El novelista había metido algo de comida en su departamento. También una buena ración de alcohol. Quería padecer una fiebre de escritura como años atrás, cuando el calendario le escatimaba los días previos a la guerra. Ahora ocurría algo parecido. Su tiempo estaba contado. Cualquier mala fecha acabaría por establecerse un gobierno que le impediría imprimir las palabras justas que brotaban de su alma. Muy pronto las verdades sobre la condición humana no las pronunciaría la novela sino un bando firmado por algún esbirro. El hombre ya no estaría en esta tierra para sentir, sino para trabajar. Esta vez su obra maestra no moriría en un bombardeo sino ejecutada por un censor.

El novelista tenía papel, pluma y unas velas. Si todo salía a pedir de boca, también tendría ideas. Sabría perfectamente qué hacer con ese tal Sławomir que conducía el tranvía número ocho. Conocería a sus amigos, amores y enemigos. El nombre y oficio de esos pasajeros. Los que viajaban en el vagón delantero y los que sólo podían abordar el de atrás.

Hoy sería un lujo, se dijo, pues el vagón nur für Juden transitaría vacío en la mayor parte de sus rondas.

Tomó una hoja y escribió el título: El tranvía de los muertos. Tenía ciento setentaidós páginas en blanco, así que sería una novela más breve que la que perdió. También podía escribir en ambas caras o visitar alguna papelería. Se persignó antes de acometer la primera frase.

Si uno sigue el recorrido del tranvía ocho, desde su terminal en la plaza Narutowicz hasta donde lo lleve un billete de veinte grosz, habrá de encontrarse con una ciudad extinta y endemoniada que lleva el nombre de Varsovia.

No estaba mal como inicio de novela, aunque le pareció ya haber leído algo semejante en otro lado. Le alegraba haberse deshecho de la máquina de escribir. Ahora, con una pluma en la mano, todo lo que escribiera sería suyo, original y, en una de esas, bello.