LA MALA ALIMENTACIÓN. Después de haber expuesto las causas secundarias y congénitas de la melancolía, debo tratar de las externas y adventicias, independientes del nacimiento por ser posteriores al mismo. Estas causas han sido divididas en necesarias y contingentes. Las necesarias —que no podemos evitar y que dañan el organismo por razones de uso o abuso— son las seis cosas contrarias a la naturaleza de que hablan los médicos con tanta frecuencia y a la vez las causas principales de la enfermedad que nos interesa.
Cuando se trata de establecer las causas del mal que aqueja al enfermo, casi siempre el médico halla alguna imputable al propio paciente, y pronuncia el diagnóstico de rigor: Peccavit circa res sex non naturales, «ha incurrido en una de las seis faltas antinaturales». Aunque puede suceder que haya incurrido en todas las seis, como el soldado enfermo de melancolía a que se refiere Montano (fecit omnia delicta quae fieri possunt circa res sex non naturales), el cual sufría de obstrucción[8].
Las seis cosas en que puede pecarse contra la naturaleza son: la alimentación, la retención y la evacuación, el aire, el ejercicio, el sueño y la vigilia y las perturbaciones de la mente.
Corresponde el primer lugar a la alimentación, que comprende las substancias sólidas y las bebidas. Su mala calidad es causa de melancolía, así como su cantidad desproporcionada origina accidentes. Según Fernelio, «actúa como uno de los factores más poderosos en la génesis de las enfermedades en general, mucho más que la influencia del aire u otras perturbaciones, si se exceptúa la propia constitución orgánica y humoral. Puede decirse que la gula es madre de todas las enfermedades (gula est omnium moroorum mater), entre ellas la melancolía».
Sobre la alimentación existen tratados voluminosos debidos a Galeno, Isaac el Judío, Halyabbas, Avicena, Gordon, Vilanova, Wecker, Juan Bruerin, Miguel Savanarola, Ranzovi, Fonseca, etc., aparte de los publicados en inglés (Cogan, Eliot, Vauhan). Casi todos los tratadistas de medicina entran en disquisiciones sobre los alimentos al estudiar la melancolía. Como quiera que sus obras no son de fácil consulta, indicaré brevemente las especies de alimentos que engendran la melancolía y cuáles deben evitarse.
La carne de vaca, que tanto repara las fuerzas, es condenada, empero, por Galeno y sus sucesores, por formar sangre que favorece el desarrollo de la melancolía. Esta carne es recomendable a las personas sanas y de constitución robusta, a los que realizan trabajos rudos, y debe ser salada adecuadamente; si se trata de carne de buey debe ser de animales que no estén cansados al ser llevados al matadero. Auban y Sabélico ponderan la carne vacuna de Portugal como la más sabrosa y de más fácil digestión. Nosotros ponderamos la nuestra, pero no es indicada para personas de complexión enjuta y en general debe ser desechada, porque, como ya suponía Galeno, sus consumidores «son fácilmente presa de la melancolía».
La carne de cerdo, aunque más nutritiva que las demás, no es aconsejable a las personas de vida tranquila y sedentaria ni a las que padecen alguna afección física o mental. Es una carne excesivamente abundante en jugos y llena de humores. Como expresa Savanarola, es nociva para personas de estómago delicado y su abuso puede producir fiebres cuartanas.
En lo que respecta a la carne de cabra, Savanarola y Bruerin condenan su uso, llamándola «carne impura». En cambio, Isaac, Bruerin y Galeno nada objetan contra la tierna carne de cabrito. La de ciervo no goza de mucho favor como alimento por su excesiva crasitud. Es de calidad ordinaria y algo semejante a la de caballo. Esta última es reprobada por Galeno, a pesar de que algunos pueblos, como los tártaros y los chinos, la emplean en su alimentación. La carne de potro se usa comúnmente como alimento en España (especialmente en la región de Málaga) y con ella son abastecidos los buques. Todas estas carnes deben ser largamente cocidas o hervidas para que puedan digerirse, lo que no siempre se consigue. La carne de venado, aunque agradable, causa la melancolía y la formación de sangre impura. Es muy estimada en Inglaterra —en cuyos cotos de caza es donde más abunda el venado— sobre todo para las fiestas solemnes. Es preferible a otras especies de caza mayor, sobre todo si ha sido bien cocida, pero generalmente produce efectos desfavorables, y de ahí su consumo limitado.
La carne de liebre, de color oscuro, predispone a la melancolía. Es de digestión pesada, durante la cual suele haber horribles pesadillas, y por eso los médicos la reprueban en forma unánime. Algunos autores, entre ellos Mizald, afirman que el comer carne de liebre hace experimentar una sensación de alegría, como expresa un epigrama de Marcial, pero esto es per accidens, pues la alegría proviene de los juegos, la buena compañía y las conversaciones entretenidas, y no cabe otra explicación. Lo dicho acerca de la liebre puede aplicarse también a la carne de conejo. Sin embargo, la de conejo nuevo o gazapo goza de general aprobación.
En síntesis, puede decirse que todas las carnes de digestión pesada producen la melancolía. Areteo aconseja que se desechen las entrañas, los sesos, las extremidades, el tuétano, la sangre, la grasa y las vísceras, aunque no son de este parecer Isaac, Magnin, Bruerin y Savanarola.
La leche, lo mismo que sus derivados (manteca, queso, cuajada, etc.), agrava la melancolía, si se exceptúa únicamente el suero, que es alimento muy sano y nutritivo, especialmente para los niños. Por alterarse rápidamente, la leche no es recomendable para los que sufren de estreñimiento o jaqueca.
En lo que se refiere a la carne de ave, debe excluirse la de todos aquellos animales que frecuentan lugares pantanosos: patos, gansos, garzas, grullas, ánades, somorgujos, lo mismo que las aves congeladas que llegan a Inglaterra procedentes de Escandinavia, Moscovia, Groenlandia, Frisia y otros países donde la nieve cubre la tierra durante unos seis meses al año. Algunas de las especies citadas son de vistoso plumaje y su carne agradable, aunque resulta poco digerible y dañosa y puede engendrar la enfermedad de que aquí se trata. Isaac hace notar que «echan a perder el estómago» (putrefaciunt stomachum). El organismo humano tolera mejor la carne de animales nuevos, a excepción del pollo de la paloma o pichón, que el autor nombrado condena en absoluto.
Rhasis y Magnin reprueban asimismo todas las especies de pescado por producir «mucha viscosidad» y ser un alimento poco nutritivo a la vez que con excesivo contenido humoral. Savanarola objeta el ser frío y húmedo; Isaac, el engendrar flema. Deben prescindir de este alimento los que ya sufren de melancolía. Algunos sólo desaprueban ciertas especies de peces de agua dulce y crustáceos, como la anguila, la tenca, la lamprea y el cangrejo (este último es aceptado por Bright), y los que se crían en aguas cenagosas y estancadas, de donde adquieren un «gusto a lodo», como expresa Francisco Bonsuet en unos versos.
Entre las hortalizas, los pepinos, calabazas, berzas y melones son objeto de desaprobación, y mucho más las coles. Causan sueños intranquilos y engendran gases que suben a la cabeza. Galeno condena la col entre todas las verduras e Isaac expresa: Animae gravitatem facit, produce pesadez en la mente. Algunos opinan que las verduras que se comen crudas, como también las ensaladas, alteran la sangre, la cual entonces causa o agrava la melancolía. Se exceptúan la lechuga y la lengua de buey o buglosa. Crato se muestra contrario al consumo de verduras o hierbas, excepto la borraja, la buglosa, el hinojo, el perejil, el eneldo, el bálsamo, y la achicoria. Magnin opina que omnes herbae simpliciter mdlae, via cibi, todas las hierbas son simplemente malas para servir de alimento. Los italianos y los españoles de nuestro tiempo suelen preparar sus comidas enteramente a base de hierbas y ensaladas. Su ingestión causa flato, por lo que no es conveniente comerlas crudas ni aun aderezadas con aceite, sino hervidas en caldo o en otra forma. Lo mismo puede decirse de las raíces y bulbos, como la cebolla, el ajo, la ascalonia o chalote, el nabo, la zanahoria, el rábano, la chirivía, que además de acumular gases en el tubo digestivo producen embotamiento de la mente, a pesar de que, como dice Bruerin, constituyen la riqueza de algunos pueblos (etsi quorundam gentium opes sint) y su único alimento.
Crato desaprueba todas las raíces, aunque algunos exceptúan las chirivías y las patatas. Magnin concuerda con Crato y afirma que «perturban la mente» (intellectum turbant), haciendo subir espesos gases a la cabeza y pueden causar la locura, especialmente los ajos y las cebollas si alguien los usa como alimento durante todo el año. Guianeri y Bruerin condenan las raíces en general como substancia alimenticia, sin exceptuar la chirivía, considerada la mejor.
En lo que toca a las frutas, Crato las prohíbe totalmente como alimento, incluyendo las peras, manzanas, ciruelas, cerezas, fresas, nueces, nísperos, etc. Se funda en que engendran malos humores (succos gignit improbos). Vilanova afirma que infectan o vician la sangre (sanguinem injiciunt), y por eso conviene ser parco en su uso. Cardan expresa que el gran número de enfermos que existe en Fezán (África) se debe a que se alimentan exclusivamente de frutas, haciendo tres comidas al día. Laurencio, en su tratado sobre la melancolía, aprueba muchas frutas que otros condenan, como las manzanas y camuesas, considerándolas buenas contra la citada enfermedad. Pero Nicolás Pisón prohíbe el consumo de frutas a los predispuestos a la melancolía y a los que ya la padecen, por ser flatulentas, a menos que se coman asadas, en escasa cantidad y como postre. Bruerin, siguiendo a Galeno, recomienda las buenas propiedades de las uvas y los higos, aunque otros no aconsejan estas frutas.
