Caía la nevada más intensa del año. Los cuatro recorrieron el cementerio Powązki hasta el fondo. Ahí levantaron una escalera. El primero en subir fue Feliks.
No se ve nada, dijo luego de asomarse al otro lado. Sin embargo sus ojos percibían la nieve, siempre visible, así fuera la más oscura de las noches. La que caía justo frente a sus narices. La que yacía allá abajo, entre las lápidas.
Se sentó en el filo del muro a esperar al siguiente.
Kazimierz subió con un costal en la mano. Lo echó al otro lado tan pronto alcanzó la cima.
A mi edad, si no muero por un enfriamiento, será por la caída desde esta altura. De inmediato se avergonzó de hablar. Sabía que el síntoma más claro de la vejez era mencionarla. Detestó a Feliks por provocarlo a decir esas cosas, con ese rostro blanco y liso que lucía más infantil de lo ordinario con su gorro de lana que le cubría las orejas y le magnificaba los cachetes con la correa apretada bajo la barbilla.
Ludwik trepó con un bolsón preñado de tintineantes botellas. ¿Qué les parece? ¿Verdad que mi cementerio es más bonito?
No veo nada, insistió Feliks.
Kazimierz encendió un cerillo. Lo lanzó al vacío. No hubo el efecto de bengala que había esperado.
Ludwik sacó del abrigo una linterna. Pasó la luz por sobre las lápidas cercanas.
Eugeniusz ascendió a duras penas. Las sotanas no estaban hechas para escalar peldaños ni muros.
No sé si sea correcto, dijo al llegar arriba. Los curas la pasamos calumniándolos en vida, y ahora que están muertos voy como si tal cosa a beberme unos tragos con ellos.
Alzaron la escalera y la asentaron al otro lado del muro. Descendieron.
El reino de Judea, dijo Feliks. Pensé que era un desierto.
Eugeniusz resbaló cuando estaba por pisar tierra firme. Se dio en el mentón contra uno de los peldaños.
Mal agüero, murmuró.
Cada quien tomó una botella para mitigar el frío. Quedaron otras tantas en el saco y también algo de longaniza. Caminaron por entre el bosque de tumbas y árboles detrás de la linterna de Ludwik. Muchas lápidas estaban ladeadas, caídas o unas encima de otras como cartas mal barajadas. Se empezaban a cubrir de nieve. Algunas formaban covachas. De ahí o de cualquier otro refugio involuntario fueron recolectando ramas secas.
A Eugeniusz le incomodó la falta de cruces. A Feliks le sedujeron los pegasos, venados, águilas y leones labrados en la piedra junto a algunas inscripciones legibles y otras que no entendía. Ludwik las alumbraba unos instantes con la linterna y apuntaba a otro sitio.
Kazimierz se puso los lentes. Avísenme si ven la tumba del doctor Aronson.
No pensaba encontrarla. Lo normal era suponer que los restos de Aronson no se habían vuelto polvo sino humo. Pensó en Kasia y Gosia. Estaban mejor en aquel sótano que entre todas esas almas bajo tierra.
A Feliks no le gustaba la linterna. La escena estaba hecha para portar antorchas, escuchar el aullido de lobos.
Había que sacudirse la nieve de los hombros, las solapas y el sombrero. Eugeniusz se jactaba de haberse puesto una mitra.
Es más efectiva que un techo de dos aguas, siempre que no sople el viento.
Ya entrado en su ánimo obispal, se puso a lanzar bendiciones sobre los muertos. Sacó de su mochila el agua bendita para rociarla y se dio cuenta de que se había congelado.
Había evidencia de explosiones, de destrucción. A fin de cuentas, el cementerio era otro gueto en el que también se había demolido la sinagoga y la morada de sus habitantes. El propio muro en torno al cementerio tenía tramos destruidos.
¿Por qué no entramos por ahí?, preguntó Eugeniusz.
¿Y dónde queda la aventura?, dijo Ludwik, ¿el sabor de lo prohibido? Pensó en la palabra profanar, pero no la pronunció.
Dieron con un monumento en pie. Una bóveda sostenida por seis columnas. Suficiente espacio bajo techo para cuatro personas y una fogata al centro.
El señor Moser y su familia sabrán agradecer el calor.
Los necesito esta mañana, dijo Feliks. Para desfilar.
A mí también me enviaron un citatorio, secundó Ludwik. Y ante las miradas de curiosidad, respondió la pregunta en el aire: No pertenezco al partido, pero les he hecho unos trabajitos.
Conmigo no cuentes, Kazimierz habló mientras mordía una lonja de tocino.
¿Un cura desfilando con los comunistas?, Eugeniusz tomó un trozo de hielo lo echó por el pico de la botella. Ah, vodka en las rocas benditas.
Podrías disfrazarte de civil.
Kazimierz se esmeró en que el fuego tomase consistencia. La nieve se derretía en las suelas de las botas. Alrededor, las lápidas se alumbraron; casi todas ilegibles. Ante la luz naranja, con la mitra, Eugeniusz era un papa renacentista que atestiguaba la quema de infieles.
