Noah
¿Cuánto tiempo iba a durar el martilleo de mi corazón, el calor en las mejillas y la manera en que me temblaban las piernas al caminar? No había nada como caer de un avión a cuatro mil metros de altura para aturdir el cuerpo. Me quité el casco, solté el aire y después me deshice del mono. Mientras sacaba mis vaqueros y mi camiseta de la taquilla, Dave, uno de los dos instructores que había saltado conmigo, entró en los vestuarios.
—Ha sido la hostia —dije.
—No hay nada igual.
—Me gustó el salto en tándem que hice el año pasado, pero esto…
—Es un subidón mucho más grande de adrenalina.
—Sí.
¿Lo sentía él todavía? Había confesado, mientras subíamos en avión, que había saltado más de tres mil veces. Había querido preguntarle si alguna vez se aburría. A mí me había encantado, pero estaba seguro de que el subidón desaparecía después de tantos saltos.
—La semana que viene empezaremos con un salto antes de la case, siempre que el tiempo no cambie —afirmó.
—Me parece bien. —Choqué los cinco con Dave, me pasé los dedos por el pelo y salí hacia el aparcamiento.
—Eh —saludé a Rob, que estaba apoyado contra la puerta de su coche, esperándome.
—Estás loco. —Rob negó con la cabeza al acercarme—. Te he visto bajar. ¿No es más fácil, e incluso más seguro, hacerse adicto a la heroína antes que esto?
Me reí por lo bajo y me senté en el asiento del pasajero.
—Bah, esto es mucho más divertido.
No lo hacía por la emoción natural del salto. Entendía que eso era lo que buscaba mucha gente, pero para mí se trataba más de no querer perderme nada. A menos que yo no quisiera hacer algo, todo era posible. Íbamos a estar en este planeta durante muy poco tiempo, así que quería abarcar cuanto fuera posible.
—Respóndeme con sinceridad: ¿casi te has cagado encima? —Rob arrancó el motor y salió de la plaza de aparcamiento.
—No estaba asustado en absoluto.
Antes de mi accidente habría estado aterrorizado, pero ya no. Probablemente habría ocurrido todo lo contrario, pero ahora quería aprovechar al máximo lo que tenía. Experimentar cuantas más cosas fuera posible.
—Cuando acabe el verano bajaré yo solo, sin los instructores saltando a mi lado. Puede que entonces me dé más miedo.
—Pensaba que ibas a clases de vuelo, no a clases de caída.
—Qué gracioso —repliqué con sarcasmo—. También estoy volando. Lo del paracaidismo es menos comprometido. Se me ocurrió colarlo mientras no estuviese trabajando.
—Iba a preguntarte si alguna vez te sientas en el sofá y comes patatas fritas, pero sé que nunca has sido de los que se tumban a comer patatas.
Lo de las patatas era cosa de Truly. ¿Cómo se me había olvidado? Se me habían olvidado muchas cosas de Truly, pero la comida del domingo me había hecho recordarlo todo de golpe. No recordaba cuánto me gustaba estar con ella. Lo divertida que era, a veces a propósito y a veces no. Cómo, en ocasiones, parecía que, si no llevaba cuidado al abrazarla, podía aplastarla. Cómo olía al champú de coco que decía que usaba para domar su pelo encrespado. Aunque yo nunca le había visto el pelo encrespado, ni siquiera cuando se le acababa el champú. Era solo suave. Ondulado. Bonito.
—Gracias por ayudarme con estas cosas. Podría haber contratado a alguien, pero me imaginé que te gustaría tomar una cerveza y pasar la noche por ahí aunque fuese para mover muebles —opiné.
—Siempre estoy listo para una noche de chicos —respondió Rob, jugueteando con la radio y haciendo una mueca al escuchar a Britney Spears—. Tenemos un montón en el banco. Para cuatro años. Bueno, quiero ver tu nueva casa. No me puedo creer que hayas acabado en Marylebone, cabrón con suerte.
—Sí, es bonito y céntrico, pero hay una ruta fácil de salida de la ciudad para cuando quiera hacer estas cosas.
—Un piso de soltero. ¿Tienes a Barry White sonando en bucle?
La gente casada estaba siempre mucho más interesada en mi vida sexual que en otras cosas.
—¿Barry White? ¿Cuántos años tienes?
Rob apagó la radio y se encogió de hombros.
—Puede que eso fuese lo que hacía mal cuando salía con ella.
—Eh, te casaste con Abigail. No veo que eso sea hacerlo mal.