Las legumbres, como las habas, les guisantes y las algarrobas, son en general nocivas; «acumulan gases en la cabeza», dice Isaac, producen sangre negra y espesa y sueño perturbador. Por eso el consejo dado por Pitágoras a sus discípulos debe repetirse siempre a los enfermos de melancolía: Abstente de las habas y los guisantes. Sin embargo, a quienes no puedan prescindir de estas legumbres les aconsejo prepararlas conforme a las indicaciones de Arnaldo de Vilanova y Frietag.
Las especias causan la melancolía cálida y cefálica, y por eso los médicos de nuestra época las prohíben a los predispuestos a esta enfermedad. Tales son la pimienta, el jengibre, la canela, el clavo de olor o clavillo, el dátil. Puede añadirse la miel y el azúcar[9]. Algunos, como Bright, exceptúan la miel. Hay especias que tolera el organismo pero las substancias dulces se transfoman en bilis y son obstructivas. Crato, en ocasión de dar su dictamen acerca de un maestro de escuela enfermo de melancolía, considera dañosas todas las especias, que elevan la temperatura de la sangre (sanguinem adurit). Lo mismo opinan Fernelio, Guianeri y Mercurialis. Por mi parte agregaré todas las substancias agrias, azucaradas y demasiado dulces, como asimismo las grasas (por ejemplo, el aceite), el vinagre, el agraz, la mostaza, la sal. Si los alimentos dulces son obstructivos, los ácidos o picantes son corrosivos. Gómez, Codron y Lemnio recomiendan el uso de la sal en las comidas. Sin embargo, la experiencia enseña que la sal y los alimentos salados favorecen grandemente el desarrollo de la melancolía. Por esta razón, probablemente, los sacerdotes egipcios suprimieron la sal en la masa del pan, ut sine perturbatione anima esset, para evitar toda perturbación mental, como dice un autor.
Contra el pan que se hace con granos inferiores de plantas gramíneas como la avena y el centeno, y contra el muy tostado y de corteza gruesa se han hecho reparos con frecuencia por causar melancolía y flato. Juan Mayor, en el tomo primero de su Historia de Escocia, sostiene con firmeza las propiedades saludables del pan de avena, aunque se le objetó que su consumo por parte de los escoceses es prueba de escasez y pobreza, a lo cual contestó haciendo notar que los habitantes de Escocia, Gales y una tercera parte de Inglaterra usan esa clase de pan, a su juicio tan bueno y nutritivo como cualquier otro. Ello no obstante, Wecker, basado en la opinión de Galeno, lo llama «alimento caballar» y lo considera más apropiado para pollinos que para personas. Léase al propio Galeno, quien en su obra De cibis boni et mali succi discurre extensamente sobre las propiedades del trigo y del pan.
Pasemos ahora a las bebidas. Los vinos tintos, como el Moscato, el Alicante, el Malmsey, el Rumney y otros, lo mismo que las mixtelas, son perjudiciales para la salud, trátese de personas de temperamento sanguíneo o bilioso, aunque sean jóvenes, y más aún en las predispuestas a la melancolía cefálica. Durante mucho tiempo el beber vino causaba por sí solo esta enfermedad. Arculano atribuía gran importancia al vino como agente del mal, sobre todo si su uso era inmoderado. Guianeri se refiere a dos alemanes a los que había dado hospitalidad en su casa, que en el espacio de un mes contrajeron la melancolía por beber vino (ex vini patentis bibitione duo Alemani in uno mense melancholici factisunt), y no hacían más que cantar el uno y suspirar el otro. Galeno, Mathold, y especialmente Andrés Bachi han señalado los daños que produce la bebida en cuestión. No obstante lo que se ha dicho en su contra, una copa de vino es saludable para los que sufren de melancolía fría o enervante, como admite Mercurialis, aunque la cantidad indicada no debe ser excedida. La sidra, tanto de manzanas como de peras, es una bebida fría y flatulenta, por lo que debe ser desechada, y lo mismo puede decirse de las bebidas fuertes en que entran especias que producen ardor o calor interno.
La cerveza es especialmente malsana si no ha estado bien estacionada o es demasiado añeja y ácida o ha tomado el olor de la cuba en que se fermentaba. Enrique Ayrer, habiendo de dar su opinión sobre un enfermo de melancolía hipocondríaca, le prohibió el uso de la cerveza. Crato señala el inconveniente que representa el contener lúpulo, substancia ventosa, aunque probablemente se refiere sobre todo a la cerveza negra, de consumo abundante en Bohemia y en diversas regiones de Alemania. Sin embargo, otros la consideran «bebida muy sana y agradable», y el lúpulo se caracteriza por su especial virtud contra la melancolía, según reconocen nuestros herbolarios y diversos autores, entre ellos Fuchs.
El agua estancada y turbia, tal como la de los charcos, donde se crían peces, es muy insalubre, por ser pútrida y contener en gran abundancia larvas, reptiles, fango y toda clase de impurezas como resultado del calor solar y del estancamiento. Tal agua causa graves perturbaciones en el cuerpo y en la mente del hombre, no es potable ni debe emplearse en la preparación de los alimentos ni siquiera para uso externo. Ya dijo Galeno que debe tenerse la precaución de no usar el agua de los charcos, turbia y maloliente: Cavendae sunt aquae quae ex stagnis hauriuntur, et quae turbidae et male olentes… Sólo es indicada para usos domésticos, para dar de beber al ganado, bañar las caballerías, etc., o en caso de extrema necesidad.
Algunos suponen que el agua estancada, por ser «substanciosa», es la mejor para la elaboración de la cerveza y que al ser hervida se purifica, opinión sostenida por Cardan, quien dice: innoxium reddit et bene olentem (después de hervida se torna innocua y bienoliente), afirmación paradójica por cierto. La cerveza en que se emplee esa agua podrá ser más fuerte o más concentrada, pero no por eso será más salubre, como justamente observa Jobert aduciendo el testimonio de Galeno, pues con hervir el agua contaminada no se consigue purificarla. Lo mismo opinan Plinio y P. Crescendo. Pánfilo Herilach, en su obra De natura aquarum, expresa, asimismo, que el agua estancada es nociva y no debe usarse, pues ya Galeno escribió que «causa fiebres, hidropesía, pleuresía, afección biliar y ocular, melancolía, perturbaciones en todo el cuerpo y alteración del color de la piel».
Léese en diversas obras geográficas que el agua de la región de Astracán (Kusia) produce lombrices intestinales en quien la bebe. El ganado que abreva en las aguas del río Axio, llamado modernamente Verduri (Macedonia) adquiere un tinte negro en la piel; en cambio, el que abreva en las aguas del río Aleacman (actual Peleca), en Tesalia (Grecia) se vuelve de color blanco. L. Aubán Rohem atribuye los lamparones (afección escrofulosa) de los bávaros y estirios a la naturaleza de las aguas de sus respectivas regiones, y Bodin trata de explicar en forma análoga la tartamudez característica de algunas familias de Aquitania (Francia). En general los que beben agua estancada, espesa y turbia, necesariamente sufren de debilidad y alteración del color del cutis. Además, como el cuerpo influye sobre el alma, suelen ser de entendimiento torpe, con mucha nebulosidad en las ideas, espíritus melancólicos y realmente sujetos a toda clase de enfermedades.
Entre los alimentos nocivos mencionados pueden incluirse los innumerables que nos preparan los modernos cocineros: morcillas con sangre, carne cocida y adobada, asados y fritadas, salsas y condimentos, pasteles, roscas, galletas, buñuelos, empanadas; un sinnúmero de platos muy ácidos o muy dulces, confeccionados de acuerdo con las recetas del arte culinario que en determinadas épocas alcanzó un grado de refinamiento maravilloso, manifestado elocuentemente en cuchipandas y orgías. Esos manjares suelen producir humores espesos, indigestiones y obstrucción en las vías del cuerpo. Montano cita el ejemplo de un hebreo que por comer inmoderadamente salsas picantes y viandas muy saladas, que le gustaban sobremanera, enfermó gravemente de melancolía. Tales casos son bien conocidos y comunes.
La salud puede ser dañada por los alimentos, más aún por su cantidad inmoderada y por su ingestión a deshora que por su calidad intrínseca o substancia misma. Por causar la gula tantas muertes, los antiguos la calificaban de «homicida» y «devoradora de todas las cosas» (omnivorantia). Plinio expresó con razón que «una comida sencilla y frugal es la más saludable (homini cibus utilissimus simplex), el ingerir manjares en gran cantidad es malo y el usar condimentos es aún peor; muchos platos distintos causan muchas enfermedades». Avicena hace oír también su lamentación en el mismo sentido. «Nada daña tanto el organismo —dice— como el ingerir muchos manjares o prolongar excesivamente el tiempo destinado a las comidas. Éste es el origen de nuestras enfermedades, debido a que se producen humores contrarios o incompatibles entre sí». De ahí provienen —observa Fernelio— indigestiones, flato, opilaciones u obstrucciones, cacoquimia, plétora, caquexia, digestiones lentas (bradipepsias) y aun muertes súbitas. Así como la lámpara arde mal si se la llena totalmente de aceite o un fuego débil se apaga del todo si se le echa agua, así también el calor natural de nuestro cuerpo se extingue si el comer se convierte en desordenada glotonería. De aquí la frase: Pernitiosa sentina est abdomen insaturabile, el estómago insaciable es lo mismo que una sentina o albañal, y origen de todas las enfermedades, tanto físicas como mentales. Mercurialis pretende que el exceso en el comer es la causa típica de la melancolía: Nimia repletio ciborum facit melancholicum. Solenander refuerza esta tesis con el ejemplo de un sujeto melancólico aficionado a comidas abundantes e intempestivas. ¿Pero a qué aducir mayores pruebas? Recuérdese lo que dice Hipócrates en el décimo de sus Aforismos: «El organismo lleno de impurezas más se estraga cuanto más alimentos recibe, pues los malos humores los corrompen». A pesar de todo el daño que causan el empacho y la embriaguez, la humanidad ha rendido en todos los tiempos un culto desenfrenado a los placeres de la mesa. Leed al respecto la gran obra De Antiquorum Conviviis, por Juan Stuck. De Epicuro, Fagos, Apecio, Heliogábalo, etc., se podría decir: Qui dum invitant ad coenam efferunt ad sepulchrum, los que nos invitan a cenar nos arrastran hacia la sepultura.
