Capítulo 58
El recorrido de ocho kilómetros en motocicleta de Pedmore a Netherton estaba plagado de parches de hielo. Más de una vez, el neumático trasero se resbaló hasta quedar casi fuera del control de Kim. La colina que llevaba a la casa era como una pista de esquí; y, sin embargo, Kim apagó el motor casi exactamente nueve minutos después de haber recibido la llamada. Aunque le había dejado sus datos, nunca esperó que Jenny Cotton la llamara.
La mujer ya la esperaba en el camino de entrada, envuelta en un albornoz blanco y con el teléfono apretado en la mano. La expresión congelada de su rostro no tenía ninguna relación con la temperatura.
Kim se quitó el casco, llevó a la mujer al interior y cerró la puerta.
—Gracias por haber venido... No sabía qué más...
—Vale, vale —dijo Kim—, hizo lo correcto.
No era ninguna sorpresa que Jenny todavía tuviera ese móvil en su poder. Honradamente, ella tampoco lo habría entregado.
Jenny se movía mecánicamente, adormecida en su conmoción. Tropezó con una de las sillas del comedor.
Kim le tendió la mano para ayudarla a mantener el equilibrio y la apremió a sentarse.
Necesitaba una bebida caliente y dulce, pero la mujer que tenía enfrente la necesitaba aún más.
Fue a la cocina y llenó la tetera. Después de unos intentos, encontró las tazas, el café, el edulcorante y la leche.
—Estaba tan cerca —susurró la mujer mientras la tetera se apagaba.
Kim giró hacia ella.
Por las mejillas de Jenny rodaban lágrimas silenciosas, mientras miraba el teléfono que tenía en la mano.
—¿De qué? —preguntó Kim, pero, antes de que Jenny lo hiciera, sus instintos ya habían dado con la respuesta.
—De la paz —dijo, alzando la mirada.
Kim puso las tazas sobre la mesa y se sentó.
—Esa no es la respuesta —le dijo con voz apacible.
—Lo es cuando ya no sabes cuál es la pregunta.
Según Kim recordaba, Albert Einstein había dicho alguna vez: «La vida no merece la pena si no tienes alguien más por quién vivirla».
Sentada enfrente tenía un ejemplo vivo. Esta pobre y derrotada mujer había tratado de existir sin su hija, pero estaba impedida de moverse en cualquier dirección.
Kim extendió el brazo y le tocó la mano.
—¿Ha leído el mensaje de texto?
La mujer asintió y apretó el móvil contra su pecho.
Kim le tendió la mano.
—¿Puedo?
La mano avanzó con reticencia. Kim le quitó el teléfono de los dedos entrecerrados y buscó el mensaje más reciente.
No provenía de ninguno de los números ya usados. En la sala de operaciones tenía escrito cada número sobre cada mensaje. Tanto unos como otros estaban tatuados en su memoria.
El texto era corto y sencillo:
¿Quiere jugar otra vez?
Kim cerró los ojos. En el peor de los casos, estaban ante la más cruel de la bromas, un intento de extorsionar económicamente a una mujer perdida en su dolor. En el mejor de los casos, esta era una madre a quien buscaban escarnecer negociando con el cuerpo de su niña.
En su mente apareció la imagen de Eloise llevada a rastras por el jardín de los Timmins. «Él no ha terminado con la última», había dicho la adivina. ¿A esto se refería? Tan pronto como llegó, Kim hizo a un lado esa idea. Todo lunático tropezaba de vez en cuando con una coincidencia afortunada.
Kim era una agente de la policía y lidiaba con los hechos.
Se puso de pie y empujó la silla debajo de la mesa.
—Tengo que pedirle que me deje llevarme este teléfono.
Jenny Cotton la miró con horror. Tenía los ojos pegados al móvil. Kim podía sentir su urgencia de recuperarlo y acunarlo.
Con la mano derecha se retorcía los dedos de la izquierda.
—¿Hay alguna posibilidad, alguna, siquiera, de que me traiga a casa el cuerpo de mi hija?
Kim era reacia a prometer cosas que no estaba segura de poder cumplir, pero, tras mirar ese rostro, tan cercano al precipicio, se agachó, apretándose el vientre.
—Si la tienen, la encontraré.