Eran lo más parecido a la pareja perfecta que podía existir. Sus regañinas les añadían encanto. Sabía que, en el fondo, a Rob le gustaba llamar la atención. Comprobar que aquella dinámica no había cambiado en los cuatro últimos años era reconfortante.
—Sí, es una buena chica. Puede que debieras buscarte una mujer.
Yo me reí por lo bajo.
—Eso no es lo mío, la verdad.
—¿Sigues todavía con tu norma estricta de los tres meses?
—Que te den. No tengo ninguna norma.
—Claro que sí. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con una chica durante más de tres meses?
Sabía, sin tener que pensármelo, que no había habido ninguna. Truly solía darme mucho la lata con eso. Resultaba irónico que mi relación con ella fuese la más larga que había tenido con una mujer, aunque no hubiese sido sexual. Me había esforzado mucho por seducirla cuando nos conocimos, y fue la primera vez desde el colegio que una mujer me había parado los pies.
—Tampoco es que lo planee. Es que sale así.
—¿No crees que estaría bien tomarte un descanso? ¿Quedarte quieto con una mujer durante un minuto?
—Hubo un tiempo en que pensé que no haría nada más que quedarme quieto. Así que, ahora que tengo elección, me gustaría seguir moviéndome —respondí.
Entendía muy bien que algunas personas, incluido Rob, nunca iban a comprender por qué tenía la necesidad de querer ser siempre más: más rápido, más fuerte, más competente.
—Entonces, ¿acabas de terminar uno de tus ciclos o sigues en mitad de uno?
—¿Hablas de épocas o de mujeres? —No ponía un reloj a mis relaciones. Y no engañaba a nadie. Era solo que no me veía en ninguna relación a largo plazo ni casado, y solía acercarme a parejas que buscasen lo mismo. Había demasiadas mujeres a las que todavía no había conocido. Me gustaba aprender cómo funcionaba un cuerpo nuevo.
—Bueno, si estás en mitad de uno, tienes que hablar de ello sin falta, pero con un profesional cualificado y no conmigo.
Sonreí. Había echado de menos a Rob. Lo había visto de vez en cuando desde que me había mudado a Nueva York, y me había mantenido en contacto con él por correo, pero no había sido lo mismo. Las amistades forjadas desde la adolescencia eran distintas a las amistades que había hecho después de empezar a trabajar. La gente a la que conocía ahora parecía más interesada en conseguir contactos que en cualquier otra cosa.
—No hay mujeres. Ninguna en especial, al menos.
—¿Ninguna en Nueva York?
—Gira por aquí —le indiqué al llegar a Marylebone Road. Se me había olvidado cómo era el tráfico de Londres—. Y después la segunda a la izquierda. —Encendí el aire acondicionado—. Nadie en especial.
Había pasado cuatro años allí y, según los cálculos de Rob, habría tenido que haber dieciséis mujeres…, lo cual me parecía preciso. Aunque no todas ellas habían durado los tres meses: con algunas no había estado más que unas pocas horas.
—Bueno, estoy seguro de que encontrarás a alguien pronto.
—No estoy buscando. —Tenía miles de cosas en las que centrarme, y una larga lista de otras por hacer. Las mujeres no eran una prioridad. Nunca lo eran.
—Jamás las buscas, pero siempre terminan por encontrarte.
—¿Estás triste y celoso? —dije con una sonrisa.
—¿Has visto a mi mujer? Solo te sugiero que busques, y no que dejes que te busquen. Puede que descubras a alguien que durará más de tres meses.
—Soy muy feliz centrándome en lo que me importa.
—Tu problema es que quieres diversidad, y no profundidad, cuando se trata de relaciones.
Solté una risita.
—¿En serio? No veo cuál es el problema.
—Solo te digo que no sabes lo bueno que podría ser con alguien que te conozca mejor que tú mismo. No dejas que nadie te conozca el tiempo suficiente.
—Bueno, dejaré que tú te preocupes de eso. Y mientras te lo planteas, seguiré divirtiéndome y disfrutando de la diversidad de las mujeres de Londres.
El coche se quedó en silencio mientras Rob sorteaba el tráfico, con cuidado de no llevarse por delante a los turistas que salían a bandadas del Madame Tussaud.
—Estuvo bien ver a Truly el domingo —anuncié, queriendo desviar el tema de mi vida amorosa—. Tenía buen aspecto. Parecía feliz —afirmé, aunque en realidad se trataba más de una pregunta.
¿Era feliz? Casi no había dicho nada de sí misma durante la comida, y yo no había querido preguntar por si estaba fuera de lugar. Pero parecía estar igual, tenía el mismo aspecto. Todavía guapa, a su manera modesta. Todavía resguardándose a la sombra de su hermana mayor, a quien siempre había considerado más triunfadora, más atractiva. Eso era lo que me gustaba más y menos de Truly: que siempre se subestimaba.
