Capítulo 52

Kim saltó la cinta de seguridad, mostró su placa y entró en la escena del crimen. El estrecho corredor iba de un supermercado a una ferretería en el límite de Brierley Hill High Street.

Dawson se interpuso en su camino. Su rostro había perdido el color.

—Jefa, esto es un desastre.

—Soy una niña grande, Kev —espetó ella, apartándolo de su camino.

—Ah, inspectora, me pareció oír su tono suave y cálido.

Keats era el forense residente. Casi le llegaba al hombro. Parecía como si todo el pelo se le hubiera venido a la mitad inferior de la cara, donde lucía un bigote y una barba puntiaguda muy pulcros. Él le tendió unos guantes de látex azules que hacían juego con los suyos y ella los aceptó.

—Keats, hazme caso si te digo que no estoy de humor.

—Ay, querida, ¿acaso Bryant...?

—Keats, quítamela de encima —dijo Bryant, que acababa de aparecer al lado de Kim—. De verdad que no está de humor.

Ella ya estaba analizando la escena que tenía enfrente. Rodeó a un fotógrafo forense para tener una mejor perspectiva.

El cuerpo parecía haber sido colocado en un ángulo imposible. Kim se acordó de las siluetas de cinta blanca que se usaban para representar a las víctimas.

Tenía el brazo derecho sobre la cabeza, pero la muñeca apuntaba al lado equivocado. El brazo izquierdo descansaba a un lado del tórax. El hombro parecía estar mucho más bajo de lo que debía. La mano se abría hacia arriba.

El rostro de Inga estaba hinchado y tumefacto. El ojo izquierdo, completamente oscurecido por la carne que se había expandido desde la mejilla y la frente. El ojo derecho miraba al cielo. Un rastro de sangre viajaba del centro de la cara a la parte baja de la barbilla. Kim supuso que en algún lugar se escondía una nariz rota.

Había mechones de pelo rubio dispersos, como si se tratara de un perro en plena mudanza.

—Inspectora —dijo Keats, haciéndole señas para que lo siguiera a los pies del cadáver.

Kim se apartó y el fotógrafo pudo arrodillarse a tomar acercamientos del rostro.

»En un examen superficial, diría que hay muchos huesos rotos. Cuatro, cuando menos».

—¿Todas las extremidades? —preguntó Kim.

Él asintió y señaló la pierna derecha. El tobillo había sido girado media vuelta.

Ella se acercó un poco más y observó el área donde terminaba el hilo de sangre que surgía de la nariz.

Una línea delgada atravesaba la garganta de oreja a oreja. Por la anchura de la herida, Kim pensó que sería una especie de cordel de jardín.

Supo de inmediato que no tenían ante sí la escena del asesinato. Inga había sido torturada. Los gritos tenían que haber alertado a alguien. Este cuerpo lo habían sacado a rastras de un vehículo para deshacerse de él en este lugar.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Kim.

Keats se encogió de hombros.

—Será difícil decirlo hasta que nos la llevemos para examinarla en detalle, pero pensé que te interesaría mirar esto.

Keats dio dos pasos a lo largo del cuerpo. Tiró suavemente de las solapas de la chaqueta para exponer el cuello.

—Madre santa —dijo Kim, moviendo la cabeza de un lado al otro.

Dio un paso atrás y contó: había otras siete u ocho marcas de anillos alrededor del cuello.

Bryant apareció a un lado y siguió su mirada.

—¿Hubo pelea, jefa?

Kim negó. Las marcas eran demasiado pronunciadas. Las líneas originadas por las luchas se habrían engranado menos en la piel, ya que la mujer habría estado retorciéndose.

Dawson apareció al otro lado del cadáver.

—¿Qué opinas, Kev? —preguntó ella.

Dawson contempló las marcas de los anillos y, después, el resto del cuerpo.

—La torturaron, jefa. La estrangularon hasta dejarla inconsciente y después la golpeaban para despertarla.

Kim asintió.

—Debió de haber sentido cada una de las heridas antes de morir.

—Qué hijo de puta tan diabólico —murmuró Bryant antes de alejarse.

Kim estaba de acuerdo, tenía que estarlo, pero era capaz de contemplar esta escena desapasionadamente. Inga había hecho sus propias elecciones. Había tomado parte en el secuestro de niñas inocentes. Sí, esta lastimosa persona había sentido terror, pero ya no más. Sin embargo, para dos pequeñas, el miedo no había acabado. Kim esperaba que así fuera.

Las niñas estaban en algún lado, confundidas, aterradas y solas. En casa, cuatro padres trataban de aferrarse a su propia cordura después de verse envueltos en el juego cruel de tener que pujar por las vidas de sus hijas. Y esta mujer había sido decisiva en todo eso.

Kim echó un último vistazo al cuerpo y lo guardó en la memoria, en el lugar de las fotografías. Su mirada se detuvo en el tobillo girado. La tela de los vaqueros amarillos era dos centímetros más alta en esa pierna que en la otra.

Se agachó con cautela y la empujó un poco hacia arriba. Había tinta negra. Subió el vaquero un poco más. Observó un rectángulo atravesado por una línea. Había un punto a cada lado de la línea.

Kim le hizo una señal al fotógrafo.