Llama también la atención el costo de las buenas comidas: es cosa corriente pagar veinte o treinta libras por un plato y a veces mil coronas por un almuerzo o una cena. Muley-Hamid, sultán de Marruecos, gastaba tres libras sólo en la salsa de un pollo asado, lo que nada significa en nuestra época, porque nos hemos acostumbrado a menospreciar todo plato económico. Séneca decía que algunas personas no sienten aprecio por la luz natural, el calor del sol y el viento fresco porque son cosas que todos recibimos de balde, y añadía: Nihil placet nisi quod carum est, sólo gusta lo que es caro. Y si hay cosa en que ponemos a contribución todo nuestro ingenio, es, sin duda, en el buen comer. Saber dar gusto al paladar y al estómago es toda una ciencia que requiere largos estudios. «En la antigüedad —comenta Livy— el cocinero era un sujeto de baja ralea, un pícaro o un bribón; hoy día, en cambio, es una persona que goza de general estima. El cocinar se ha convertido en un arte o más bien en una noble ciencia, y los cocineros en unos señores respetables…» Agripa decía de ciertos holgazanes de su tiempo: «Esos tienen el cerebro en sus vientres y los intestinos en sus molleras». Quien come sin medida labra su propia destrucción y podría decirse que camina sobre el filo de una espada. Usque dum rumpantur comedunt, comen hasta que estallan… Amenazados por graves enfermedades, comen hasta vomitar, o como dice Séneca, edunt ut vomant, vomunt ut edant (comen para luego vomitar y vomitan para poder seguir comiendo). Tal fue el caso del emperador romano Vitelio, según refiere Dion. De esos grandes comilones o tragaldabas ha expresado un autor que «el mundo todo parece insuficiente para colmar su estómago y satisfacer su apetito». Un ejemplo típico de gran bebedor es el famoso romano Ofelio Bíbulo, qui dum vixit, aut bibit aut minxit, que mientras vivió no hizo más que beber o desbeber…
Ya los antiguos se lamentaban de que por una perversión de las costumbres, el hombre que no gusta de la bebida, el abstemio, es considerado como un afeminado que hace un papel deslucido en las reuniones mundanas. Muchos hallan su mayor placer —dice Plinio— en echarse al coleto copa tras copa, rodeados de amigos en las tabernas, aserto que también podría aplicarse a los rusos y a los turcos de nuestra época. Su régimen de vida consiste en trabajar duramente todo el día y beber durante la noche, gastando cuanto ganan, añade San Ambrosio. Séneca decía de algunos sujetos de su tiempo que convertían la noche en día y viceversa, yendo a dormir cuando los demás se levantan, semejantes a nuestros antípodas. De Esnimdiris, un gran sibarita, se dice que en veinte años sólo una vez vio salir y ponerse el sol.
Se han dictado leyes para reprimir la embriaguez, pero no pocos se jactan de infringirlas. Y no faltan quienes defienden el derecho a beber desmedidamente, como el Luciano de Rabelais, en cuyo concepto la borrachera era más sana para el cuerpo que la medicina, porque «hay más beodos viejos que médicos viejos». Argumentos inconsistentes y pueriles como éste se han aducido para justificar y fomentar el vicio de la bebida. Así se dice, verbigracia, que nada es mejor para sellar la amistad que el beber en compañía. Es lo que debieron pensar, sin duda, Alcibíades en la antigua Grecia, Nerón y Heliogábalo en Roma. Aun en nuestro tiempo grandes personajes permanecen fieles a ese culto báquico. Como dice cierto poeta antiguo, cuando un príncipe empina el codo más de la cuenta hasta ver las cosas dobles, todos lo aplauden y suenan las trompetas, pífanos y tambores.
Los alemanes convidan con bebidas y bocadillos a toda persona que se presenta en sus casas, y el rechazarlos se interpreta como grave ofensa. «Quien se rehúsa a beber con un campesino de Sajonia (Alemania) —dice Munster— se convierte en enemigo mortal». Así también en Polonia, según Alejandro Gaguin, es considerado como el mejor servidor el que, bebe más copiosamente a la salud de su amo y señor, lo que no pocas veces le vale premios y mejoras de sueldo. Este hábito altera con frecuencia y prematuramente la buena constitución del organismo, impide el normal desarrollo de la inteligencia y hace degenerar al bebedor en un ser irracional.
Algunos incurren en el extremo contrario, es decir, pecan por defecto, ingiriendo alimentos escasos y en cantidad siempre igual, de acuerdo con un horario rígido según prescribe la «medicina estática» y ordena Lessio: por la mañana, alguna bebida y en el resto del día, caldo de gallina, un pollo o conejo, chuleta de carnero, ala de capón, pechuga de gallina, compota de ciruelas, etc. Aun para las personas de salud perfecta tal régimen sin variación alguna no es recomendable y puede calificarse de absurdo. Otros dañan su salud con ayunos prolongados y frecuentes, y aun pasan noches en vigilia, como muchos moros y turcos de nuestra época. Guianeri afirma haber conocido ermitaños y monjes que por observar ayunos excesivos en algunos casos perdieron la razón. A tales personas se refiere probablemente Hipócrates en uno de sus Aforismos cuando expresa: «Más daña la alimentación insuficiente que la abundante».
Dado que ninguna regla puede considerarse absoluta, las observaciones anteriormente expuestas sobre los daños que causan ciertos alimentos admiten algunas excepciones, pues esos daños pueden ser atemperados algún tanto por la costumbre, conforme al siguiente principio de Hipócrates: «Las cosas o prácticas a que nos hemos acostumbrado largamente, aunque sean perniciosas por su propia índole, causan menos daño por esa circunstancia». Se ha dicho no sin razón que implica una verdadera tiranía el ajustar todos los actos de la vida a las prescripciones de la medicina. De aquí la frase: Qui medice vivit, misere vivit (quien vive esclavo de los mandamientos de la medicina, vive desdichadamente).
Sabido es que la costumbre tiene tal poder que llega a modificar la idiosincrasia o naturaleza del individuo, y por eso ciertos alimentos nocivos, aun tomados fuera de tiempo, no causan a veces los trastornos que hubiera podido esperarse. Hemos dicho que la sidra es una bebida ventosa, como son las frutas en general; sin embargo, en algunas regiones de Inglaterra y Francia (especialmente en Normandía) y en Guipúzcoa (España) es una bebida corriente y no se sabe que produzca daño o malestar. En España, Italia y África, muchos se alimentan principalmente de raíces, verduras crudas y leche de camello y no padecen mal alguno, según es notorio, lo que no le ocurriría al extranjero que adoptara su régimen dietético.
Las gentes de los países nórdicos comen abundantemente, mientras que las de los países cálidos se satisfacen con raciones mucho más escasas. Con todo, unas y otras sienten análogo bienestar y plenitud física por la sencilla razón de que obedecen a sus respectivos hábitos. En tiempos pasados un etíope vio con asombro a un europeo comer pan, y le observó que no alcanzaba a comprender cómo era posible comer «aquello».
Muy grandes son por cierto las diferencias entre los regímenes alimenticios de los distintos pueblos, y un autor ha podido decir que lo que para unos es manjar apetecible, sabe a cicuta, acónito o eléboro para el paladar de otros. En la China actual las clases populares no consumen otros alimentos que verduras y raíces; los ricos se permiten el lujo de comer carne de caballo, pollino, mula, perro, gato y otros manjares por el estilo, según dice el padre jesuita M. Ricci, que residió muchos años en aquel país.
Los tártaros comen carne cruda, comúnmente de caballo y beben leche y sangre, como los pueblos nómadas antiguos. En cambio, se burlan de los que comen pan, pues lo consideran «alimento para caballos» e impropio para personas. Escalígero tiene a los tártaros por «gente fuerte y de mucho ingenio» y dice que entre ellos los casos de longevidad son frecuentes, ya que muchos alcanzan los cien años de edad.
En Escandinavia y en las islas Shetland la base de la alimentación la constituye el pescado seco; en Islandia, la manteca, el queso y el pescado, como dice Dithmar Blesken. En muchas regiones de América los alimentos básicos son el palmito[10], la piña, la patata, etc. Los habitantes del mismo Continente están acostumbrados a beber agua de mar —junto con su sal— que no les causa daño (aquam marinam bihere, sueti absque noxa), según se lee en una Descripción de las Indias; y a comer carne cruda y hierbas, que devoran con fruición. Algunos pueblos comen serpientes y arañas y los indios patagones gustan de la carne humana, ya cruda, ya asada, que también saboreó el emperador Moctezuma. En ciertas comarcas ribereñas los cocoteros proporcionan alimento sólido y líquido, como también fuego, leña y vestido. De los cocos se obtiene aceite y sus hojas sirven para techar las chozas de los indígenas. Éstos andan desnudos, se alimentan de substancias ordinarias, que nuestros médicos considerarían nocivas, y, no obstante, alcanzan con mucha frecuencia a vivir cien años.
