33

Noah

En Nueva York, todas las vistas miraban hacia el cielo. Y eso era lo que yo necesitaba: una nueva perspectiva. Salí del coche y alcé la mirada. Esa ciudad me parecía mucho más pequeña que Londres, más compacta. Menos extensa. Nueva York era decidida y mordaz, mientras que Londres era todo placidez desgastada.

Absorbí el contraste, el sonido de los cláxones de los taxis y los gritos de los vendedores de perritos. La presión en el pecho que había sentido desde mi conversación con Truly solo unos días antes se suavizó y supe que estaba en el lugar adecuado.

Rechacé la ayuda del portero, cogí la maleta de manos del conductor y atravesé el vestíbulo del edificio Time Warner en dirección al ascensor que llevaba al vestíbulo del hotel Mandarin Oriental, situado en la planta treinta y cinco.

—Noah —dijo una voz de mujer a mi espalda. Me di la vuelta y me encontré con Francesca Sanderson, sonriéndome—. Reconocería la parte de atrás de esa cabeza en cualquier parte. Qué alegría verte.

El ascensor se abrió con un pitido y me aparté para dejar pasar a Francesca.

—En días como hoy es cuando Manhattan me parece pequeño. ¿Cómo estás? —pregunté. Conocía a Francesca desde hacía dos o tres años. Duró unos tres meses de un verano especialmente caluroso en el que se derretía el asfalto.

—Perfecta. —Sonrió—. Acabo de venir para pasar la noche desde los Hamptons. Me he deshecho de mi casa en la ciudad, así que este hotel es como mi hogar lejos del hogar. ¿Qué hay de ti?

—He venido desde Londres para una reunión de la junta. —Debía haber volado el lunes, pero había decidido ir antes después de mi conversación con Truly en la gala de invierno. Parte del motivo por el que me gustaba Truly era que siempre me sorprendía. Sin embargo, lo último que había esperado era que acabase lo que había entre nosotros. En apariencia, habíamos acabado de manera amistosa, pero yo estaba enfadado y no sabía por qué ni qué hacer al respecto. Quería dejar de pensar en ella. Necesitaba un descanso de Londres.

—Ah, volviste. Escuché lo del lanzamiento en bolsa. Enhorabuena.

Me sonrió. Tenía el pelo color caoba como recién salido de la peluquería, y su maquillaje resaltaba sus deslumbrantes ojos verdes. Siempre había sido guapísima.

—Gracias. Sigo en la junta, pero… —Como ya estaba en otras manos, sentía una desconexión con la empresa.

—¿Ya no es tuya? Supongo que parecerá raro.

Yo me reí por lo bajo.

—Sí. Un poco. ¿Qué estás haciendo ahora?

—Ah, ya sabes. Sigo asesorando.

—¿Todavía trabajando mucho? —Francesca era una de las mujeres más disciplinadas que conocía. Se levantaba a las cinco de la mañana para hacer ejercicio, algo de lo que daba fe la fuerza con la que te agarraban los músculos interiores de sus muslos. A las siete ya estaba en la oficina, e incluso cuando salíamos a comer los fines de semana, parecía que acababa de salir de una sesión de fotos para una revista: brillante y glamurosa. Era totalmente lo opuesto a Truly Harbury.

—Siempre. —Las puertas se abrieron al vestíbulo del hotel, y yo las sostuve hasta que salió ella—. Deberíamos tomar una copa —dijo mientras miraba el caro reloj—. A menos que tengas otros planes.

—Claro —respondí. Era agradable ver a Francesca. Siempre era dulce y poco complicada, y, por lo que recordaba, decente en la cama. Pasar la noche con una cara amigable me parecía una buena distracción de lo que había dejado atrás, en Londres.

—El bar del vestíbulo está abierto ya, si no quieres cambiarte —sugirió.

—No, estoy bien. Vamos a registrarnos y te veré allí.

Ella sonrió, y nos separamos hacia distintos mostradores de recepción.