—Haz tomas de acercamiento de todo esto —le dijo, y se puso de pie.

—Un rudimentario hágalo usted mismo —observó Keats.

Kim asintió mientras Bryant se acercaba para echar un vistazo.

—¿Quién hizo la llamada? —preguntó.

—Un tipo que hace entregas de bocadillos en el pub —respondió Dawson—. Vino aquí a mear antes de su siguiente entrega. Está a punto de terminar de vomitar, porque ya no debe de quedarle nada dentro.

—¿Y?

—Lo último que he podido averiguar es que el propietario del pub vino a vaciar un contenedor alrededor de las once y que nuestra chica aún no estaba aquí.

—¿No vas a fastidiarme con lo de la hora de la muerte, como sueles hacer? —preguntó Keats.

—Vale, si puedes darme algo mejor que este intervalo de dos horas que me acaban de ofrecer, ten la libertad.

—Yo diría que más cerca del final de esas dos horas, más bien — propuso Keats.

Kim asintió. El teléfono que llevaba en el bolsillo trasero comenzó a sonar.

Era un número conocido.

—Stone —contestó.

—¿Es ella?

En ese momento, las habilidades de socialización de Woody parecían iguales a las suyas.

—Sí, señor. Sí es ella.

—Así que ¿llevamos dos muertos, Stone?

Ella fue apartándose del grupo que rodeaba el cadáver de Inga.

—Hemos tratado de encontrarla desde que...

—Pero no la encontrasteis, Stone, ¿o sí? ¿Quién estaba a cargo?

Kim sabía que Dawson había hecho todo lo humanamente posible por seguir el rastro de Inga. Esto no podía suceder de ninguna manera. Woody no iba a arrojar a Dawson a los leones.

—Señor, Inga no quería ser descubierta ni por nosotros ni por los secuestradores. Estuvo involucrada en el secuestro, y, si tuviera que elegir entre cadáveres, toda la vida me quedaría con el suyo antes que con el de Charlie o Amy.

Lo escuchó inhalar.

—Stone, ¿quién era el responsable de esta parte del caso?

Madre santa, era como un perro tras un hueso. Evidentemente, quería un nombre.

—Yo, señor. Soy la oficial encargada y yo estaba buscando a Inga.

Podía sentir la pelota antiestrés en la mano izquierda de su jefe.

—Por supuesto.

Kim gruñó a una línea telefónica vacía.

Regresó al cuerpo de Inga.

Keats había alcanzado a captar una parte de la conversación.

—¿Habíais estado buscando a esta chica? —preguntó.

Kim asintió.

—Es mi investigación en curso.

El forense estaba a la espera de más explicaciones.

Ella no dijo nada mientras miraba el cuerpo por última vez.

Un ataque así de brutal normalmente requería una ira enfermiza, una rabia incontrolable que brotaba por las manos del asesino, pero Kim tenía la inevitable sensación de que este actuaba por pura diversión.

Emprendieron el camino de regreso al coche.

—Ay, Bryant, por favor, dime que eso de ahí no es un Audi —dijo.

—Sí que lo es. El sabueso está aquí.

A su cabeza acudieron muchos comentarios sobre perros, pero cerró la boca con firmeza.

—Ni se le ocurra —dijo Kim, levantando la mano mientras Tracy se aproximaba.

—Mi paciencia tiene un límite, inspectora —dijo Tracy, sacudiendo su lago cabello rubio.

—La mía también, Tracy, y está poniéndola a prueba muy seriamente.

—Y su amenaza apenas me va a detener por un tiempo —advirtió la reportera.

—¿Qué amenaza? —preguntó Kim con franqueza. Se encogió de hombros—. No importa. Estoy segura de que se me ocurrirá otra.

Tracy fue detrás de ellos hasta el coche.

—¿Sabe que hay otros policías que cooperan mucho más con la prensa? Podemos ser útiles, ¿sabe?

Vaya, ese sí que era un buen chiste, uno que Kim no podía dejar pasar.

—Tráigame a un miembro de la prensa que sea útil y conversaré con él, pero, mientras solo esté usted, paso, gracias.

—¿Por cuánto tiempo han estado desaparecidas estas dos niñas? —preguntó Tracy.

En un solo movimiento, Kim dio la media vuelta y se metió en el espacio personal de Tracy.

—Jefa... —la alertó Bryant.

Kim no le hizo caso.

—Repita esa pregunta a alguien más y le prometo que este asunto se volverá personal. Bien vale la pena perder mi trabajo con tal de callarle la boca.

Tuvo mucho cuidado de no tocar a Tracy de ninguna manera, pero, si esa mujer hacía algo, cualquier cosa, que arriesgara la seguridad de Charlie y Amy, Kim se aseguraría de que nunca más tendría un solo minuto en paz.

Se apartó y se dirigió otra vez al coche.

—Jefa, estuviste un poco...

—Bryant, habla conmigo del caso, nada más. —No estaba de humor para valoraciones sobre su comportamiento.

Él suspiró hondo y miró hacia atrás, hacia la cinta de seguridad.

—Si este tipo estuviera cerca de nuestras niñas...

—Vale. Quizás sea mejor que no digas nada de nada —le espetó ella, y se metió en el coche.

Esas imágenes ya revoloteaban por su cabeza.