Truly
Puse el freno de mano y me miré el pelo en el espejo mientras me lo recogía con una pinza. Ladeé la cabeza y observé la marca que tenía debajo del oído. Mierda. Me quité la pinza y me dejé el pelo suelto.
Cerré los ojos y recordé la sensación de los dientes de Noah. Apostaba a que tenía marcas como esa, de media luna, por todo el cuerpo. La noche anterior había sido más duro, más exigente de lo que había creído, como si hubiera estado reprimiendo toda esa energía sexual y la hubiera descargado conmigo en varias horas de sexo sin compromiso que parecía de todo, menos sin compromiso.
No había pensado que fuese tan bueno, tan intenso y tan apasionado. Solo esperaba poder sobrevivir a lo que habíamos acordado la noche anterior. Necesitaba centrarme en lo físico. Ponerlo en una caja junto al resto de hombres que no podían herirme porque no me importaban lo suficiente.
Lo había echado después de mi tercer orgasmo. Era tarde, estaba agotada y no quería que me dijese que se iba.
Él no había discutido; seguramente estaba agradecido de que no esperase que se quedara.
La séptima regla debía ser que no durmiéramos juntos.
Esa mañana me había despertado un poco atontada por la falta de sueño, pero sin dejar de pensar en él. Lo que necesitaba era una distracción. Desde que Abigail había empezado el reposo, no había vuelto a visitar el centro de lesiones de la médula espinal. Así que allí estaba, dispuesta a dejar de centrarme en lo que no importaba y cambiar a lo que sí: los niños, la fundación y mi trabajo.
Abrí la puerta del coche y fui hacia las puertas deslizantes de la entrada. La oficina podía esperar. No tenía tareas de Abigail hasta la comida del miércoles. Mi subordinada había ocupado mi lugar y superado mis expectativas, y, por primera vez en meses, estaba segura de que la fundación podía sobrevivir sin mí durante un par de horas.
—Eh, Maggie —llamé a una de las enfermeras que pasó a mi lado.
—Qué alegría verte, Truly. Theo ha estado preguntando por ti.
—Iré a visitarlo primero. —Iba a ir directamente a la sala de ejercicios, pero, al pensar en Theo, me dirigí hacia su habitación.
Me eché gel desinfectante en las manos en la entrada, y justo entonces el teléfono empezó a vibrar dentro de mi bolso. Cogí el bote de gel en una mano y con la otra busqué el teléfono. Al fin, lo encontré.
Era Noah. ¿Qué podía querer?
—Eh —respondí; me coloqué el aparato bajo la barbilla y me extendí el gel entre las manos.
—¿Qué tal estás esta mañana?
¿Se sentía obligado a preguntar por mí y por mis sentimientos?
—Bien. Estoy a punto de entrar en el centro —respondí.
—Bien —prosiguió—. Te llamaba justo por eso. Me preguntaba si te importaría que me pusiera en contacto con el director médico de allí. He estado investigando sobre la estimulación epidural que mencionó Abigail, y quería hacerle algunas preguntas sobre sus soluciones actuales y qué tienen a la vista.
Así que no me llamaba para comprobar qué tal estaba. Eran negocios. Lo cual era bueno, evidentemente, porque no necesitaba mimos.
—¿Por qué iba a importarme? Puedo presentártelo, si quieres.
—Eso sería genial. —Su sonrisa traspasó el auricular—. Si estás allí, puedo ir ahora.
Solté un suspiro.
—Si puedes llegar pronto, claro. —Había venido para conseguir un poco de tiempo, un poco de distancia, y para volver a centrarme después de lo ocurrido. Pero Noah sonaba igual que siempre que hablaba de negocios: apasionado, centrado, determinado. Y a eso no podía negarme.
—Estaré allí en veinte minutos.
Hice una visita a la secretaria del doctor Edwards para concertar una cita para Noah, y después fui a las habitaciones.
Era hora de ver a Theo.
—Eh, Douglas —saludé al chico que había en la cama de al lado de Theo—. ¿Qué tal estás? —Estaba allí antes que él. Su operación había ido bien, y el jefe de los fisios había dicho que iba mejor de lo esperado. Al parecer, siempre y cuando hiciera la rehabilitación, iba a poder volver a caminar con normalidad.
Él se encogió de hombros.
—He oído que te levantaste solo hace unas semanas.
—¿Tienes espías aquí o algo? No te he visto en el hospital ni en la sala de ejercicio desde…
Hacía semanas, pero no pensaba que los niños se hubiesen dado cuenta.
—Pues claro que tengo espías. —Miré a mi alrededor—. En todas partes, así que quedáis avisados.
Él sonrió.
—Sabía que nos estaban vigilando.
—Solo soy yo. No dejaría que nadie más lo hiciera. —Me dejé caer sobre la silla que había entre las dos camas—. ¿Dónde está Theo? —pregunté.
—Lo han llevado a que vea el kung-fu. Creo que le anima pensar que un día él también podrá hacerlo.
—Y tú también —dije.
Él se encogió de hombros.
—Eh, ¿qué pasa con esa actitud?
—Es que me está costando mucho.
No podía imaginarme lo que era tener su edad y pasar tanto tiempo sin poder ser un niño.
—Tengo un amigo que va a venir en cualquier momento, y estaba como tú. De hecho, mucho peor. Le dijeron que nunca más volvería a caminar. ¿Sabes lo que le gusta hacer ahora para divertirse?
La boca de Douglas se torció.
—¿Qué?
—Hace paracaidismo, eso es.
—¿Qué? ¿Puedes hacerlo incluso aunque no puedas caminar?
—Puede caminar, correr, saltar de aviones… De todo. Les demostró a todos que estaban equivocados. Ni siquiera adivinarías que tuvo un accidente.
—¿Cuánto tiempo le costó?
Levanté la mirada y vi a Noah de pie a la entrada de la sala, examinando las camas. Yo levanté la mano para tratar de captar su atención.
—Puedes preguntarle tú mismo. Acaba de llegar.
—¿Ese hombre? —preguntó Douglas—. No puede ser. Ni siquiera cojea —observó, mientras los dos veíamos cómo caminaba hacia nosotros, dándoles vueltas a las llaves del coche con el dedo índice.
—Te lo juro por Dios. —Solo hacía unas horas desde que lo había visto, y el corazón amenazaba con reventarme las costillas, como si hubiesen pasado años. Me sonrió y pareció que éramos las únicas dos personas en la sala, con un secreto que no compartíamos con nadie. Quizá fuese cierto.