Yo acabé primero, me dirigí hacia el bar y tomé asiento junto a uno de los ventanales que ocupaban toda la pared y que daban al parque. Eran unas vistas de postal: con una explanada verde que se hundía en mitad de los dominantes rascacielos. Ni siquiera había pensado en los cuatro años que había pasado ahí desde que había llegado a Londres. Ver a Francesca había acercado una parte de mi pasado a mi presente. Tampoco recordaba haber pensado en ella después de haberlo dejado. Se me daba bien pasar página, dejar el pasado en el pasado. Mi relación con Francesca había sido simple. Había habido un montón de sexo y algunas citas para cenar. No recordaba que hubiéramos hablado ni que hubiéramos compartido nada. Y, desde luego, nunca había tenido que escaparme a un continente distinto para intentar dejar de pensar en ella.

Londres era distinto. Truly era distinta.

Cuando había visto a Truly después de llegar de Nueva York, me había preguntado por qué no habíamos intentado mantenernos en contacto. Quería saber de su trabajo, me había preguntado si el pelo aún le olía a coco. Me había sentido emocionado al verla. Ver a Francesca después de tanto tiempo estaba… bien. Agradable, sin más. Una distracción de otra mujer.

—Eh, ¿has pedido? —preguntó ella al sentarse frente a mí.

—No, todavía no.

Llamó a un camarero de una manera en que solo sabían hacerlo las mujeres de Nueva York. Cruzó las piernas y sus tacones brillantes de tiras chocaron con la mesa. Estaba casi seguro de que Francesca no tendría una camiseta de Star Wars, y no digamos ya una de Stranger Things. Joder, qué bien le sentaba a Truly esa camiseta. Le sentaba bien todo.

—¿Whisky? —añadió.

—Un Manhattan —le dije al camarero. Nunca bebía cócteles en Londres. Whisky a secas, cerveza o vino, pero los cócteles no eran parte integrante de la cultura de Londres, a diferencia de Nueva York. Podíamos hablar el mismo idioma, pero había muchas diferencias, grandes y pequeñas, entre las dos ciudades. La más importante era que Truly no estaba ahí.

—Bueno, dime, ¿has roto algún corazón hace poco? Veo que no estás casado. —Me miró la mano izquierda. Se me había olvidado lo directas que eran las mujeres en Nueva York. había sido así como Francesca y yo habíamos empezado. Se había presentado en un bar parecido a ese, me había preguntado si estaba soltero, y yo me había ido a casa con ella. Lo había puesto todo fácil. Las mujeres como ella siempre lo hacían.

—Ah, creo que tú eres la rompecorazones aquí —respondí, reclinándome en mi asiento. La invitación de Francesca a tomar una copa era la fase inicial tras la cual íbamos a decidir si queríamos acostarnos o no.

—Ningún corazón roto por aquí. —Trazó con el dedo un cuadrado en torno a su corazón—. Me encanta mi trabajo. Puede que no me regale flores, pero el dinero me llena ese hueco.

Yo me reí por lo bajo.

—Bueno, al menos tienes claro cuáles son tus objetivos. —En ese sentido, éramos parecidos, los dos nos sentíamos motivados por los objetivos, aunque el dinero nunca lo había hecho conmigo, era solo un subproducto útil.

—En fin, cuéntame algo de tu trabajo —dijo—. ¿En qué estás metido ahora que ya has hecho una fortuna?

—Me estoy aventurando en unas cuantas cosas. He estado ayudando a una amiga con obras benéficas, y estudiando el sector sanitario.

Charlamos como si acabaran de presentarnos o fuésemos antiguos compañeros de trabajo, pero me parecía estar en un evento en donde hacía contactos, siempre siendo amable e intercambiando comentarios triviales.

—¿Obras benéficas? Eso no es muy típico de ti. —Sonrió junto al borde de su copa y le dio un sorbo a su bebida—. Eres un tiburón de las finanzas. Un titán de la bolsa, ahora mismo.

No me conocía en absoluto.

—¿Qué puedo decir. Soy complicado.