Ah, hijos míos. El olor de la carne abrasada. Eso debe embriagar. O los gritos de las doncellas. Sacó de su mochila el aceite de extremaunción. Vertió un poco para alimentar las llamas.
Los cuatro bebieron en silencio. Echaban leña a la fogata cada vez que hiciera falta. El fuego los transportaba a un pasado originario en el que sólo había necesidad de comer, ayuntarse y contemplar los cielos.
Hemos de cazar un alce, Feliks se vio vestido con pieles. Un mamut.
Adorar al trueno, a la lluvia, al sol, Eugeniusz vertió más aceite en la lumbre. Sacó de su mochila una Biblia. Arrancó la primera página del Génesis y echó el resto a la hoguera. Kazimierz tiene razón. Basta el dios creador. Lo demás sale sobrando.
Las llamas cambiaron de tono e intensidad. Se mezcló el rojo con el azul. A la hoguera se fueron macabeos, amonitas, madianitas, samaritanos, santos y pecadores, muchas otras tribus, junto con toda la descendencia de Abraham. La palabra de dios, después de miles de años, volvía a ordenar que se hiciese la luz.
Y la luz era buena, se apartaba de las tinieblas.
Era la noche de la primera noche.
Feliks se puso de pie. Se llevó la mano al pecho.
Los otros tres se incorporaron. La bóveda de esa tumba era el firmamento.
Nosotros aquí, Ludwik hablaba mirando el resplandor del fuego. Sobre los muertos.
Inmortales, dijo Feliks.
El momento requería que descendiera una paloma.
Kazimierz abrió su costal. Sacó el óvalo de carbón. Lo depositó maternalmente sobre la lumbre.
Canta, Sirota, canta.
El negro mineral echó humo, se volvió gris en los costados.
Anda, Sirota, que Jehová tome prestada tu voz para cantar.
La lumbre estuvo a punto de extinguirse. Los cuatro soplaron por cada punto cardinal para avivarla.
El carbón, como si nada.
Sirota no se había salvado de los regaños de algunos rabinos por haber grabado sus cantos para una empresa discográfica. ¿Ahora cómo vas a evitar que te escuchen en casas de gentiles o en algún burdel? Él no respondió. Se guardó la verdad de que la voz, el arpa de David, los versos de Salomón también se habían escuchado en medio de pecados de la carne. Lo echaron de la gran sinagoga de Tłomaskie y tuvo que cantar en la de Nożyk.
El carbón palpitó.
Un mensajero de la empresa de máquinas parlantes Victor recorre las calles de Varsovia con un sobre. Las regalías de Gerszon Sirota.
El cantor ya no está con nosotros, le explica alguien.
¿Un pariente? ¿Su mujer, sus hijos?
Todos se marcharon con él.
Si alguien lo ve, avísele que sus discos son un éxito.
Por eso aquel día de 1943, mientras las llamas lo devoraban y los nazis creían enmudecerlo, Sirota cantaba en los gramófonos de miles de casas, de judíos y gentiles. También en uno que otro burdel.
El cantor de Varsovia giraba a setentaiocho revoluciones por minuto. Era un astro que eclipsaba todas las estrellas de Copérnico.
Hoy las llamas cercaban de nuevo a Sirota.
Hoy Sirota se hallaba ante el más ansioso de sus públicos, más aún que aquellos que llenaron el Carnegie Hall en 1912 o el hipódromo de Służewiec en 1934. Más incluso que aquella admiradora que le regaló el reloj.
Canta, Sirota.
Échenle un trago, dijo Ludwik, para aclarar la garganta.
Eugeniusz asperjó alcohol del noventaicinco.
El carbón siseó.
Luego vino un gemido dulce.
Luego un himno poderoso.
Alabanzas, esperanzas, oh, Jehová, libérame, escúchame, ten misericordia. Recibe con amor y buenos ojos las ofrendas y los ruegos de Israel.
Sirota continuó el canto interrumpido aquel día en Wołyńska 6.
Clamo en mi oración y levanto el grito, a causa de la voz del enemigo; porque echaron sobre mí iniquidad, y con furor me han amenazado.
Sirota jugaba con las notas, la coloratura. Lo que parecía llanto se volvía una celebración y de pronto era de nuevo lacrimoso.
Bravo, Sirota.
Cantor de los cantores.
Poco a poco se fue alzando un coro de judíos muertos.
Oh, Jehová, cuánto se han multiplicado mis enemigos. Muchos se levantaron contra mí.
Voces cándidas. Mujeres, niños, ancianos. Cantaban amordazados, al borde de la asfixia. Débiles de hambre. A punto de congelarse. En llamas también. Pronto sus voces se apagaron ante la de Sirota.
Cercáronme dolores de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron.
De todos mis enemigos he sido objeto de oprobio.
El horror se apoderó de mí.
Pasmose mi corazón.
El bloque de carbón se partió en dos. Dejó escapar un enjambre de chispas.
Sirota se silenció.
Se fue para siempre.
Cada mitad tenía un color naranja que invitaba a tocarlo. Feliks alargó la mano. Amigo Sirota. Ojalá pudiera abrazarte.
Verdad que el alma es invisible, dijo Kazimierz. Los ojos jamás podrán captarla.
Pero sí los oídos.