Capítulo 16
—¿Estás lista, Stace? —preguntó Kim.
Habían puesto una sábana sobre la mesa de cristal del comedor y Stacey se había instalado en el punto más alejado con respecto a la puerta. Las dos pantallas del ordenador permanecían ocultas a las miradas indiscretas.
Habían retirado todos los muebles innecesarios. Solo quedaban una mesa de dos metros de largo y seis sillas de cuero.
—Ya casi, jefa. Solo estoy buscando la mejor señal.
—La puerta está cerrada con llave —dijo Bryant, poniéndose de pie.
Se oyó un suave golpeteo. Bryant abrió la puerta. Robert saludó con una sonrisa cansada mientras esperaba a que le dieran permiso de entrar en su propio comedor.
Kim no lo invitó. El propietario tenía que aceptar que había cedido el área a la policía de las Tierras Medias Occidentales y que, en ese momento, estaba fuera de sus propios límites.
—Este... Creí que esto podría servirles de algo —dijo Robert. Les mostró un sillón forrado en terciopelo rojo que solía adornar un rincón del salón formal—. Podría ser más cómodo.
Kim le agradeció el gesto.
—Muchas gracias, señor Timmins —le dijo, mientras Bryant arrastraba el sillón dentro del comedor.
—Robert, por favor.
Kim asintió.
—Robert, ¿podemos quitar los cuadros de las paredes? —Era una cortesía. No pensaba pedir permiso.
—Por favor, quítelos. Démelos y me los llevaré de aquí.
Bryant comenzó a descolgar las acuarelas de paisajes costeros y se detuvo ante un retrato familiar de los tres.
—Yo me encargaré de ese, oficial —dijo Robert extendiendo las manos.
—Hagan en las paredes todas las perforaciones que quieran.
Kim le dio las gracias. Esa iba a ser su siguiente pregunta.
—¿Y la habitación de Charlie...? ¿Podríamos...?
—Desde luego —dijo asintiendo, aunque con evidente tristeza—. La cuarta puerta de la izquierda.
Ella le dio las gracias antes de que él cogiera los cuadros y se los llevara del lugar.
Kim se volvió.
—Vale, Bryant, ya lo has oído. Dale un buen uso a ese taladro.
—¿Sabes? De haber querido ser un manitas, lo habría sido —se quejó.
—Y si yo hubiera querido ser una maestra... —dijo, y colocó en su lugar, en la pared de atrás de la puerta, una de las pizarras; un lugar estratégico para que nadie que estuviera parado junto a la puerta pudiera leer las notas del caso.
—¿Eso es todo, entonces? ¿Hemos terminado de desempacar? —preguntó Kim mirando alrededor.
—Hay otra caja debajo de la mesa —dijo Bryant mientras perforaba un segundo agujero.
Kim se agachó y la sacó de ahí. Quitó la tapa y sonrió. La caja contenía una flamante cafetera nueva, un paquete de tazas y cuatro de café Colombian Gold, su favorito.
—Bryant, ¿te casarías conmigo y serías el padre de mis hijos?
—No puedo, jefa, mi santa dice que estoy felizmente casado.
Stacey se puso de pie y se asomó por el borde de la mesa.
—Oh, fantástico, voy a por un poco de agua.
Stacey salió de la habitación y Bryant se volvió.
—¿Qué dicen tus corazonadas?
Ella sonrió. Llevaban casi tres años trabajando juntos.
En consecuencia, él era, para ella, lo más parecido a un amigo.
—Mis corazonadas están inusualmente silenciosas —contestó con franqueza.
—Se activarán en el momento justo. ¿Qué opinas de este grupo hasta ahora?
Ella se encogió de hombros.
—Hay algunas dinámicas interesantes. Stephen es un poco fanfarrón, pero aún no parece totalmente convencido de nada.
—El típico fiscal —dijo Bryant.
—Robert parece ser buen tipo, pero creo que en él hay más de lo que aparenta. Elizabeth parece doblegarse a la voluntad de Stephen, como si fuera la cuchara favorita de Uri Geller, mientras que Karen no se parece nada a la de mis recuerdos.
—¿De la casa de asistencia?
Kim asintió.
—Y de la familia de acogida número siete.
Bryant dejó caer el taladro.