Los habitantes de Westfalia gustan especialmente de los alimentos grasos y los embutidos; su plato típico es el jarrete de ternero cocido, al que llaman «cerebro de Júpiter». En Italia se sirven ranas y caracoles en las fondas. Los turcos prefieren los alimentos fritos, y los rusos hacen abundante consumo de ajos y cebollas condimentados con salsa, su alimento corriente, que no sería tolerado por otros si no se ha formado previamente el hábito a que antes me referí.
Los hombres de campo suelen comer tocino de mucha grosura, viandas muy saladas y queso de mala calidad; no usan sino pan muy ordinario y casi siempre realizan faenas pesadas y se acuestan a dormir con el estómago lleno, prácticas todas contrarias a las prescripciones de la medicina, pero que en ellos ha llegado a ser costumbre inveterada. Si lo mismo hicieren personas de constitución delicada, no es exagerado decir que les sería fatal en algunos casos.
Los viajeros comprueban que cuando se encuentran en países distantes y prueban nuevos alimentos experimentan frecuentemente graves malestares de manera súbita. Así los holandeses e ingleses que llegan a las costas de África o de América y sus islas sufren ordinariamente de calenturas, flujos y muchos otros trastornos, cuya causa no es otra que la calidad de los alimentos regionales. Por eso ha dicho Bruerin: Peregrina, etsi suavia, solent vescentibus perturbationes insignes adferre (los alimentos nuevos o extraños, aunque sean apetitosos, pueden causar graves alteraciones orgánicas).
Mitrídates bebía veneno sin sentir molestia alguna, como resultado de un hábito largamente arraigado, que Plinio menciona como hecho maravilloso. Igualmente Curtius se refiere a una doncella, enviada por el rey Poro al gran conquistador Alejandro de Macedonia, la cual se había acostumbrado a ingerir dosis de veneno desde su más tierna infancia. Los turcos —dice Belloni— beben opio en cantidades mucho mayores que la suficiente para causar la muerte de cualquier otro europeo. Teofrasto habla de un pastor que usaba eléboro en sus comidas, y muchos ejemplos análogos podrían aducirse. Por eso Cardan, basándose en Galeno, llega a la conclusión de que «cada cual debe obedecer sus propios hábitos, a menos que sean manifiestamente perniciosos»: Consuetudinem utcumque ferendam, nisi valde malam. Esta opinión es también la de Hipócrates, lo que significa que en materia de mantenimientos, baños, ejercicios, etc., cada persona debe seguir fielmente sus costumbres.
Otra circunstancia que hace más o menos aptas y digeribles las substancias alimenticias es el mayor o menor gusto con que las comemos. Dice Fuchs a este respecto: «El estómago digiere más fácilmente los alimentos que más nos gustan, los que despiertan en nosotros más vivo apetito, y en cambio “se resiste” a los que comemos sin gana»: qui displicent (cibi) aversatur. Es el mismo criterio de Hipócrates, expuesto en uno de sus Aforismos.
Hay quienes sienten repugnancia por el queso o por el guiso de pato, mientras que a otros se les hace agua la boca a la sola vista de esos alimentos. Finalmente, influye también como circunstancia importante el grado de apetito que se tenga y la vida de abundancia o de penuria que se lleve en lo tocante al comer, por aquello de que «a buen hambre no hay pan duro». En efecto, el hambre obliga muchas veces a ingerir con avidez alimentos que en otra ocasión no hubieran podido aceptarse por despertar aversión, como ciertas bebidas que se sirven en los buques de pasajeros o como ocurre en tiempo de asedio a ciudades; entonces se aprovecha todo bicho viviente: perros, gatos, ratas, etc. y hasta se registran a veces actos de antropofagia.
Las circunstancias expuestas modifican o invalidan totalmente lo que se ha dicho acerca de los alimentos que causan melancolía y explican que sus efectos sean menos desfavorables. Si se trata de personas más o menos pudientes que pueden escoger los alimentos a su albedrío, deben prescindir de los que pueden ser causa de melancolía, aunque les gusten, si es que aprecian su salud. Si por el contrario son desordenadas en el comer, se exponen a un grave peligro. Qui monet amat, Ave et cave, decían los latinos: «Quien te aconseja, bien te quiere; que sigas bueno y cuida de tu salud».
EL AIRE VICIADO. El aire que aspiramos en la función respiratoria es una de las causas importantes entre las que determinan la melancolía y otras enfermedades. «Si es impuro, dice Paulus, abate el ánimo y causa enfermedades por afectar el corazón». En forma más o menos análoga se expresan al respecto Avicena, Mercurialis, Montalto y otros tratadistas. Según Fernelio, «el aire demasiado denso espesa la sangre y los humores». Lemnio expresa que las dos cosas más necesarias para el organismo y que a la vez pueden resultar las más nocivas, son el aire y la alimentación. Por su parte, Jobert sostiene que la causa directa del «humor melancólico» reside en la atmósfera que nos rodea y que respiramos.
Un autor expresa: «Qualis aer, talis spiritus, según sea el aire, así será nuestro espíritu, y según sea nuestro espíritu —añade— así serán nuestros humores». Como hace notar Montalto, produce efectos nocivos el aire cálido y seco, lo mismo que el frío, el muy denso y el tempestuoso. Bodin, en su Método histórico[11], sostiene la tesis de que los habitantes de los países cálidos son los más afectados por la melancolía, «lo que explica —dice— que haya tantos dementes en España, África y Asia Menor, en cuyas principales ciudades ha habido que construir numerosas casas de salud para su internación». Confirman esta aseveración León Afer, Ortelio y Zuinger, quienes añaden: «Esos enfermos son comúnmente de carácter tan irritable que casi no llegan a decir cuatro palabras sin proferir injurias en su conversación cotidiana y con frecuencia arman escándalos callejeros».
Aunque ya hemos dicho que la melancolía se da con mayor frecuencia en los países de clima caluroso —lo cual todos deben tener muy en cuenta, advierte Gordon— existen excepciones, pues Acosta observa con razón que en las regiones situadas inmediatamente al sur del Ecuador el clima es benigno, el aire saludable y las condiciones naturales verdaderamente paradisíacas. El aserto es válido, empero, para los países y regiones de calor excesivo e insoportable, como Chipre, isla de Malta, Apulia (Italia) y Palestina, si nos atenemos a lo que consignan diversos autores. Allí disminuye el caudal de los ríos o se secan, el aire forma tolvaneras y produce erupciones cutáneas y el sol calcina la tierra, hecho un horno. Muchos peregrinos que en cumplimiento de sus votos van descalzos de Jaffa a Jerusalén, sobre arena quemante, con frecuencia son víctimas de la demencia, y en diversas comarcas de África, Arabia desierta y Bactriana (llamada modernamente Khorasán), los médanos suelen cubrir por completo a los viandantes cuando sopla viento del oeste, y muchos hallan la muerte.
Hércules de Sajonia, profesor que desempeñaba su cátedra en Venecia, dice que muchas mujeres de aquella ciudad contraen la melancolía por permanecer demasiado tiempo bajo la acción de los rayos solares, quod diu sub sole degant. También Montano se refiere a un paciente suyo que enloqueció por efectos del calor y del frío excesivos: quod tam multum exposuit se colori et frigori. Por esta razón, en la ciudad de Venecia, en los días estivales, transita poquísima gente al mediodía por las calles, pavimentadas con ladrillos, y casi todos los habitantes descansan o duermen la siesta entonces. Lo mismo se observa en el Imperio del Gran Mogol y en las Indias Orientales. En Adén (Arabia), según refiere Luis Vertomann en su libro de viaje, todas las ventas y operaciones comerciales se efectúan de noche, debido al sofocante calor diurno. Cerca del golfo Pérsico y el estrecho de Ormuz se ve en verano el extraño espectáculo de gentes que inclinadas hasta casi tocar el suelo con la boca, como el ganado en los pastizales, se pasan largas horas con la parte inferior del rostro sumergida en agua fresca.
En Braga (Portugal), Burgos (España), Mesina (Italia), las calles son casi todas muy estrechas, lo que no reconoce otra razón que el propósito de hacer menos sensible durante el estío el fuego de los rayos del sol. Los turcos usan grandes turbantes ad fugandos solis radios, para desviar o refractar esos rayos. Los ingleses que residen en la isla de Java, dedicados a tareas comerciales, deben luchar con el inconveniente de las altas temperaturas en verano, que es cuando allí los enfermos de mal gálico comúnmente toman baños de sol para cicatrizar sus pústulas o bubas. He leído que los anglosajones residentes en las islas de Cabo Verde, situadas a 14 grados al norte del Ecuador, se lamentan del clima de aquel archipiélago, que es considerado como el más insalubre de la tierra, debido a la disentería, fiebres, delirio furioso y calenturas que atacan, sobre todo a los marinos (según dice Richard Hawkins) y cuya causa es el aire contaminado por el calor excesivo. Aun las personas más robustas sienten profundamente sus desagradables efectos y los curtidos labradores tampoco lo soportan, como expresa Constantino en su obra sobre la agricultura. Ni siquiera los naturales de las regiones muy cálidas resisten siempre el calor intenso, como hace notar Niger a propósito de la comarca de Mesopotamia llamada modernamente Diarbecha, donde suelen encontrarse campesinos muertos, junto con su ganado, por efecto de las temperaturas extraordinariamente elevadas. Adricomio dice que en la Arabia Feliz el aire causa graves malestares mentales debido a la mirra, incienso y otros vegetales resinosos que allí crecen en abundancia, cuyos efectos no pueden soportar ni los propios naturales y mucho menos, por supuesto, los extranjeros y las personas enfermizas.
Amado Lusitano refiere que una niña de trece años lavóse la cabeza un caluroso día de julio y luego se puso al sol para secarse el cabello. Éste se volvió amarillento y como continuara mucho tiempo al sol, el pelo empezó a arder y la muchacha enloqueció: quum ad solis radios in leqne longam moram traheret, ut capillos flavos redderet, in manian incidit.