—Supongo —contestó Rob mientras giraba a la derecha—. ¿Qué son todas esas cosas que has planeado? ¿Vas a pasarte todo el tiempo haciendo paracaidismo y acudiendo a clases de vuelo?
—Tengo unas cuantas cosas previstas. Reuniones, presentaciones, todo eso. Quiero que el próximo reto sea tan satisfactorio como Concordance Tech. Pero de manera distinta. —Saqué una llave con mando a distancia y apunté a la puerta—. El garaje está aquí, a tu derecha.
—Ah, tienes aparcamiento. Qué bien —dijo Rob.
Agradecía que estuviese distraído. Era la primera vez en mi vida que no estaba completamente centrado en un objetivo —aprender a caminar otra vez, el colegio, la universidad, mi negocio—, y eso me causaba incomodidad. Inquietud. Así que mi objetivo era, precisamente, encontrar uno, y después mi vida en Londres podía seguir su propio curso.
—Sin embargo, no tienes por qué trabajar, ¿no? —inquirió Rob—. Podrías pasarte la siguiente década revolcándote en dinero.
Abrí mi puerta.
—Supongo que no tengo por qué trabajar si no quiero.
El lanzamiento en bolsa de Concordance Tech me había hecho rico, y el dinero traía la libertad, pero la idea de sentarme todo el día en un yate me provocaba terror. Además, esa era una afición para multimillonarios, no para alguien con unos míseros quince millones en el banco. Hasta que no había ganado dinero no me había dado cuenta de cuánto más tenían otras personas.
—Pero quiero ser constructivo. No estoy seguro de querer crear otra empresa. —Cogí mis llaves y presioné el mando contra el control de seguridad de las puertas de los ascensores—. Sabes que no me gusta hacer lo mismo dos veces.
—¿Quizá otra empresa distinta? —insistió Rob.
—Sí. Puede.
No estaba convencido. Tenía bastante para mantenerme ocupado. Una lista de cosas por hacer. Pero quería un propósito. Un reto imperante que me consumiera, como cuando creé Concordance Tech. Había visto algo en las redes sociales sobre una recaudación de fondos de emergencia que estaba llevando a cabo el hospital que me había cuidado tras el accidente. Yo había donado, pero no me parecía suficiente. A lo mejor podía hacer algo más.
—Puede que haga algo totalmente distinto. No soy Bill Gates, pero hay un montón de problemas en el mundo que requieren atención y tiempo.
—No bromees sobre esa mierda cerca de Abi. Te tendrá haciendo deportes extremos hasta que consigas el dinero para la organización benéfica antes de que hayas acabado la frase.
Me quedé quieto antes de colocar mi huella en la placa de identificación del ascensor y darle a la «A».
—Puede que no me importe. ¿Qué tipo de deportes extremos? Es decir, entiendo que quizá no quieras aprender a volar, pero ¿qué tal descender por uno de los edificios icónicos de Londres? La Torre de Londres, o el Shard, o el Gherkin, o cualquier otro. No necesitaríamos tanto entrenamiento, y es para la beneficencia, ni más ni menos. ¿Por qué no lo hacemos los dos?
Rob soltó un gemido.
—Ojalá nunca lo hubiese mencionado. Estoy deseando que consigas un trabajo para que dejes toda esa mierda de los deportes extremos.
—No se trata de los deportes ni de tener demasiado tiempo entre manos. Solo quiero asegurarme de que estoy viviendo la vida, exprimiéndola al máximo.
—A mí me va muy bien viviendo en el suelo.
—Sí. Yo prefiero el ático —afirmé, sonriendo, cuando las puertas del ascensor se abrieron directamente en mi nueva y flamante casa.
Sin embargo, en ese sentido, envidiaba a Rob. Estaba contento con lo que tenía. No necesitaba siempre buscar más, mejor, distinto.
Estaba acostumbrado a tener cientos de objetivos y a ir a por ellos a tope antes de continuar con el siguiente. Daba igual que se tratase de caminar, de exámenes, de sacar una empresa a bolsa… Lo que me impulsaba era la imagen clara de lo que quería y la determinación por tener éxito. Pero se me habían acabado las grandes ideas. Ya había conseguido los objetivos profesionales que me había fijado, hecho todo lo que me había propuesto hacer. Sin embargo, no estaba dispuesto a tumbarme y a gozar de los frutos de mi trabajo. Las vistas desde el ático eran bonitas, pero no era suficiente. Lo que ocurría era que no estaba seguro de qué hacer a continuación.