—Madre mía, ¿cuántas fueron?
Ese era un duro recordatorio de que la persona que estaba más cerca de ella en todo el mundo sabía muy poco de su pasado. Perfecto.
Igual de perfecto que la sincronización de su móvil, que sonaba en ese preciso instante. Hasta que se dio cuenta de quién estaba del otro lado.
—Stone —contestó.
La voz de Woody atronó en su oído.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—¿Perdone usted, señor? —respondió.
En silencio, Bryant movía la cabeza de un lado al otro.
—Tengo en mi comisaría a un chico arrestado por haberte insultado. ¿Es correcto?
—Sí, me puso las manos encima.
—No te pases de lista. La verdad. Ahora mismo.
Kim gruñó para sus adentros. Sabía que esta conversación llegaría en algún momento, pero esperaba que fuera al día siguiente.
—Brad estuvo con uno de los secuestradores, señor. No creo que las calles sean seguras para él.
—¿Y se lo dijiste de la manera más adecuada? —preguntó Woody. De algún modo, su cólera viajaba por la línea directamente hasta el oído de Kim.
—Por supuesto.
—Pero, de todos modos, te las ingeniaste para proveerle esa seguridad en la comisaría.
—No creo que entienda la gravedad de la situación y yo no podía explicársela.
—Sea como sea, Stone, no estoy preparado para mantener a este joven aquí por un instante bajo tus cargos inventados, y cualquier demanda posterior caerá sobre tu cabeza. En cuanto él termine con el artista forense, haré que lo lleven a donde quiera con abundantes disculpas de la policía de las Tierras Medias Occidentales.
Kim cerró los ojos por un segundo.
—Sé que es...
—Y si me sales con más chanchullos de esta clase, Baldwin no tendrá ninguna necesidad de quitarte del caso, ya que yo lo haré más que contento.
La línea se cortó en su oído.
—Auch —dijo, y puso el móvil sobre la mesa.
—Sabías que esto iba a suceder —opinó Bryant.
Ella se encogió de hombros. Desde luego que lo sabía, pero eso no lo hacía más divertido.
—Maldita sea, jefa —dijo Dawson, que venía entrando por la puerta—. Ya estamos a dos bajo cero.
Kim esperó a que se quitara la chaqueta. Lo habían enviado a la casa de Inga. La dirección no había sido difícil de descubrir a partir de una idea general de Elizabeth Hanson.
Lamentablemente, eso era todo lo que habían podido averiguar de ellos. Los empleadores no sabían nada de los amigos, del novio o los familiares de su trabajadora. Si Inga dijo algo alguna vez, ellos no le estaban prestando atención.
Stacey no había podido encontrar ninguna conexión entre la niñera y las familias previas, así que eso las descartaba como vínculo.
—¿Y bien? —preguntó.
—Es como si un camión monstruo hubiera pasado por encima de la casa. Dos veces. La puerta estaba abierta, y, por supuesto, yo tenía que enterarme de si ella estaba dentro. El que fue a buscarla no era el conejito feliz, precisamente. Todo estaba destrozado, y me refiero a todo: muebles, decoraciones, cuadros, vajilla.
—¿Una advertencia, entonces?
—Oh, sí, y más le vale que nosotros la encontremos antes que ellos.
—Bien pudo ser una advertencia o bien un hombre incapaz de controlarse —dijo Kim, tocándose la barbilla.
—O ambas cosas —dijo Dawson.
Kim asintió.
—¿Los vecinos te dieron alguna descripción del hombre?
Dawson puso los ojos en blanco.
—El de abajo, un tipo con demencia, me dio una descripción excepcionalmente detallada. Me dijo que el tipo medía alrededor de uno cincuenta y ocho, que tenía el cabello negro y rizado y que llevaba gafas y una camiseta azul marina.
—¿Y?
—En eso apareció su hijo, que venía a averiguar qué quería yo, ¿y qué crees? Exacto: medía uno cincuenta y ocho, tenía el cabello negro y rizado y llevaba una camiseta azul marina y...
—Gafas —completó Stacey.
Kim gruñó.
—Bien, Kev, haz que Inga Bauer sea tu prioridad en...
Sus palabras fueron interrumpidas abruptamente cuando un grito fuerte y agudo llenó la casa.