Francesca era atractiva, pero no me sentía atraído hacia ella, y me pregunté si en realidad alguna vez había sido así. No había química, y, en realidad, no estaba interesado en nada de lo que tuviera que decir. Había estado aguantándome las ganas de llamar a Truly desde que había embarcado para contarle que mi línea aérea ya no usaba el Airbus 380, y que viajaba en un Boeing 777. No me importaba si Francesca tenía una teoría alternativa a la de Stiglitz sobre la globalización. Pero si Truly la tenía, quería escucharla. Quería contarle todas las cosas insignificantes que me pasaban, junto con las importantes, y me cabreaba que ella no lo entendiera. ¿Acabar lo nuestro porque le preocupaba sentir demasiado? Eso era una estupidez.

Abrí los puños, y traté de concentrarme en la mujer que tenía delante de mí en vez de la que estaba a miles de millas de distancia.

—¿Sigues en la misma empresa? —pregunté, por educación.

—Me he cambiado un par de veces —contestó, y después le dio un trago al cóctel que acababa de llegar—. En mi trabajo, tienes que moverte para ascender, pero espero poder convertirme en socia. Si no, la dejaré dentro de un par de años.

Yo asentí.

—Es importante tener en mente el desenlace.

—Hablando de lo cual, ¿nos acabamos las copas y subimos? —preguntó.

Por eso nos estábamos tomando las copas, ¿no? No era solo para ponernos al día. No éramos amigos. Pero lo que me estaba ofreciendo no tenía el atractivo que habría tenido antes de que regresara a Londres y empezara a acostarme con Truly. No quería solo sexo cómodo ni a una mujer a la que encajar dentro de mi vida, como había dicho Rob. Quizá quisiera sacarme a Truly de la cabeza, pero acostarme con Francesca no iba a ayudarme a conseguirlo. Ni siquiera podía tomarme un cóctel con una mujer sin compararla con Truly y después sentirme lleno de remordimientos. No era culpa de Francesca.

—Sí. La verdad es que tengo que hacer unas cuantas llamadas, así que debería irme.

Ella arqueó las cejas.

—Ah, vale. Pensé que…

—Estoy viendo a alguien. —A simple vista, le estaba mintiendo, pero no sentía que estaba siendo poco sincero. Haberme encontrado con Francesca me había hecho tener las cosas más claras. Por primera vez en mi vida, me habían roto el corazón, y Francesca no iba a recomponerlo.

—Ah, bien por ti. Me quedaré por aquí un rato más, entonces —dijo, echándose hacia adelante cuando me levanté y le di un beso en la mejilla.

—Pásalo bien. Ha sido un placer verte, Francesca.

Había sido esclarecedor. Sabiendo que Truly estaba en el mundo, nunca iba a poder llevarme a la cama a Francesca. No era engañar. Truly ni siquiera había exigido monogamia cuando nos acostábamos, y mucho menos después de haber roto. Pero yo no quería a nadie más. Quería a la mujer que estaba sexy de cojones cuando se encorvaba sobre el portátil, sentada sobre el sofá con las piernas cruzadas mientras comía comida china fría. La que podía igualarme en todas las preguntas de los concursos de un pub. La persona que, pese a ser una adicta al trabajo, seguía encontrando tiempo para leerles a niños enfermos y heridos.

No quería a Francesca ni a ninguna otra mujer. Quería a Truly. Quería que estuviese conmigo todas las noches, a mi lado, preciosa sin percatarse de ello, divertida y cálida. Quería que pensase que era el hombre más tonto de la tierra porque no me había leído todos los sonetos de Shakespeare. Quería arrancarle las mallas y follar con ella llevando la camiseta de Star Wars. Quería discutir con ella, amarla, vivir con ella, explorar el mundo con ella.

Y necesitaba encontrar la manera de hacer frente a todos sus miedos, de demostrarle, de alguna manera, que no iba a hacerle daño ni nada de lo que ella temía. Quizá no fuese capaz de conseguir las pruebas empíricas que sabía que podían convencerla, pero tenía que pensar en algo. Tenía que entender que, aunque no pudiese darle garantías, podía decirle que nunca habría otra mujer para mí más que ella. Que la única a la que veía en mi futuro era a ella.