También es malo el extremo contrario, es decir, el aire frío, sobre todo, si además de frío, es seco, como expresa Montalto. Los habitantes de los países nórdicos son por tal causa generalmente de entendimiento obtuso y muchos de ellos víctimas de hechizos o artes maléficas (como ya expresé anteriormente), lo que Saxo el Gramático, Olaus y Bautista Porta consideran como causa de melancolía. A esta enfermedad (me refiero a la melancolía natural) están mayormente sujetos los habitantes de las regiones frías y secas, por lo cual, tal vez, M. Británico afirma que son melancólicos casi todos los que viven en las regiones circumpolares.
Peor es aún la atmósfera densa, pesada y brumosa, propia de los lugares pantanosos o donde existen muladares, charcos, albañales, esqueletos o carroña enterrados y se respiran olores nauseabundos. Galeno, Avicena, Mercurialis y todos los médicos en general, tanto antiguos como modernos, consideran que tales aires son insalubres y causan la melancolía y muchas otras enfermedades. Como lugares o comarcas de atmósfera malsana son tenidos justamente Alejandreta, ciudad y puerto del Mediterráneo, en Siria; San Juan de Ulloa, en Nueva España (México), Durazzo (Albania), Lituania, las lagunas Pontinas, los alrededores de Pisa, Ferrara y otras ciudades de Italia; Romney Marsh, los pantanos de Lincolnshire (Inglaterra), etc. Desde este punto de vista Cardan halla motivo para expresarse desfavorablemente de ricas y populosas ciudades situadas en lugares bajos, como Brujas, Gante, Amsterdam, Leyden, Utrecht, etc., cuya atmósfera es malsana, y lo mismo cabe decir de Estocolmo, Reggio (Italia), Salisbury, Hull y Lynn (Gran Bretaña), ciudades algunas de las cuales ofrecen ventajas para la navegación o se distinguen por sus modernas fortificaciones o por otros motivos, pero cuyo aire es insalubre.
Casi todas las ciudades modernas están edificadas al estilo de la antigua Roma, que comenzando en las colinas descendía hasta el valle. Preferible es que la ciudad ocupe enteramente una extensión llana, especialmente en la proximidad de un río. Leandro Alberto aduce poderosas razones en favor del aire y la situación de Venecia, a pesar de que allí es frecuente recoger agua con abundante proporción de fango. El mismo autor pretende que el mar, el calor y el vapor modifican favorablemente la atmósfera. Algunos sostienen que el aire denso y brumoso «despierta la memoria», y citan como ejemplo la ciudad italiana de Pisa. En Inglaterra, Cambden ponderaba mucho los aires de Cambridge precisamente por hallarse esa ciudad cerca de lugares pantanosos. En esto seguía la opinión de Platón. Tenga razón o no, ¿cómo justificar en cambio que en determinados lugares de atmósfera sana y deliciosa, donde la naturaleza brinda todos sus dones, la gente sienta ahogo y sofocación debido a su propio desaseo y a sus costumbres antihigiénicas? Así, muchas ciudades de Turquía gozan de una reputación nada envidiable desde este punto de vista: hasta en Constantinopla es común encontrar inmundicia y carroña en las calles.
El aire pesado y ventoso, además de ser impuro y dañino, produce un ambiente de tristeza, según ocurre comúnmente en Inglaterra, cuyo cielo Polydoro calificaba de «sucio». «En los países de cielo comúnmente nublado —dice Lemnio— los habitantes tienen un aspecto sombrío o más bien tétrico y se muestran malhumorados. Si en un día apacible y luminoso sopla viento del Oeste, se siente la mente despejada y un general bienestar; hombres y animales se sienten como reanimados, pero si el viento es tormentoso y cargado de brumas, las personas tienen un aspecto triste, denotan torpeza y pesadez en sus movimientos y gran abatimiento; se muestran irritadas sin motivo aparente y las invade la melancolía». Lo mismo expresa Virgilio en unos versos donde se refiere a la influencia del tiempo en nuestros estados de ánimo. En efecto, ¿quién puede permanecer ajeno al influjo de tales o cuales conjunciones de planetas, del mal tiempo en general y de los días tempestuosos, causa de pesadez y enervamiento?
De las estaciones del año, la más desfavorable es el invierno, cuando la atmósfera modifica más o menos sensiblemente el carácter de cada cual, especialmente de los que sufren de melancolía o están sujetos a esta enfermedad. Tal es lo que sostiene Lemnio, quien añade: «El aire invernal influye de tal manera en las personas que las medio desequilibradas desvarían del todo ante una tempestad o en el curso de ella». Por lo demás, el demonio aprovecha muchas veces la oportunidad de una tormenta y cuando los humores del cuerpo están alterados por el aire, aquél empeora el estado del organismo, agita nuestro espíritu y trastorna nuestras mentes; cual las olas que el mar embravece y hace entrechocarse, el espíritu y los humores son sacudidos dentro del cuerpo cuando soplan vientos tempestuosos o se desencadena un temporal.
Montano aconseja a los que sufren de melancolía causada por tempestades que eviten salir de sus casas en tal tiempo y reserven sus paseos para los días agradables. Lemnio considera malos los vientos que soplan del Sur y el Este, así como buenos los del Norte. Según Montano, el aire nocturno es denso y causa molestias, por lo que «constituye una costumbre poco recomendable abrir de noche las ventanas». Además, tiene por malsanos los vientos del Sur, en lo cual coincide con Plutarco. El aire nocturno y la oscuridad son causa de tristeza en las personas, del mismo modo que el ambiente de las bóvedas subterráneas y de las viviendas oscuras situadas en cuevas o rocas y en lugares desiertos origina la melancolía de manera súbita, especialmente en los no acostumbrados a dicho ambiente.
LOS EJERCICIOS INMODERADOS, LA SOLEDAD Y EL OCIO COMO CAUSAS DE LA MELANCOLÍA. Ninguna actividad es provechosa si se llega a extremos abusivos. Nada es mejor para la conservación de la salud que el ejercicio físico, pero también nada es más perjudicial para el cuerpo que ese mismo ejercicio practicado de manera inoportuna, violenta o excesiva.
Fernelio, siguiendo a Galeno, dice que «el exceso de ejercicio produce cansancio muscular y agotamiento espiritual, sustrayendo al cuerpo gran parte de su calor; por esa causa, además, los malos humores, en lugar de ser expelidos, son violentamente agitados y producen cólera o furor, lo que a su vez trastorna el cuerpo y la mente».
Nótese el grave peligro que significa practicar algún ejercicio inmediatamente después de comer, con el estómago lleno, o cuando el cuerpo contiene humores malignos en abundancia, lo que tanto condena Fuchs, quien dice que la frecuencia con que los escolares alemanes sufren de llagas escabiosas se debe a su perniciosa costumbre de practicar gimnasia apenas acaban de comer.
Bayer señala el peligro que entraña el ejercicio realizado en tales condiciones, pues «él descompone los alimentos en el estómago y transporta por todo el cuerpo su sustancia indigesta hasta introducirla en las venas (como hace notar Lemnio); sustancia que altera y mezcla los fluidos orgánicos». Mercurialis, Arculano y muchos otros consideran a los ejercicios inmoderados como la causa más poderosa de la melancolía.
Lo opuesto al ejercicio es la ociosidad (blasón de la clase noble), que implica su ausencia y es la ruina del cuerpo y de la mente, madre de la maldad, perturbación de la disciplina, causa principal de todo malestar y uno de los siete pecados capitales. La ociosidad causa por sí sola la melancolía y muchas otras enfermedades. Gualter la denomina, expresivamente, «la almohada del diablo», y añade: «Como la mente no puede permanecer ociosa, sino que continuamente se concentra ora en un pensamiento, ora en otro, lleva inevitablemente a la melancolía, a menos que esos pensamientos se refieran a ocupaciones dignas y nobles» (nisi honesto aliquo negotio).
Así como el ejercicio excesivo y violento produce serios trastornos —dice Crato— así también una vida ociosa causa males, aunque de naturaleza distinta: llena el cuerpo de flema (animal pituitosum reddit); engendra abundantes humores y toda clase de obstrucciones, reuma, catarro, etc. A juicio de Rhasis, la inactividad habitual es la causa más importante de la melancolía. Montalto afirma haber comprobado por propia experiencia que los sujetos ociosos revelan mayor predisposición hacia la melancolía que los que ejercen un oficio o se ocupan en algún negocio.
Plutarco consideraba la ociosidad como causa suficiente, por sí sola de los males del espíritu, según lo prueban estas palabras suyas: «Hay quienes tienen perturbada la mente, lo que no reconoce otra causa que ésta» (el ocio crónico). Homero, en la Ilíada, presenta al gran héroe Aquiles víctima de profundos remordimientos cuando se veía condenado a una inactividad forzosa y no se le presentaba ocasión de librar combate. Mercurialis, hablando de un hombre joven, enfermo de melancolía, dice que contrajo este mal «por ser un holgazán».
En verdad, es el ocio continuado lo que causa tal afección con más rapidez y con mayor frecuencia; afección típica y compañera inseparable de todos los sujetos que llevan una vida fácil, sin preocupaciones y sin tener en qué ocuparse o que están ocupados sólo en raras ocasiones. Y aunque ellos mismos suelen saber que su mal reconoce por causa la pereza, por lo común no tratan de hallar alguna ocupación, pues no «soportan» el trabajo, aunque éste les sea necesario y aun cuando se trate de tareas tan sencillas como vestirse o escribir una carta. A esta clase de individuos pertenece el que en invierno, al sentirse yerto de frío, se pasa las horas sentado, dando diente con diente, en vez de hacer algún ejercicio o movimiento que le sería de tanto provecho y reanimaría su cuerpo entumecido. En tales sujetos la melancolía hace fácilmente presa y se convierte en cruel tormento. Sus efectos son aún más graves si se trata de personas acostumbradas a una actividad intensa, de carácter profesional, que de pronto deben adaptarse a una existencia sedentaria; ésta atormenta su espíritu y contraen inmediatamente la melancolía.
