo darnos un manual del buen adorador en el que no cupiera duda sobre la verdad, eligió dictar a los profetas su palabra en forma de novela. De aventuras, erótica, y sí, hijos míos, con uno que otro crimen pasional. Dios es novelista. Por eso les digo que hay más gozo en el cielo por una obra maestra inédita, que por noventainueve bazofias que se publican. Anda, novela ignota, asciende al paraíso y conviértete, no en un éxito de ventas, puesto que allá nada se compra ni se vende, sino en la consentida de la crítica. Goza de la bendición de las almas lectoras. Sé traducida a cuantas lenguas se hablen allá arriba, incluyendo las muertas. Sé impresa con prólogo de San Juan e ilustraciones de Orbaneja. Sé leída por ese escaso y selecto público que supo entrar por el ojo de la aguja.

Entonces mejor que se vaya al infierno, dijo Kazimierz. Hay más lectores.

Allá el papel se quema.

Que la publiquen en tablas de arcilla.

El novelista llevaba un costal. De él sacó varios libros y los emplazó en torno al foso.

Ahí estaban muy adustos Pan Tadeusz y Lord Jim. Eugenia Grandet cuchicheaba con madame Bovary. El tío Vania se metía las manos al bolsillo, un tanto indiferente. Las muchachas de Wilko lloraban a sus anchas. Anna Karenina se acercaba al foso con ganas de echarse en él. Y allá arrinconados, malencarados, como si los hubiesen llevado a la fuerza, refunfuñaban los hermanos Karamazov.

Feliks miró con curiosidad a las muchachas de Wilko. Le parecía haberlas visto en otra ocasión.

El féretro descendió al foso. Le cayeron paladas de tierra. El destino del papel sería el mismo que el de un cadáver.

Abrazaron al novelista.

Ya eres viudo, Kazimierz le habló al oído. No tienes que serle fiel a la difunta.

Era verdad. De la resma de quinientas páginas que compró, había dejado ciento setentaidós en casa. Más que suficiente para tener una aventura con la primera frase que le viniera a la cabeza.

Adiós, amada mía. Fue un placer crearte y olvidarte.

Salieron todos del cementerio, menos Ludwik.

El novelista se quedó en la parada del tranvía. Se despidió de sus amigos y se sentó a esperar.

A pensar.

Hace tanto que por aquí no pasa el tranvía ocho. Recordó a uno de los conductores. Un muchacho de poco cerebro. Conducía el vehículo con más orgullo que un capitán de corbeta.

¿Qué habrá sido de él?, se preguntó el novelista, y él mismo se respondió.

Aquella mañana de 1944, Sławomir encontró su tranvía atravesado en la calle a modo de barricada.

¿Por qué no?, se dijo el novelista. Se palpó los bolsillos. Confirmó que no tenía pluma y se echó a correr a casa. Tenía que llegar antes de que el maldito Sławomir huyera de su mente.

Muy pronto hubo de cambiar su carrera por una zancada rápida; luego, por una caminata esforzada.

Al pasar frente a la plaza Muranowski, tuvo claro que Sławomir recorría fielmente a pie la ruta del tranvía ocho ida y vuelta por entre el escombro y los rieles retorcidos, y se detenía unos segundos ahí donde estuvieron las paradas.

Al acercarse a la orilla del Vístula, el novelista supo que Sławomir sí tenía pasajeros: almas que se dedicaban a recorrer su antigua ciudad en el tranvía de los muertos.

Anda, novelista, vuelve pronto a casa, donde te esperan esas ciento y tantas páginas para que el mundo conozca y nunca olvide la historia del vagón de la ruta ocho y su conductor, desde la terminal del malogrado presidente Narutowicz hasta el cementerio civil y el militar. No dejes que una mujer te distraiga con caricias ni un hombre con botellas, porque ahora en el capítulo cuatro no hay un crimen pasional sino un tranvía inmóvil en la esquina de Karmelicka y Leszno. El camino está bloqueado por centenares de cadáveres barbados, de negro, que han perdido el sombrero.