Capítulo 24
Inga tropezó con una losa elevada al llegar al paso público.
Se las había arreglado para salir del área de juegos sin ser detectada. La noche en el castillo de madera había sido fría e incómoda, pero, por unas horas, se había sentido segura. Las condiciones no le habían permitido caer en un sueño completo y denso, pero su cuerpo había robado una que otra siesta, interrumpida solo por el brillo intermitente de los faros del coche de seguridad cada vez que pasaba patrullando por ahí.
Solo durante el viaje en la ambulancia se había dado cuenta de cuán despiadadamente habían abusado de ella. Estuvo escuchando las voces de los desconocidos que mostraban una verdadera preocupación por su bienestar, mientras ella permanecía quieta, engañándolos. Con las lágrimas asomando por sus párpados cerrados, nunca en la vida se había sentido tan sola. Excepto una vez, quizás.
Se maravilló otra vez de las habilidades con que había sido seducida para hacer algo que iba totalmente contra sus convicciones. La manipulación de sus propias inseguridades y fantasías había sido una tarea fácil. No fue ningún desafío para ellos.
Habían usado en su contra cada una de sus debilidades. Ella había dado todo lo que ansiaba dar, pero también les había dado mucho más: a Amy.
El movimiento al caminar devolvía las sensaciones a los dedos de sus pies. Sentía en ellos un cosquilleo doloroso mientras el calor se extendía por sus extremidades.
Pensaba con más claridad ahora, después de haber descansado unas cuantas horas.
Su prioridad era cambiarse de ropa. Todavía vestía el mismo atuendo del accidente, y eso la hacía inmediatamente identificable para cualquiera que la estuviera buscando.
Había seis kilómetros entre ella y su pequeño apartamento. Podía usar las calles traseras y los callejones y simplemente llegar a cambiarse de ropa.
Mientras la idea iba convirtiéndose en un plan, aceleró el paso. Si tan solo pudiera estar en su vivienda por el tiempo suficiente para cambiarse y recuperar su pasaporte, podría ir al aeropuerto, retirar un poco de dinero y coger un vuelo.
Sí, al usar su tarjeta de efectivo se pondría en el radar, pero en ese momento estaría a salvo en el concentrador de un concurrido aeropuerto. Anónima. Y en el preciso instante de aterrizar en Alemania, llamaría a la policía para contarles todo lo que sabía.
Buscó en el bolso mientras se aproximaba a la estación de autobuses de Cradley Heath. Sintiéndose cada vez más esperanzada con su plan, decidió gastar en el autobús todo lo que le quedaba.
Corrió delante de un autobús que acababa de partir. El conductor frenó el vehículo en seco y le dirigió una mirada severa.
Se subió, agradecida de encontrarse entre la miseria de la multitud trabajadora que comenzaba una nueva semana. Ay, le dolía tener los problemas de esta gente.
Doce minutos después, se bajó del autobús y se dirigió a Dover Street, la calle principal que corría paralela a la suya. Si doblaba la esquina por el extremo más alto de la calle, podría descubrir a cualquiera que rondara por ahí.
Ella sabía lo que buscaba y él no era un blanco fácil de perder.
Se detuvo en la esquina y sus ojos exploraron cada resquicio. No descubrió nada. Avanzó unos cuantos pasos, estudiando cada edificio a medida que acortaba la distancia.
Dio un salto al oír el contenedor de basura que alguien volvía a colocar en el jardín tras la recogida semanal, pero llegó sin problemas a la casa de estilo victoriano.
Las llaves tintinearon entre sí cuando trató de abrir la puerta de la calle. Inga maldijo su propia torpeza las dos veces que las llaves se le cayeron de las manos. Finalmente, entró, cerró la puerta y se apoyó en ella.
Sintió la cálida familiaridad de llegar a casa. De pronto, languideció por el mundano fastidio de la normalidad.
La vida de todos los días no estaba tan lejos de ella como para no recordar las llegadas del trabajo, cada noche, después de haberse quejado de sus jefes o del autobús abarrotado o de los precios de los alimentos.
Puso la llave en la cerradura de la puerta principal, pero esta se abrió fácilmente. Su corazón latió descontrolado mientras ante sus ojos se desvelaba lentamente la carnicería que había dentro.
Cada uno de sus muebles estaba hecho pedazos; su ropa, desparramada y, desde la entrada misma, podía notar que la habían cortado y rasgado. El hedor clínico de la lejía impregnaba el aire.
Contempló toda esa destrucción y se imaginó a Symes sonriendo mientras arrasaba con todo en su casa.
Toda esa devastación tenía un significado que ella recibió alto y claro.
Inga se giró sobre sus talones y se alejó volando.