Mientras están dedicados a alguna tarea y permanecen activos, conversan de negocios, practican un deporte o se entregan a un esparcimiento, experimentan un bienestar real, pero en cuanto se encuentran solos o inactivos, la melancolía hace sentir sus efectos. Un día (y a veces una hora) de soledad puede causarles más daño que el beneficio reportado por toda una semana de trabajo manual. La melancolía consecutiva a la soledad se convierte en una verdadera tortura, a tal punto que el sabio Séneca bien pudo decir: Malo mihi mole quam mollitur esse, «preferiría estar enfermo antes que verme condenado al ocio». Tal estado afecta tanto al cuerpo como a la mente. En el primer caso, o sea la inactividad corporal, se trata de una simple especie de pereza enervante, por interrupción de todo ejercicio físico. Esta pereza, si hemos de creer a Fernelio, «causa indigestiones, obstrucción, exceso de humores nocivos, disminuye el calor natural del cuerpo y trueca en tristeza la alegría del vivir, haciendo al sujeto torpe para cualquier tarea».
Algo semejante ocurre en el reino animal: el caballo que permanece en el establo sin trabajar o el halcón aprisionado que tiene pocas ocasiones de volar, suelen contraer enfermedades. En cambio, cuando viven en libertad están mucho menos expuestos a ellas.
La ociosidad de la mente es considerablemente peor que la del cuerpo. Constituye una verdadera enfermedad, o como dice Galeno, «un azote del espíritu»: Maximum animi nocumentum. Séneca compara los «malos pensamientos» del holgazán con las lombrices que se crían en las aguas estancadas y pútridas (in stagno generantur vermes…). Podría decirse que el organismo del holgazán es como un país desgarrado por luchas civiles: así también se mortifica a sí mismo con preocupaciones, disgustos, temores infundados y suspicacias, sin hallar jamás reposo.
Hasta me atreveré a decir que el hombre o la mujer de vida ociosa, sea cual fuere su condición y aunque disfruten de las mayores riquezas y posean cuanto puedan apetecer, no estarán jamás satisfechos ni conocerán la felicidad. Por el contrario, se sentirán aquejados de un malestar general, tanto físico como espiritual, que se manifiesta en forma de fastidio o aburrimiento, desasosiego, ganas de llorar, suspiros, etc. Tales personas se enfadan y riñen por el motivo más fútil, se desean a sí mismas la muerte o dan en alguna manía extravagante. Ésta es la verdadera causa de que la enfermedad que nos ocupa tenga tantas víctimas entre las personas de alta posición social, damas y caballeros, en el medio rural y en las ciudades, pues la ociosidad es el aditamento obligado de la nobleza. Estas personas consideran el trabajo como una desgracia y pasan sus días dedicadas a diversos deportes y esparcimientos, queriendo alejar así todo pesar y toda preocupación. No tienen vocación por ninguna actividad y son amigos del buen comer, de darse buena vida, que, de acuerdo con su criterio, significa evitar la acción y rehuir los cargos o empleos, pues ya he dicho que el trabajo es algo que «se les resiste».
Pero de este modo, además de padecer acumulación de humores y dispepsias, las preocupaciones que tratan de evitar las atenacean, se tornan tristes y recelosas, temen contraer determinadas enfermedades, su carácter se torna huraño e intratable, tienen accesos de cólera y excesiva propensión al llanto. ¡A cuántas cosas absurdas lleva el ocio y cuántas perturbaciones causa! Dícese en el Éxodo (segundo libro del Pentateuco) que cuando los israelitas de Egipto se quejaron contra Faraón, éste ordenó a sus funcionarios que duplicasen su trabajo y aquéllos debieron fabricar los ladrillos que emplearon en las construcciones, atribuyéndose esa revuelta a que la escasa actividad había alterado el carácter de los judíos.
La mejor forma de curar o corregir a los que se muestran siempre descontentos, afligidos, se lamentan demasiado, viven continuamente atemorizados, etc., es proporcionarles alguna ocupación, alguna tarea que los absorba mentalmente. El sujeto ocioso —como observa Agellius— no sabe en qué emplear el tiempo y acaba por sentir mayores preocupaciones y angustias que si estuviese engolfado en negocios complejos; más aun, como añade aquel autor, Otiosus animus nescit quid volet, el ocioso no sabe lo que quiere. En efecto, todo lo aburre o le disgusta, incluso su propia existencia y está siempre como ausente de sí mismo.
Compañera asidua del ocio es la soledad excesiva, nimia solitudo, que debe considerarse como causa concomitante y como síntoma del mal en cuestión, según el testimonio general de los médicos. El hábito de la soledad puede ser impuesto por el régimen de vida, o bien voluntario. Lo primero se observa comúnmente en los estudiantes, monjes y anacoretas, que por la índole de su actividad o por obedecer a la regla de su comunidad deben rehuir el trato social y llevar una vida recoleta en sus celdas. Tales son los cartujos, que no comen carne (les está vedado), hacen un culto del silencio y no abandonan nunca el convento.
Muchos señores ingleses viven recluidos como en una prisión y en sus residencias solitarias suelen recibir como huésped a todo el que llega o conversan con sus sirvientes o peones, a pesar de la inferioridad de clase y la diferencia de intereses. Otros, para huir de la soledad, pasan el tiempo en las tabernas con compañeros corrompidos, entregándose a placeres viciosos y a una vida disoluta. No faltan quienes llevan una vida apartada por carecer de medios materiales para poder alternar dignamente con sus semejantes, o por temor profundo a contraer alguna enfermedad o padecer algún infortunio, cuando no por su timidez, rudeza, ignorancia o apocamiento para tratar con la gente.
La soledad impuesta o coactiva produce sus efectos más pronto en los acostumbrados a la alegría, a los esparcimientos sanos y a la buena compañía, en familias numerosas o ciudades de crecida población, y que súbitamente deben aislarse del mundo y ven restringida su libertad. La soledad engendra entonces el tedio y es causa directa de serias perturbaciones.
El apartamiento voluntario del trato social es característico de la melancolía y hace asemejar al sujeto a una esfinge, a un ser que vive fuera de la realidad.
La soledad —a la que Pisón considera causa primaria del mal— suele ser agradable al principio a los melancólicos: les gusta pasarse el día entero tendidos en el lecho, convertirse en custodios permanentes de sus viviendas, pasear en lugares solitarios, especialmente entre pintorescas alamedas, por bosques o a orillas de un arroyuelo y meditar sobre cosas placenteras o predilectas. Pero quien esto hace acentúa su melancolía, cuanto más construye castillos en el aire o cree representar un drama o siquiera ser un simple espectador.
El misántropo es invenciblemente inclinado a la vigilia y a las meditaciones fantásticas, llenas de desvarío, de las cuales quisiera librarse y que impiden sus actividades normales aunque esas meditaciones se refieran a cosas agradables. Ellas ocasionan un estado de angustia y lo impulsan a la melancolía, hasta que de pronto tales sensaciones cambian y el sujeto se acostumbra a esas vanas meditaciones y a los lugares solitarios, aun cuando ocupen sus pensamientos objetos poco agradables. Pero luego el mal infernal de la melancolía hace presa en él y despierta en su espíritu visiones lúgubres o terroríficas que no puede alejar ni por la persuasión ni por la consagración a alguna tarea ni por otro medio.
No niego que a veces la meditación o contemplación es provechosa, lo mismo que cierta clase de vida solitaria, tal como la que han ponderado y recomendado los santos Jerónimo, Crisóstomo, Cipriano y Agustín, dedicando al asunto sendos tratados, o tal como la que elogian Petrarca, Erasmo, Stella y otros autores. Pero los monjes de las épocas pasadas se referían a la contemplación divina, como Simulo, cortesano que vivió en tiempos de Adriano. Sabido es que el emperador Diocleciano se retiró también del mundo y pueden citarse numerosos ejemplos a este respecto. Tal es la vida contemplativa, que ha sido calificada como disfrute del paraíso terrenal, buena para el cuerpo y aun más saludable para el alma. Sabios como Demócrito y Cleanto y los más geniales filósofos han vivido apartados del mundanal ruido (Plinio en la villa Laurentana y Marco Tulio Cicerón en Túsculo). Creo por ello poco defendible el criterio de nuestros innovadores intransigentes que quisieran suprimir las abadías y conventos; admito la conveniencia de introducir algunas reformas en su régimen interno o corregir lo que deba corregirse, pero no se justifica el odio contra esos bellos monumentos de la devoción de nuestros antepasados. Para esos servidores de Dios no rezan los conceptos comunes de soledad y ocio, como en las fábulas de Esopo contesta el labrador a quien le echa en cara su holgazanería.
A veces se experimenta aún más el sentimiento de la soluded estando en compañía, o como hace decir Cicerón a Escipión el Africano: Nunquam minus solus, quam cum solus; nunquam minus otiosus quam quum esset otiosus, esto es: nunca se siente menos solitario que cuando se encuentra solo; nunca más ocupado que cuando parece estar ocioso. Platón, en uno de sus Diálogos, refiere que Sócrates cayó en profunda meditación una mañana y permaneció absorto hasta el amanecer del día siguiente.
