Capítulo 49
Inga avanzó paso a paso, esperanzada. El miedo le estaba carcomiendo la carne por dentro. Dondequiera que mirara, la gente la observaba. Cada hombre que veía era Will o Symes. Cada sombra había sido colocada estratégicamente para aterrorizarla.
El mundo entero se cerraba sobre ella. Sus alrededores eran una masa de ángulos rectos y sombras peligrosas, listas para abalanzarse en cualquier instante.
Los últimos dos días habían sido una eternidad. No podía recordar las semanas, meses ni años anteriores; no podía recordar el tiempo en que ninguna de las células de su cuerpo estuviera sobrecogida por el miedo.
Las amenazas estaban por todos lados.
Aunque llevaba cuarenta y ocho horas huyendo, sentía que estos últimos momentos habían sido los más azarosos.
Su destino no estaba a más de treinta metros de distancia. Podía verlo. Entre ella y la cordura no había más que una multitud que crecía a la hora del almuerzo, un cruce de peatones y caminos concurridos que se entrelazaban.
Dejó que la multitud apresurada la apartara a codazos y la empujara al otro lado de la calle.
Veinte metros. No apartaba los ojos del edificio por miedo a que desapareciera.
Les diría todo. Comenzaría con lo que había hecho; después los llevaría a las niñas. Ellas estarían en casa a la hora del té, de regreso con sus familias, y ella recibiría felizmente su castigo.
A diez metros de distancia, se tropezó con un bordillo elevado. Se las arregló para enderezarse. Un par de hombres rieron detrás de ella.
No le importó. Otros siete metros y se reiría junto con ellos.
Anhelaba la seguridad de una celda policíaca. Sin importar la clase de castigo, estaba lista para aceptarlo. Nada podía ser peor que lo que estaba viviendo.
A tres metros de la entrada, su cuerpo comenzó a relajarse.
La mano que la cogió del cuello era fuerte y vigorosa. La llevó lejos de la puerta de la comisaría que había tenido casi a la distancia de la mano.
—Buen intento, putilla de mierda, pero no es suficiente. —Inga sintió que la arrastraban. Sus pies apenas tocaban el suelo.— Si haces el menor ruido, aquí mismo te cortaré la garganta.
Ella no pudo decir nada cuando el brazo musculoso aterrizó en sus hombros. Trató de gritar, pero toda la humedad de su boca había desaparecido.
Symes aprovechó ese silencio aturdido para llevarla a un callejón detrás de la comisaría.
Había estado tan cerca.
Para los curiosos, aquello habría parecido un abrazo amoroso. Solo que los demás no podían sentir la fuerza con que los dedos de Symes aplastaban los huesos de sus hombros. Tampoco podían notar el hecho de que los pies de la mujer apenas tocaban el suelo.
El bullicio de la calle principal murió en sus oídos.
—Solo vamos a charlar un poco, endereza la cara.
—No, no —lloró ella, tratando de enterrar los pies en el suelo.
Congregó su mermada reserva de energía para agitar los brazos. El apretón del hombre volvió a su cuello y ella sintió que el dolor le abrasaba la cabeza. Sabía que él era capaz de rompérselo con un solo movimiento.
—Por favor..., no... lastimes...
—Tenías que haberlo pensado antes de hacer lo que hiciste —le dijo en el dialecto de Black Country.
Inga no era demasiado orgullosa para no suplicar. Esta era, ahora, su única posibilidad de sobrevivir.
—Symes, lo lamento. No debí... Simplemente me... aterré...
Él rio entre dientes mientras abría la puerta de la furgoneta.
—No tanto como deberías horrorizarte, con lo que te espera.
Cerró de golpe y corrió al otro lado. Presionó el botón que bloqueaba las puertas.
Inga se resistía a llorar. De pronto, los momentos que dejaba atrás habían sido preciosos. Sabía que iba a morir y solo una cosa le importaba.
—¿Y las niñas?
Él se volvió a ella. Sus ojos brillaban de emoción, las expectativas daban forma a su boca. Miraba casi como si estuviera en trance. Cada gramo del hombre estaba en estado de gracia, a la espera de quitarle la vida.
»Las n... niñas», tartamudeó ella.
Él echó la cabeza atrás y rio.
—Por tu culpa, están muertas.