Es indudable que unas veces la soledad es beneficiosa y otras nociva. De ahí la frase homo solus aut Deus, aut Daemon, el hombre solitario o es un santo o un demonio. Los que llamamos misántropos son con frecuencia seres degenerados, convertidos en monstruos o en criaturas inhumanas e irracionales. La lamentación de Mercurialis referente a sus enfermos de melancolía puede aplicarse particularmente a los misántropos y ociosos: la naturaleza les dio un cuerpo sano y Dios un alma superior, de esencia divina, pero ellos los han estragado, destruyendo los dones recibidos, debido a sus excesos y a su existencia inactiva y apartada. Así han llegado a ser traidores de Dios y de la naturaleza y enemigos de sí mismos y del resto de la humanidad. Habría que decirles «Perditio tua ex te, tú eres la causa de tu propia corrupción, pues no has sabido desechar los malos pensamientos y antes bien has abierto ancho cauce a los mismos».
PASIONES Y PERTURBACIONES DE LA MENTE. Si se me preguntase cuál de las causas de la melancolía es la más grave de todas, diría que son las pasiones, dada su frecuencia y la forma violenta en que acometen al individuo, al extremo de que Piccolomini las ha comparado con el rayo o el relámpago (fulmen perturbationum).
La pasión produce alteraciones súbitas en nuestro organismo y a la vez en nuestro temperamento. El mal corporal repercute en el cerebro y todas sus facultades son perturbadas por los sentimientos de miedo, congoja, etc., a los que debemos considerar síntomas típicos de la melancolía. A su vez la mente influye sobre el cuerpo y causa, no sólo la melancolía, sino también un estado de desesperación y a veces hasta la muerte.
Con pleno fundamento afirma Platón que todos los males del cuerpo proceden del alma, y Demócrito (citado por Plutarco) sostiene que esta última es la culpable y merece condenación, porque el alma rige al cuerpo y se vale de él como medio o instrumento, del mismo modo que el herrero emplea el martillo, según la comparación de San Cipriano (prólogo de Las virtudes de Cristo). Más aun: Filóstrato asegura que en rigor no es el cuerpo el que puede corromperse, sino el alma. Luis Vives sostiene que las perturbaciones de ésta provienen de la ignorancia y la imprudencia.
En general los hombres de ciencia atribuyen los males del cuerpo al alma, los que se hubieran en gran parte evitado si aquél se ajustase a las normas de la razón, o dicho en otros términos, si el alma rigiese mejor al organismo.
Los estoicos creían firmemente (como se lee en Lipsio y Piccolomini) que el sabio debe ser «apático», o sea libre de toda pasión y perturbación, como en el caso de Sócrates y como presenta Séneca a Catón. Existen nativos del África tan exentos de pasión, o mejor dicho, tan estúpidos, que cuando uno de ellos es herido no profiere queja alguna y se limita a mirar hacia atrás.
Lactancio opina que el miedo no se concibe en el sabio: Terror in sapiente esse non debet, y otras expresan que el hombre realmente docto no debe ser dominado por pasión alguna o por ninguna de carácter violento. Mas Lemnio expresa esta verdad, confirmada por la experiencia de todos: «Ningún mortal está libre de tales perturbaciones; el que no está afectado por ellas es un dios o una roca». Es que son innatas en nosotros y se transmiten por herencia, a partir de Adán. San Agustín sostiene que ya Caín era un enfermo de melancolía.
No niego que una buena disciplina, la educación, el estudio, el culto al Todopoderoso, pueden mitigar o disminuir las pasiones, pero sólo en algunas personas y en determinados períodos de la vida, pues en la mayoría de los casos ejercen un influjo dominante y tienen la violencia de un torrente que se desborda e inunda tierras sembradas. Además de alterar el temperamento del individuo, como queda dicho, ofuscan la razón.
Discútese cuáles humores o perturbaciones causan más graves afecciones, una vez admitida la verdad de Jesucristo: «El espíritu se doblega y el cuerpo es débil». El judío Filón[12] dejó escrito que «las pasiones suelen perturbar el cuerpo y el alma, son la causa más frecuente de la melancolía, alteran la salud y nublan el entendimiento».
Vives compara las pasiones con los vientos marinos: unos son suaves, pero otros, tempestuosos, hacen zozobrar los buques. Si bien es cierto que las pasiones leves causan poco daño y pueden ser contenidas, su repetición o frecuencia es peligrosa para la salud mental, ya que como bien se ha dicho, acaban por causar la melancolía, y por ejercer completo dominio sobre el espíritu deben ser consideradas como enfermedades.
Acerca de cuáles pasiones producen tales efectos han tratado extensamente Agrippa, Cardan, Lemnio, Suárez, T. Bright (capítulo XII de su Tratado de la melancolía), el jesuita Wright en su libro sobre Las pasiones de la mente, etc.
Cuando la imaginación invade las sensaciones o la memoria, el objeto que se desea conocer (representado en la zona frontal del cerebro) es concebido falsamente o amplificado y en seguida se establece comunicación con el corazón, centro de todas las afecciones. Los fluidos puros pasan del cerebro al corazón por ciertos canales desconocidos y hacen advertir qué buenos o malos objetos se han presentado. Inmediatamente se disponen a perseguirlos o evitarlos, y además, atraen otros humores en su ayuda; así, en los estados placenteros concurren fluidos puros en gran abundancia; en la tristeza, mucha sangre hipocondríaca, y en la ira, mucha bilis.
Si la imaginación es realmente viva y poderosa envía gran cantidad de fluidos o espíritus desde el corazón o hacia él, causando una profunda impresión y graves trastornos. Si los humores del cuerpo son de naturaleza semejante y el temperamento no obra como dique de contención, las pasiones son más duraderas e intensas. Así, pues, la causa primera u origen de esta clase de malestar es la imaginación perturbada que al transmitir falsas impresiones al corazón ocasiona tales alteraciones y la mezcla de espíritus y humores. O como dice Pisón: «Los espíritus y la sangre, contaminados por la imaginación perturbada, alteran los humores y la actividad anímica». En el orden físico, es dificultada la digestión y debilitados los principales órganos, como declaró el doctor Navarra al ser consultado por Montalto acerca de un judío enfermo de melancolía. Cuando hay mezcla de fluidos o espíritus, el proceso de la nutrición necesariamente se retarda, aumentan los humores malignos y se producen indigestiones y humores espesos junto con la sangre hipocondríaca. Los demás órganos no pueden cumplir sus funciones al ser alejados de ellos los fluidos por pasiones violentas, disminuyendo su sensibilidad y movimiento.
Diré, en conclusión, con Amoldo: «Poderosa es la fuerza de la imaginación, y la causa de la melancolía más debe atribuirse a ella que a los trastornos corporales».
LA AFLICCIÓN, EL MIEDO Y LA VERGÜENZA. Ya que me he referido a las pasiones que atormentan el espíritu y causan la melancolía, debo añadir que entre aquéllas el primer lugar corresponde a la aflicción.
Hipócrates, en su Aforismo XXIII, dice que la aflicción o congoja «es madre e hija a la vez de la melancolía, su compendio, síntoma y causa principal». Esta afirmación no debe considerarse paradójica, pues la aflicción es a la vez causa y síntoma de la melancolía y ambas son tan inseparables como las partes de un anillo, en el que no cabe establecer principio ni fin.
Sólo me referiré a la aflicción como síntoma, pues todos saben que puede ser causa de locura y de otras enfermedades, como expresó Plutarco, y causa única de la melancolía, como la considera Lemnio. Si la aflicción se enraiza en el alma, acaba por llevar al sujeto a la desesperación, como observa Félix Plater, y ambas pasiones presentan un íntimo parentesco evidente.
San Crisóstomo, en su Epístola XVII, describe la congoja como cruel tormento del espíritu y germen ponzoñoso que consume el cuerpo y el alma, roedor del corazón, verdugo en constante actividad, noche interminable, tinieblas profundas, tempestad, fiebre oculta, ardor peor que el fuego y lucha interior que nunca acaba. Atormenta más que un tirano y no existe tortura o castigo corporal que le sea comparable. Es el águila que picoteaba las entrañas de Prometeo, según la ficción poética. Y en el Eclesiastés (XXV, 15) se lee: «No hay penas comparables a las penas del corazón». Cicerón dice: «Omnis perturbatio miseria est carnificina est dolor (toda perturbación es una desgracia, pero la pesadumbre es horrible tormento)». Yo diría, si se me permite una comparación histórica, que así como en la antigua Roma cuando fue instituida la dictadura todos los cargos de magistrados inferiores quedaron suprimidos, así también cuando se despierta la aflicción todas las demás pasiones se desvanecen.
Salomón, en el capítulo XVII de los Proverbios, expresa que la congoja enflaquece a quien la sufre; sus ojos se hunden, su rostro se torna pálido y lleno de arrugas, su mirada se apaga y su carácter se transforma por completo. Así también Leonor, infeliz duquesa desterrada, en el poema de Drayton, el Ovidio inglés, se lamenta de esta guisa a su esposo Humphrey, duque de Glocester:
Sorrow hath so despoil’d me of all grace,
Thou could’t not say this was my Elnor’s face.
Like a foul Gorgon…
(La aflicción borró en mí toda gracia a tal punto que tú ya no podías decir: este es el rostro de mi Leonor. Parecía una repelente gorgona…).
Según Fernelio, «la pesadumbre perturba la digestión, produce un enfriamiento en el corazón, echa a perder el estómago, quita el buen color y el sueño y torna espesa la sangre». Altera la temperatura normal del organismo, destruye el bienestar del cuerpo y del alma, hace tedioso el vivir y produce un estado de verdadera angustia que obliga a continuas lamentaciones. Es lo que confiesa Salomón en diversos pasajes de los Salmos: «La congoja me parte el corazón»; «soy como un montón de paja que arde», etc. Antíoco se lamentaba de no poder conciliar el sueño y de que la congoja lacerase su corazón. Hasta el propio Redentor —según dice San Marcos— trasudó sangre al sentir la angustia de su tortura. «Su alma —añade— sufría pesadumbre de muerte y ninguna pena era comparable a la suya».
Crato cita el ejemplo de un enfermo de melancolía cuya causa era la aflicción, y del mismo modo Montano se refiere a una dama de alcurnia cuyo mal era causado únicamente por la tristeza (tristitia sola). En la obra de Hildesheim se lee que un sujeto enfermo de melancolía fue completamente curado y así vivió muchos años, «pero luego por haber sentido aflicción, aunque no duradera, sufrió una recaída en su antigua enfermedad, que volvió a torturarlo como al principio». Abundan los ejemplos de cómo la pesadumbre puede causar la melancolía, la desesperación y a veces hasta la muerte. Un pasaje del Eclesiastés dice: «La muerte puede ser causada por las penas». La mitología cuenta que Hécuba fue convertida en perro y Niobe en piedra para significar que la congoja las había privado de sensibilidad e inteligencia. El emperador Severo murió de pesar, y muchos casos análogos podrían recordarse. Melancthon explica el hecho así: «La acumulación en el corazón de mucha sangre viciada por la melancolía extingue los buenos fluidos o inhibe su acción; entonces la congoja hiere el corazón, haciéndolo estremecer y desfallecer angustiosamente; la sangre impura es arrojada del bazo y se derrama por debajo de las costillas (suh costis), en el costado izquierdo, causando esas peligrosas convulsiones hipocondríacas que ocurren con frecuencia cuando se agregan como factores complejos las inquietudes y la tristeza».
Pariente cercano (o más bien hermano) de la aflicción es el miedo, que suele acompañarla o bien ser el causante principal de la melancolía. Es asimismo causa y síntoma a la vez.
Este genio maléfico —el miedo— fue objeto de culto en la antigüedad por los lacedemonios que lo tenían por genio benigno, y lo mismo puede decirse de otras afecciones atormentadoras. Así a la aflicción o pesadumbre estaba consagrada la diosa Angerona. Dichas afecciones inspiraban tal respeto que, como observa San Agustín en La ciudad de Dios (libro IV, capítulo VIII), basándose en la afirmación de Varrón, el miedo era comúnmente objeto de adoración y representado en los templos como un animal con cabeza de león. Macrobio, en su libro Saturnalium, nos informa que en las calendas de enero había un día consagrado a la diosa Angerona y entonces los augures y otros sacerdotes celebraban el sacrificio anual respectivo en el templo de Volupia o de las diosas del placer. Creían que al tornar propicia la voluntad de Angerona, ésta alejaría del alma de los humanos las preocupaciones, inquietudes y mal humor en el transcurso del año siguiente al sacrificio.
Muchos efectos lamentables causa el miedo en el hombre: rubor o palidez, temblores, transpiración anormal, escalofríos, palpitaciones cardíacas, síncope, etc. Suele sobrecoger a los que han de pronunciar un discurso en público, durante la misma reunión o en presencia de altos personajes, como de sí mismo confesó Cicerón, quien experimentaba profundo temor hasta el instante de comenzar sus discursos, y lo mismo Demóstenes, el eminente orador de la antigua Grecia, en presencia de Filipo.
El miedo traba la voz y embota la memoria, como lo muestra expresamente Luciano en una de sus tragedias en que Júpiter, habiendo de pronunciar un discurso ante los demás dioses, no atina a decir ninguna palabra oportuna y se ve obligado a requerir la ayuda de Mercurio para salir del atranco.
A muchas personas sobrecoge el miedo hasta el extremo de que no saben dónde se encuentran ni qué es lo que dicen y hacen, y lo que es peor, continúa torturándolas muchos días con continuos sobresaltos y recelos. Les impide realizar las tareas o iniciativas más dignas y, debido a la misma causa, sienten dolor, tristeza y opresión en el corazón.
El que vive atemorizado no es dueño de sus actos y no conoce la alegría; de ahí su indecisión y su continua sensación de angustia. Vives está en lo cierto cuando expresa: Nulla est miseria major quam metus, no hay mayor desdicha que el miedo. Los sujetos a que me refiero presentan un aspecto de tristeza o languidez infantil, sin razón o fundamento, especialmente a la vista de algún objeto espantable, como observa Plutarco. El miedo es causa frecuente de demencia y de casi toda clase de enfermedades. Hace que nuestra imaginación conciba lo que le place, provoca la presencia del diablo, como atestiguan Agrippa y Cardan (timor attrahit ad se Daemones) y ejerce sobre la fantasía mayor poder que todas las demás afecciones, especialmente cuando la oscuridad rodea al individuo pusilánime.
Lavater afirma que cuanto más asustadiza es una persona tanto más se halla inclinada a ver espectros, duendes, brujas y demonios, visiones que a su vez engendran la melancolía. Puede decirse que concibe o imagina aquello que precisamente le espanta, lo que también expresa Lavater: Quae metuunt, fingunt. Cardan se refiere a un sujeto que después de haber visto un fantasma, según creía, quedó enfermo de melancolía por todo el resto de su vida.
Cuenta Suetonio que el emperador Augusto no se atrevía a permanecer en la oscuridad, a menos que alguien le hiciese compañía (nisi aliquo assidente). No deja de ser extraño que en general las mujeres y los niños comienzan a temblar y sentir un sudor frío cuando atraviesan un cementerio de noche o permanecen solos y a oscuras.
El miedo que sienten muchos es causado por la visión anticipada de hechos futuros referentes al propio destino, como les ocurría a los emperadores Severo, Adriano y Domiciano, según refiere Suetonio, los cuales vivían en constante zozobra por presentir su próxima muerte (Quod sciret ultirrium vitae diem). Otros estados anormales del ánimo derivados del miedo y la aflicción son la ansiedad, la indignación, etc.
La vergüenza y el infortunio causan igualmente pasiones violentas y cruel tormento. Como dice Félix Plater en su tratado sobre la alienación, los espíritus nobles experimentan vergüenza cuando cometen algún error lamentable y se desesperan cuando ocurren sucesos aciagos que afectan a la colectividad. Filón observa que el sujeto dominado por el temor, el deseo, las penas, la ambición y la vergüenza no conoce la felicidad, sino sólo la desdicha y las inquietudes torturadoras.
Puede afirmarse que cuanto más noble y más generoso es el espíritu de una persona, tanto más sensible es a la vergüenza, como bien lo expresa San Jerónimo. Dícese que Aristóteles experimentaba vergüenza y pesadumbre por ser incapaz de sentir la emoción de las tragedias de Eurípides; que Homero se sintió avergonzado por no poder hallar la solución de cierto acertijo que le propuso un pescador y que Sófocles se hirió de muerte con un puñal por haber sido silbada una de sus tragedias. También se quitó la vida Lucrecia, avergonzada por su deshonra y para no escuchar murmuraciones públicas. Cuando el romano Marco Antonio fue derrotado por su enemigo, permaneció a solas, por espacio de tres días, en la proa de un buque, sin admitir ni siquiera la compañía de Cleopatra, anonadado por el despecho y la vergüenza. Así nos lo presenta Plutarco en su biografía. Apolonio de Rodas, poeta de Alejandría (siglo III antes de J. C.), abandonó voluntariamente su patria y su familia, avergonzado por haber recitado pésimamente su poema sobre los argonautas, según dice Plinio.
Ayax sintió vergüenza y cólera cuando sus armas fueron entregadas a Ulises. El sacerdote Hostrat tomó tan a pecho el libro que Reuchlin escribió contra él, que de vergüenza y de pesar se suicidó. Por el contrario, existen sujetos felones y descarados que no se avergüenzan de nada y no hay desdicha que los afecte o conmueva, como cierto personaje de Plauto —Ballio— que más se regocija cuanto más lo insultan y es objeto de escarnio. En cambio, la persona que se estima a sí misma y es celosa de su reputación preferirá perder sus bienes y aun la vida antes que sufrir difamación o ver tiznado su buen nombre. Y si no puede impedirlo sentirá una angustia lacerante, como el ruiseñor, que —según dice Mizald— muere de vergüenza si oye a otro pájaro cantar mejor: Quae cantando victa moritur.
Otras causas de la melancolía son: la vejez, el factor hereditario, la retención y evacuación anormales de los humores del cuerpo (la amenorrea en la mujer), la supresión o abuso de la función sexual, el sueño antihigiénico (por ejemplo, el que causa esas pesadillas tan comunes en quienes se acuestan después de comer), el insomnio, la envidia, la malicia, el odio, la rivalidad, la ira, los disgustos, los deseos inmoderados, como la ambición y la codicia; la pasión del juego y de las diversiones sin medida, la egolatría, la vanagloria, el ansia de fama y honores, el orgullo, la alegría excesiva, el estudio convertido en pasión absorbente. Tales son las causas necesarias. Otras deben considerarse contingentes y accidentales: la educación deficiente, la aprensión originada por objetos terroríficos vistos o referidos por otros; el escarnio y la calumnia en cuanto amargan a sus víctimas; la esclavitud y la servidumbre; la pobreza y las privaciones; las desgracias de familia (muerte de parientes). Son todas causas externas con relación al organismo. Pero las hay también internas o corporales, y ya se sabe que el cuerpo ejerce un influjo directo y poderoso sobre la mente. Tales son los trastornos orgánicos en general. También reconocen causas internas la melancolía cefálica (que Laurencio atribuye al aumento o disminución de la temperatura del cerebro), la hipocondríaca (debida a la obstrucción de diversos órganos, a su inflamación, afecciones congénitas, etc.) y la que afecta a todo el cuerpo (como consecuencia de enfermedades, exceso de humores, mal funcionamiento de algunos órganos, mala alimentación, etc.).